Cuando el canónigo de Fräuenburg, Nicholas Copérnico (1473-1543) presentó su teoría del movimiento de rotación de la Tierra, se levantaron opositores y nacieron partidarios en el mundo intelectual de la época. Sin embargo, no provocó ninguna susceptibilidad en la esfera religiosa contemporánea y mucho menos en la Iglesia Católica. Antes bien, fue felicitada oficialmente por el Papa Paulo III.
La conducta de Galileo Galilei fue distinta. En lugar de la prudencia y mesura de Copérnico, Galilei ya desde principios del siglo CVII pretendió apoyar sus trabajos científicos con textos de la Sagrada Escritura. Copérnico tan solo calificó sus resultados como hipótesis, ya que no contaba con pruebas concluyentes que le permitiesen otra calificación. Y no mezcló la esfera científica con la teológica. Aún siendo canónigo, supo respetar los límites.
La Iglesia ha tenido siempre como principio de acción no mezclar las esferas de acción. Por ejemplo, no entra en política nunca, salvo que alguna sanción política se mezcle con asuntos de Fe.
Galileo Galilei había traspasado los límites del conocimiento científico para aventurarse en los de la fe, y así lo señala en una carta escrita desde Florencia el 21 de Diciembre de 1613 al P. Benito Caselli donde comenta cómo declarándose católico sincero a un mismo tiempo modificaba las palabras de las Sagradas Escrituras para que así la Biblia reformada pudiese coincidir con su discurso científico, a ejemplo de Lutero y Calvino.
En otras palabras: al no coincidir la Escritura Sagrada en su sentido literal con sus creencias astronómicas y científicas, optaba por reescribir trozos de la Biblia para que no difiriesen en nada.
La Iglesia, avisada por simpatizantes ante el tribunal del Santo Oficio, resolvió estudiar sus tesis y condenar el error. Condenaba así con resolución la aberración teológica contenida en las divagaciones de Galileo.
De este trance, los enemigos de Galilei se aprovecharon y mediaron para que la condena fuese muy drástica.
El Papado no se dejó influenciar y la condena se restringió a los errores de Galileo, llamándolo a reconsiderar el intromisión. El 25 de febrero de 1616 (años después del nacimiento de la teoría), Galileo Galilei reconsidera sus dichos y acepta el decreto pontificio, ante numerosos testigos.
Sin embargo, faltó a su palabra y durante los años posteriores se dedicó en cuerpo y alma a propagar sus ideas. Así, la Iglesia calló hasta 1642 cuando Galileo publica sus ‘Diálogos acerca del Sistema de Copérnico y de Ptolomeo’, con el agravante de engañar ostentando una autorización que le había sido negada.
Fue llamado a Roma. Tras haber comparecido a cuatro reuniones en el Santo Oficio, donde aseguró que jamás había pretendido substraerse al decreto de 1616. El 22 de junio de 1633 La Congregación del Santo Oficio le declara absuelto de herejía y de censura. La condena fue drástica: se le condenó a rezar una vez por semana los Siete Salmos Penitenciales durante tres años y a una reclusión en la vivienda que él eligiese por un período que posteriormente se determinaría.
En resumen, Galileo Galilei obtuvo dos condenaciones:
Por abusar del texto de las Sagradas Escrituras y por defender no como hipotética, sino como tesis firme su hipótesis
Por desobediencia a la autoridad, faltando explícitamente a su promesa
El ambiente de la época
Uno de los principales errores en el estudio y juicio histórico es el de trasladar esquemas culturales. Es decir, juzgar con criterios de una época otra época distinta o una cultura diferente.
No equivale a negar una moral objetiva y principios eternos y universales.
Se trata, por ejemplo, de tomar por supersticiosos a los romanos sin comprender que ésa era una manifestación de profunda religiosidad. Por este error, ha sido muy difícil comprender verdaderamente los motivos que el Senado romano tuvo para eliminar a Julio Cesar. Esquemas extraños deforman y confunden, malinterpretan y deforman.
Debemos, entonces, sumergirnos en el ambiente, mirar con sus ojos, sentir como ellos para comprender causas.
En nuestro caso, el problema de Galileo se ve alcanzados por este problema.
La época actual se caracteriza por la importancia a los derechos individuales, el indiferentismo, la mala noción de la libertad verdadera, etc. pero, como sea, es el ambiente en que vivimos.
En la época en que transcurre este evento, la verdad era amada y tenía sus derechos inatacables, la opinión pública reaccionaba con fuerza ante la mentira, la injusticia o el error. La misma autoridad era en sí un argumento de peso, y era la primera que se invocaba en controversias.
Por la misma razón, el hecho de querer imponer la nueva teoría como verdad suprema e indiscutible y no como simple hipótesis. Chocaba con el sentido directo de los sentidos, que atestiguaba lo contrario, chocaba contra el conocimiento científico de la época, chocaba, en fin, incluso con el dictado de las Escrituras Sagradas. ¿Es extraña la condenación categórica y la persecución popular a las nuevas ideas?
Afortunadamente, la Santa Iglesia está confortada por el Espíritu Santo, Espíritu de Luz y de Verdad, y por lo mismo la santidad que irradia es lluvia de bienes para todos los hombres. Por eso vemos que, contrariamente a la reacción popular y a los excesos condenatorios de los sabios de la época, la Iglesia actúa con tolerancia, cuidado, lentitud y madurez.
En justicia sólo podremos juzgar a los contemporáneos si comprendemos ese contexto cultural.
El error subyacente
Si la prudencia del gran filósofo hubiese estado a la altura de su ingenio, nada se habría tenido que lamentar.
El punto radica en que si Galileo se hubiese limitado a defender científicamente el nuevo sistema del Mundo, nada hubiese pasado. Como concuerdan unánimemente la mayor parte de los investigadores, fueron la tozudez y el empeño en defender su causa de esa determinada forma los que llevaron incluso a que se condenara la teoría de Copérnico, felicitada años antes.
A la luz de la verdad histórica vemos con entusiasmo cómo la Santa Iglesia es verdadera, santa y verdadera madre de sus hijos. Porque se sobrepone a las pasiones humanas y aún les pone freno para evitar desórdenes de todo tipo. Por eso ordena la condena. No por condenar el movimiento de la tierra, eso está claro, sino en pro de la objetividad, por acallar las pasiones desatadas y acallar las polémicas y rivalidades que se habían encendido como hogueras a raíz del inconveniente giro que había tomado la cuestión. Era necesario estudiar, corroborar, todo por un camino científico y una vez constatado, proclamar con alegría y objetividad.
Debiendo haber sido ventilada en el ambiente astronómico, fue llevada al terreno teológico. Este fue el mal.
Como dirá uno de sus apologistas protestante, Mallet du Pau, "Galileo fue condenado no por buen astrónomo, sino por mal teólogo, y la Congregación del Santo Oficio, al hacerlo, estuvo en su perfectísimo derecho"
La condena de verdad
La condena, en consecuencia, fue ante todo teológica y secundariamente tocaba un aspecto científico, que no era su especialidad. Si llegó a errar en el aspecto científico no puede culparse a la Iglesia, ya que ni es el campo de su competencia ni era la esencia de la sanción.
Se condenaba no dogmáticamente. Se alertaba a la ciencia para que se mantuviese en su esfera. Basta ver cómo cuatro años después permitió la enseñanza del sistema de Copérnico. Por eso la Iglesia consintió y aún estimuló a la ciencia astronómica a explayarse sobre el tema hasta encontrar la verdad del asunto.
La ‘tortura’ que sufrió Galileo
Galileo llegó a Roma en 1611. Desde entonces no cesaron las aclamaciones, los homenajes, los agasajos. Nadie pensó en acusarle de herejía. El Purpurado romano no se componía más que de admiradores. El mismo Papa simpatizaba en sus aficiones y tenía gran afecto por él.
Una vez rota su promesa y engañados con la falsa aprobación fue llamado a Roma el 14 de febrero de 1633. El trato fue inusitado en gentilezas, respetos y atenciones especiales.
Se alojó cómodamente y con toda clase de consentimientos, en el Palacio del Embajador de Toscana.
La condena de la terrible Inquisición en vez de someterle a una prisión especial y cuidadosa de su persona determinó alojarle en el mismo Palacio donde vivía el fiscal del Santo Oficio, a sin de que estuviese cómodo y bien atendido. Su mesa fue provista espléndidamente por el Embajador de Toscana y la Inquisición pus a su disposición un criado personal para que lo atendiese permanentemente. A este fin se le concedió la habitación contigua.
Como Galileo protestase por lo dura que era esta medida, el cardenal Barberini - futuro Papa Urbano VIII - liberó al sabio bajo su propia responsabilidad y tras largos diez días después del ‘horrible’ interrogatorio, a fines de Abril, volvió a hospedarse en el Palacio de su amigo Embajador a esperar la condena definitiva y disfrutar de la primavera.
Pronunciado el fallo, la prisión se conmutó a vivir en el Palacio de su anfitrión, aunque como medida simplemente fue una pura fórmula. En realidad era para intimidar a los otros.
Llenado el objeto, Galileo Galilei se vio dueño de regresar a su patria. Sufrió tanto y quedó tan debilitado por el hambre y las torturas de los malvados inquisidores que decidió hacer a pie el camino de Roma a Viterbo a fin de disfrutar los aires cargados de perfumes de la primavera y de la generosa geografía.
¿Excedemos en ironía? Leamos la carta conservada en la Biblioteca Nacional de París. Es enero de 1634 y Galileo se dirige a un amigo con estas palabras:
"Hace ya muchos años que no he estado tan bien de salud como después de mi citación a Roma. He estado cinco meses detenido en prisión en casa del embajador de Toscana, quien me ha mimado y tratado, lo mismo que su esposa, con tan grandes pruebas de amistad, que no hubiesen podido hacer más con sus parientes más cercanos. Después de la expedición de mi causa, he sido condenado a una prisión facultativa al arbitrio de Su Santidad. Por algunos días fue el Palacio y el jardín del gran duque en trinidad del Monte. En seguida cambié esta residencia por la casa del señor arzobispo en Sena, donde he pasado, donde he pasado cinco meses en compañía del p. de Saint-Iré y en continuas visitas por parte de la nobleza de esta ciudad... no habiendo sufrido en modo alguno en las dos únicas cosas que pueden sernos queridas sobre todas las otras, quiero decir, en la vida y en el honor."
Galileo Galilei se retiró a su quinta de Arceti, donde el 8 de enero de 1642 muere a la avanzada edad de 78 años.
Como vemos, esta puede ser la mejor prueba de que las torturas del Santo Oficio no le dieron mucho que sufrir
Este es el galileo de la historia verdadera e imparcial, que, como se ve, dista mucho del retrato que nos presentan los novelistas y falsificadores de la historia.
