Conocí a Piedad, una mañana de invierno, una mañana de mucho frio antes de las Navidades cuando el director del laboratorio farmacéutico donde yo prestaba mis servicios laborales, me la presentó como nueva compañera de trabajo. Piedad era una chica hermosa y simpática de veinticinco años, con ambiciones y deseos de hacer muchas cosas. Era una de esas personas que solo al verla por primera vez mostraba dentro de su bondad, una envidiable y noble sinceridad.
La serenidad con la que hablaba, la luz que emanaba y su peculiar manera de manifestar su buen juicio, llamaron mi atención. Pronto hicimos buena amistad. Comíamos juntos con frecuencia en los comedores del Laboratorio y charlábamos tanto de los problemas laborales como sociales, abriéndonos de vez en cuando de par en par las puertas de nuestras pequeñas inquietudes espirituales.
Recuerdo un día bastante gélido que al abrigo de un reconfortante café nos defendíamos del frio en una cafeteria, me comentaba que hacia mucho tiempo que no encontraba una felicidad concreta en ese mundo que la rodeaba.
Con frecuencia esperaba ese determinado día que le proporcionara por este o aquel motivo alguna vivencia llena de alegría o de felicidad. Al final… todo terminaba fugazmente sin haber conseguido su ilusionante deseo.
Ella buscaba algo más que no fuera efímero ni que caducase ni pudiera envejecer. Algo que no solo se reflejara en su rostro sino en su corazón y en definitiva en su vida; y esto estaba convencida únicamente lo podría encontrar ofreciendo amor hacia los demás a través de una existencia dedicada a Dios.
Deseaba ardientemente tener claridad en ese sueño de realidades que le llevara a tener presencia de Dios y de este modo encontrar amor con esperanza de futuro y de vida eterna.
En su corazón y en su vida había encontrado el camino que hasta entonces desconocía; el camino de la oración ofrecida a Dios por toda la humanidad y el camino de entrega hacia todos aquellos que necesitaran de su ayuda, tal como lo pregonaba la madre Teresa de Calcuta que nos decia que aunque la piel se arrugara, el pelo se volviera blanco y los días se convirtieran en años, lo importante no cambiaba porque la fuerza y la convicción las obtenía de Dios.
Y de este modo quería deshacerse de esa vida que no le satisfacía y de la religión rutinaria para responder a Dios en forma personal. Estaba convencida de que su fe iba perdiendo sentido volviéndose monótona, rutinaria y aburrida y por eso la buscaba realizándose hacia los demás y hacia Dios como el corazón de ese amante que desea compartirlo todo con el amado, aunque este acto exija generosidad y a veces mortificación.
Estoy convencido que Piedad no buscaba a los demás en Dios, sino a Dios en los demás y por ello pensaba que había que dejar un poco el sagrario, que ya tendría tiempo en la eternidad para contemplarlo, y dedicarse más a atender al que sufre, clama y pide compasión por ser pisoteado.
Y así debió de ser, cuando, aquella inolvidable mañana en la que un sol suave como terciopelo dorado entraba por la ventana alegrando nuestro despacho de trabajo, me comunicó que había decido abandonar su trabajo actual para ofrecer sus servicios a una institución benéfica y trasladarse a ese lugar donde tantas personas necesitan ayuda en cualquier pais subderrrollado.
He de confesarme a mí mismo que aún conociendo los hermosos ideales de Piedad, me sorprendió la pronta decisión de realizar ese sueño que tan intensamente había elaborado en lo más profundo de un alma llena de amor.
Yo amé en silencio a Piedad como las madres aman a su hijo. Como se ama una flor que embellece un jardín. Como se ama un sueñó que despierta una ilusión. Corrí el riesgo de enamorarme de la persona, pero no caí en él. No buscaba yo cualquier gozo sino ese gozo humano que exigía el sentimiento y la comprensión.
A veces me preguntaba, si la imagen de una mujer se había manipulado tanto que no permitía que existiera una amistad auténtica entre un hombre y una mujer, cuando a veces me resultaba difícil expresar lo vivido durante treinta años de convivencia profesional con Piedad y rememorar aquellas charlas sinceras que en torno a un café manteníamos, cuando alguno de los dos necesitaba que aparecieran las adormecidas facciones del alma.
Ahora tengo casi setenta años y no es que esté concluída mi vida pero si posiblemente en su última fase. En cualquier caso hasta que expire mi vida siempre me acordaré de Piedad que llenaba mi vacio interior, como el que ama lo imposible y desea lo infinito.
Así las cosas, quiza hoy más que nunca bendigo el momento en que la conocí. No creo que a lo largo de mi vida en ningún momento deje de bendecirla ya que con ella comprobé que duradera o no la felicidad existe en el mundo.
Es posible, muy posibe, que todo siga igual. Sin embargo a partir de su marcha a la India, nada fue lo mismo.
La serenidad con la que hablaba, la luz que emanaba y su peculiar manera de manifestar su buen juicio, llamaron mi atención. Pronto hicimos buena amistad. Comíamos juntos con frecuencia en los comedores del Laboratorio y charlábamos tanto de los problemas laborales como sociales, abriéndonos de vez en cuando de par en par las puertas de nuestras pequeñas inquietudes espirituales.
Recuerdo un día bastante gélido que al abrigo de un reconfortante café nos defendíamos del frio en una cafeteria, me comentaba que hacia mucho tiempo que no encontraba una felicidad concreta en ese mundo que la rodeaba.
Con frecuencia esperaba ese determinado día que le proporcionara por este o aquel motivo alguna vivencia llena de alegría o de felicidad. Al final… todo terminaba fugazmente sin haber conseguido su ilusionante deseo.
Ella buscaba algo más que no fuera efímero ni que caducase ni pudiera envejecer. Algo que no solo se reflejara en su rostro sino en su corazón y en definitiva en su vida; y esto estaba convencida únicamente lo podría encontrar ofreciendo amor hacia los demás a través de una existencia dedicada a Dios.
Deseaba ardientemente tener claridad en ese sueño de realidades que le llevara a tener presencia de Dios y de este modo encontrar amor con esperanza de futuro y de vida eterna.
En su corazón y en su vida había encontrado el camino que hasta entonces desconocía; el camino de la oración ofrecida a Dios por toda la humanidad y el camino de entrega hacia todos aquellos que necesitaran de su ayuda, tal como lo pregonaba la madre Teresa de Calcuta que nos decia que aunque la piel se arrugara, el pelo se volviera blanco y los días se convirtieran en años, lo importante no cambiaba porque la fuerza y la convicción las obtenía de Dios.
Y de este modo quería deshacerse de esa vida que no le satisfacía y de la religión rutinaria para responder a Dios en forma personal. Estaba convencida de que su fe iba perdiendo sentido volviéndose monótona, rutinaria y aburrida y por eso la buscaba realizándose hacia los demás y hacia Dios como el corazón de ese amante que desea compartirlo todo con el amado, aunque este acto exija generosidad y a veces mortificación.
Estoy convencido que Piedad no buscaba a los demás en Dios, sino a Dios en los demás y por ello pensaba que había que dejar un poco el sagrario, que ya tendría tiempo en la eternidad para contemplarlo, y dedicarse más a atender al que sufre, clama y pide compasión por ser pisoteado.
Y así debió de ser, cuando, aquella inolvidable mañana en la que un sol suave como terciopelo dorado entraba por la ventana alegrando nuestro despacho de trabajo, me comunicó que había decido abandonar su trabajo actual para ofrecer sus servicios a una institución benéfica y trasladarse a ese lugar donde tantas personas necesitan ayuda en cualquier pais subderrrollado.
He de confesarme a mí mismo que aún conociendo los hermosos ideales de Piedad, me sorprendió la pronta decisión de realizar ese sueño que tan intensamente había elaborado en lo más profundo de un alma llena de amor.
Yo amé en silencio a Piedad como las madres aman a su hijo. Como se ama una flor que embellece un jardín. Como se ama un sueñó que despierta una ilusión. Corrí el riesgo de enamorarme de la persona, pero no caí en él. No buscaba yo cualquier gozo sino ese gozo humano que exigía el sentimiento y la comprensión.
A veces me preguntaba, si la imagen de una mujer se había manipulado tanto que no permitía que existiera una amistad auténtica entre un hombre y una mujer, cuando a veces me resultaba difícil expresar lo vivido durante treinta años de convivencia profesional con Piedad y rememorar aquellas charlas sinceras que en torno a un café manteníamos, cuando alguno de los dos necesitaba que aparecieran las adormecidas facciones del alma.
Ahora tengo casi setenta años y no es que esté concluída mi vida pero si posiblemente en su última fase. En cualquier caso hasta que expire mi vida siempre me acordaré de Piedad que llenaba mi vacio interior, como el que ama lo imposible y desea lo infinito.
Así las cosas, quiza hoy más que nunca bendigo el momento en que la conocí. No creo que a lo largo de mi vida en ningún momento deje de bendecirla ya que con ella comprobé que duradera o no la felicidad existe en el mundo.
Es posible, muy posibe, que todo siga igual. Sin embargo a partir de su marcha a la India, nada fue lo mismo.