Orwell y el Gran Hermano

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24 Enero 2001
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JOSÉ DE SEGOVIA

<CENTER>Orwell y el Gran Hermano</CENTER>

Este año se ha cumplido el centenario del nacimiento de George Orwell, autor de ensayos y novelas indispensables para descifrar el laberinto del siglo XX. Conciencia moral de una época atroz, este hombre entendió la libertad como “el derecho a decir a la gente lo que la gente no quiere oír”. Libros como 1984 o Rebelión en la granja supieron anticipar la denuncia de esa pesadilla del totalitarismo que representa el Gran Hermano, un poder cuya fuerza va más allá del Estado, ya que se basa en su completo dominio del lenguaje. Orwell se convierte así en uno de los grandes visionarios de la literatura de todos los tiempos al predecir que habrá una tiranía mayor que la del partido único. Es el poder de una opinión pública que hará que la verdad se mida por los índices de audiencia.


Orwell nunca esperó tener éxito. De hecho se pasó la vida dando por sentado su fracaso. Cuando murió de tuberculosis a los 46 años, escribió en su cuaderno de notas: “Literalmente no ha habido un solo día que no creyera que estaba perdiendo el tiempo”. Ascético y frugal, siempre se las ingeniaba para elegir la peor opción para su salud y comodidad. Vivía en casas destartaladas y húmedas, donde escribía encerrado en heladas habitaciones, fumando constantemente, a pesar de una grave lesión pulmonar, que le llevaría a la muerte. Llevaba en cierto sentido el fracaso como una especie de condecoración. Solía hablar orgulloso que de su mejor libro, que él creía que era el que escribió sobre la guerra civil española, no había llegado a vender ni mil ejemplares. Poco antes de venir a España escribió un poema en que decía que podría haber sido un vicario anglicano feliz hace doscientos años, pero que le habían tocado vivir tiempos malignos, por lo que no podía escapar a su maldición.

George Orwell se llamaba en realidad Eric Arthur Blair. Había nacido en la India en 1903, donde su padre trabajaba como funcionario británico para la supervisión del comercio del opio que había con China. Niño solitario, reservado y distante, tenía un espíritu algo espartano y masoquista. Aunque se esforzaba en el colegio, no podía evitar la sensación de estar siempre al borde del fracaso. Pasaba el tiempo rodeado de libros, pero pronto descubre que “estaba en un mundo donde era imposible ser bueno”, porque “la vida era peor, y yo más malvado de lo que había imaginado”. En su amargura odiaba a sus “benefactores” por hacer que se sintiera tan indigno, pero se odiaba también a sí mismo por odiarlos. Y en su silencio, aprendió a dudar de todo, incluso de las ideas de los escépticos que hacían las preguntas más inteligentes, porque dudaban de todo...

Su conducta era ciertamente contradictoria, pero es como si sintiera cómodo en la contradicción. Se proclamaba socialista, pero nunca dejó de discutir con el pensamiento de izquierdas. Se educó como becario en el centro aristocrático de Eton, pero le encantaba disfrazarse de vagabundo para dormir al raso y vivir en albergues de caridad. En 1922 se hizo policía en Birmania, pero abandona poco después la carrera, asqueado de todo lo que ha visto. Trabajaba como lavaplatos en París, cuando quería ser escritor, y su tía estaba dispuesta a ayudarlo. Se hace profesor en pequeños colegios y da clases particulares, cuando aborrece la educación privada. Es empleado de una librería de viejo, cuando prefiere ser tendero de ultramarinos, ya que “a una tienda la gente viene a comprar algo, a una librería va principalmente a molestar”. Era “un revolucionario que añoraba la vida de los tiempos anteriores a la Gran Guerra”, según su amigo Cyril Connolly. Pero sobre todo fue “un animal político”, dice. Ya que “no podía sonarse la nariz sin moralizar sobre las condiciones de la industria de los pañuelos”.

Sus sueños revolucionarios se estrellaron sin embargo en España. Pidió una recomendación al Partido Comunista Británico para venir a la guerra, pero a su secretario general le pareció “poco fiable políticamente”. Quiso alistarse entonces con las Brigadas Internacionales, pero acabó en Barcelona con el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), un pequeño partido trotskista, donde también llegó a trabajar su esposa en las oficinas. El futuro de la República le parecía entonces prometedor. Mientras paseaba por las Ramblas, le impresionaba el espíritu igualitario que reinaba en la ciudad. Parecía que se había fundado un auténtico Estado de trabajadores. Destinado en el frente de Aragón, una bala le atraviesa el cuello en 1937 y va a recuperarse en un sanatorio del POUM al borde del Tibidabo. Pero cuando quería ir a luchar a Madrid se encuentra de repente bajo el fuego, ya no del enemigo fascista, sino de sus aliados de la izquierda. No tardó en comprender que era más fácil entonces que una bala comunista le acertará, que una fascista. La locura reina esos primeros días de mayo en Barcelona.

Orwell siempre se había sentido confuso ante el “caleidoscopio de partidos políticos y sindicatos de siglas interminables (PSUC, POUM, FAI, CNT. UGT, JCI, JSU, AIT...)”, ya que “a primera vista parecía como si se hubiera abatido sobre España una plaga de siglas”. Había venido a España dispuesto a morir en combate contra el fascismo, pero ahora sentía peligrar su vida en medio de una absurda riña entre las distintas facciones de la izquierda. Cuando en junio de 1937 el POUM es declarado fuera de la ley y sus dirigentes son detenidos, no sólo Andreu Nin es torturado y asesinado, sino que muchos de aquellos militantes extranjeros son también encarcelados. El gobierno de la República empieza a tener para Orwell “más puntos de semejanza con el fascismo que puntos de diferencia”. Ya que “si fascismo significa supresión de la libertad política y la libre expresión, encarcelamiento sin juicio, etc., entonces el régimen español es fascista”. No es que “no sea mejor que el que el Franco imponga”, sino que “la diferencia es de magnitud, no de especie”.

En 1989 una estudiante británica descubrió en el Archivo Histórico Nacional de Madrid un documento en que la policía de seguridad de la República informa al Tribunal de Espionaje y Alta Traición de Valencia de las actividades de esos “conocidos trotskistas” que eran Orwell y su esposa, ordenando su inmediata detención. Los dos logran salvar la vida al estar Eric ausente del hotel la noche en que la policía entra en su habitación a buscar “pruebas”. Tras sobrevivir unos días en las calles, logran escapar con salvoconducto del consulado británico. Cuando regresan a Inglaterra, ninguno de sus compañeros de izquierdas puede creer que hubieran pasado semejante pesadilla. Las publicaciones para las que solía escribir se niegan a publicar sus artículos y el libro que escribió de Homenaje a Cataluña. La denuncia de esta realidad ha sido tanto tiempo silenciada en círculos de izquierdas en nuestro país, que ha tenido que ser de nuevo un director de cine británico de simpatías trotskistas como Ken Loach, el que haya llevado esta historia al cine en Tierra y libertad, provocando duras críticas de comunistas como Carrillo, que acusaron a la película de falsedad en un diario como El País.

La experiencia de España abrió los ojos a Orwell sobre esa realidad oscura que habita en las profundidades más ocultas del alma humana. Si su Rebelión en la granja no era sino una dura sátira sobre el cinismo en que se basa la pretendida democracia de aquellos que creen que “todos los animales son iguales, cuando algunos animales son más iguales que otros”, 1984 anuncia un mundo todavía más terrible. Ya que el Gran Hermano es alguien más que Napoleón o Stalin. El despreciado Goldstein ya no es simplemente Bola de Nieve/Trotski. El doble pensamiento que propugna Goldstein en ese texto prohibido en Oceanía que es su Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, es una forma de disciplina mental cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. Y eso no es nada nuevo, por supuesto. Todos lo hacemos.

La suprema encarnación del doble pensamiento en la novela es el funcionario del Partido Interior O´Brien, que seduce y traiciona al protagonista, Winston. Cree con total sinceridad en el régimen al que sirve, pero es a la vez un devoto revolucionario comprometido en la lucha para derrotarlo. Se considera una simple célula del gran organismo del Estado, cuando lo que destaca de él es su fascinante individualidad contradictoria. Esa disociación sale a luz con todo su dolor y desesperación en ese lugar llamado irónicamente Ministerio del Amor. Ese doble pensamiento es de hecho la base de los superministerios que dirigen Oceanía: el Ministerio de la Paz se encarga de la guerra, el de la Verdad cuenta mentiras y el del Amor acaba torturando o matando a todo aquel que considera una amenaza.

Estas son en definitiva las paradojas del sistema político que caracteriza la mayor parte de nuestras democracias. Nuestros Estados se hacen defensores de las libertades, cuando hay cada vez menos lugar para la libertad individual. Creemos en la tolerancia, pero cada vez somos menos tolerantes con aquel que no acepta nuestra idea de tolerancia. La figura de Orwell se nos antoja todavía la de un profeta sombrío, cuando lo cierto es que la realidad ha ido más allá de sus más oscuros vaticinios. Si él temía que nos privaran de la información, prohibiendo los libros, puede que no haga falta, porque sencillamente ya nadie va a querer leerlos. Si su miedo era que la verdad se nos ocultará, lo que pasa más bien es que se muere ahogada en un mar de trivialidades.

Vivimos en una cultura cautiva, pero no del dolor, sino del placer. No es lo que odiamos lo que nos arruinará, sino precisamente aquello que amamos, puesto que sufrimos la tiranía de nuestro incansable apetito de distracción. Gracias al entretenimiento del Gran Hermano hemos llegado a amar su opresión, admirar su técnica y negar nuestra capacidad de pensar. 1984 nos revela el uso dictatorial de la información para controlar las mentes, aunque la tiranía ya no la ejerce un dictador, sino un sinfín de controles mediáticos. Vivimos en la edad de la globalización de la información, por lo que nos creemos libres, cuando somos más esclavos que nunca. Hace poco el intelectual judío Steiner decía al recibir el Premio Príncipe de Asturias, tenemos todo el conocimiento del mundo a nuestra disposición por medio de internet, ¡ahora sólo nos falta la sabiduría para entenderlo!.

La verdadera sabiduría sin embargo viene del conocimiento que nos da la verdadera libertad. Jesús dice que la verdad nos hará libres (Juan 8:32). ¿Cuál es esa verdad?. No la opinión de la mayoría, que nos marca el Gran Hermano, puesto que la verdad no se determina por índices de audiencia. Jesús mismo dice que Él es el camino, la verdad y la vida (Jn. 14:6). Esa es la libertad que reclamamos los cristianos. “El derecho”, como decía Orwell, “a decir a la gente lo que la gente no quiere oír”.

José de Segovia Barrón es periodista, teólogo y pastor en Madrid.
© J. de Segova, I+CP, 2003. I+CP (www.ICP-e.org)

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Re: Orwell y el Gran Hermano

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MANUEL DE LEÓN

<CENTER>El otro conductor de masas</CENTER>

La cultura contemporánea nos ha enseñado a convivir con los conductores de masas. Las campañas electorales sacan a la palestra a líderes en cuyas venas se le insuflado el arte de persuadir como factor fundamental de la psicología de las masas. Este arte de convencer los demagogos de Atenas lo llamaban “entinema” porque actuaba sobre el “thymos”, el asiento de las pasiones. Esto de “timos” y “pasiones” me suena algo cuando vemos a los contrincantes políticos, ávidos de poder, ciegos y cargados de consignas de extraordinaria eficacia psicológica. La actividad mediática repite las mismas consignas para que se instalen en las zonas profundas del inconsciente y sean eficaces para la persuasión y la acción. Todo argumento puede ser empleado y falseado, todo sentimiento puede ser excitado y todo, para que el pueblo hierva y el enemigo se debilite.


El gran conductor de masas por antonomasia y que ha arrastrado generaciones de seres humanos tras sus pasos es el Jesús histórico. Pero Jesús no usaba de triquiñuelas psicológicas, no enardecía gritando y lanzando insidias. No acomodó sus manifestaciones externas al sistema establecido ni a la voluntad de la multitud.

Como dice Karl Kraus “el secreto del agitador consiste en hacerse tan necio como sus oyentes, para que estos crean que son tan inteligentes como él”. En el mismo sentido Napoleón decía: “He llevado a término la guerra de la Vandée haciéndome católico; me afiancé en Egipto haciéndome mahometano; me gané a los curas en Italia haciéndome ultramontano. Si tuviera que gobernar al pueblo judío, les dejaría construir el Templo de Salomón”.

Jesús, por el contrario, aparece para traer luz, ser verdad y vida desde la entrega personal que le llevó a la muerte. La cita de Lucas 12:49 “Fuego vine a echar en la tierra ; y ¿qué quiero sino que arda?.... Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo: No, sino disensión”, es el claro exponente de un vivir nada acomodaticio y ni siquiera utópico, sino enfrentado a la verdad del sentido de la vida y de Dios

El conductor de masas promete un futuro mejor. Muestra caminos de prosperidad con la ayuda de su ideario o su ideología y en su utopía, descrita con brillantes colores, intenta encubrir la insuficiencia propia y la de su sistema. Porque todos los sistemas no pueden suplir el papel de Dios, no pueden ser Dios, aunque parezcan una pseudoreligión o arranquen de un mito salvador.

Ahora es la época de la técnica. Se ofrecen avances técnicos a los pueblos y se les colorean nimbos que pueden ser adquiridos o al menos creados artificialmente por la propaganda; se llenan trenes de mejores vidas, pero cuando ese trono y ese nimbo tropieza con algo y titubea, las masas llegan a conocer la triste humanidad de ese dios de títulos altisonantes y el ídolo cae vertiginosamente. La masa olvida con la misma rapidez con la que se había entusiasmado. Por esta causa el otro conductor de masas, Jesucristo, no ha pasado de moda. Porque su mensaje no es ficción. El morir por amor como lo hizo Jesús, es algo que no se le ocurre, ni en sueños, ni al conductor de masas ni al seducido por este semidiós, porque no tienen madera de mártires.

Por esta causa hemos de tener mucho cuidado con las técnicas de control de las masas. No es que estemos en el umbral de control que describía Orwell, con aparatos que a modo de policía estén instalados en nuestras casas para recoger las palabras y la actividad familiar, pero si que tenemos radio, televisor y periódicos que pueden ser tan peligrosos como la bomba atómica. La bomba atómica puede matar el cuerpo, pero la técnica de la difusión, sea radiofónica o visual, pueden influir para que se arroje la bomba atómica. La máquina habla, repite, transmite e imprime sin sentido del valor y de la diferenciación y al final el hombre de las masas, el individuo solitario tendrá que enfrentarse con su realidad y dar el sentido a su vida desde el contexto espiritual.

Martín Buber ha insinuado que toda gran cultura ha sido en cierta medida una “civilización de diálogo”, de un renacimiento del diálogo. Presentar el mensaje de Cristo a las masas de hombres, también tiene que tener este ingrediente “el diálogo” porque la “masa solitaria” está perdida, sin posibilidad de salvación, metida en el laberinto de las relaciones técnicas y comerciales. El caminante solitario no tiene ninguna verdad, pero la verdad, decía Jaspers, la verdad comienza entre dos.


Manuel de León es escritor, historiador, y director de “Vínculo”
(revista de las Iglesias de Cristo de España).

© M. de León, Asturias, España.

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Re: Orwell y el Gran Hermano

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Sin importarle si esa dictadura es o no moral, según el historiador protestante Mario Escobar
Nuestra sociedad teme la libertad, y se somete a la dictadura de las mayorías


MADRID, 24-02-2004 (PD/ACPress.net).

En una entrevista, el historiador español Mario Escobar expone la presión que sufre el universitario cristiano en contra de su fe, y que en la sociedad actual existe un miedo a la libertad que “lleva a los hombres a escudar sus decisiones en la dictadura de las mayorías, sea o no moral.

Mario Escobar es historiador y escritor (“Felipe II: historia de una obsesión”, y una biografía de Martin Luther King). Además, dirige la revista de su denominación (Kerigma, de las Asambleas de Dios) y la publicación “Historias para el Debate”. También colabora semanalmente en la columna dominical “Mis historias” de Protestante Digital.

Preguntado en la entrevista semanal de Protestante Digital acerca del principal suceso histórico del siglo XX, respondió que en su opinión era “la ascensión de Hitler al poder. Entiende que es la expresión máxima del deterioro del mundo occidental. Que alguien tan mediocre domine una de las naciones más importantes de Europa y sólo pueda ser derrotado por el poder de las armas enemigas, indica el ocaso de la razón de la sociedad civilizada”. En este sentido, piensa que en la sociedad actual existe un miedo a la libertad que “lleva a los hombres a escudar sus decisiones en la dictadura de las mayorías, sea o no moral. Hay que obedecer, y esto es una herencia de los sistemas totalitarios, en los que la mayoría debe obedecer al dictador”.

Expone Escobar que la Universidad actual cree “que el cristianismo se cura con el conocimiento”, cuando es al contrario, que el verdadero cristianismo se apoya en el conocimiento a la vez que en la fe. También señala que en la Universidad de Historia es frecuente “mucha desinformación sobre el cristianismo protestante. Incluso dentro del profesorado. Por ejemplo, explica, en asignaturas sobre la realidad de América Latina el trato era muy peyorativo con los cristianos evangélicos o protestantes”. Esto es precisamente lo que le empujó a investigar sobre el protestantismo e iniciar una revista histórica a la vez que actual (Historia para el debate) que diese una perspectiva adecuada.

Para ver la entrevista completa (hasta el 1 de marzo de 2004) pueden encontrarla en www.protestantedigital.com/actual/entrevista.htm

Fuente: Protestante Digital. Redacción: ACPress.net

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Re: Orwell y el Gran Hermano



1 Pero con respecto a la venida de nuestro Señor Jesucristo, y nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, 2 que no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra, en el sentido de que el día del Señor está cerca. 3 Nadie os engañe en ninguna manera; porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, 4 el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios. 5 ¿No os acordáis que cuando yo estaba todavía con vosotros, os decía esto? 6 Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene, a fin de que a su debido tiempo se manifieste. 7 Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad; sólo que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea quitado de en medio. 8 Y entonces se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida; 9 inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, 10 y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. 11 Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, 12 a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia.
13 Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad, 14 a lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo. 15 Así que, hermanos, estad firmes, y retened la doctrina que habéis aprendido, sea por palabra, o por carta nuestra.
16 Y el mismo Jesucristo Señor nuestro, y Dios nuestro Padre, el cual nos amó y nos dio consolación eterna y buena esperanza por gracia, 17 conforte vuestros corazones, y os confirme en toda buena palabra y obra.
(2 Tes. 2.)

 
Re: Orwell y el Gran Hermano

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LA CONCIENCIA AMORDAZADA

Por Ignacio SÁNCHEZ CÁMARA/


CUANDO se elimina lo superior, ocupa su lugar lo inferior. El valor siente horror al vacío. Así, la moral viene a ser suplantada por una especie de ética pública destilada de la Constitución. Como si ésta no fuera sólo norma jurídica (si bien, suprema), y debiera convertirse en ley moral. Incluso hay quien encuentra en ella la solución de problemas científicos o filosóficos. Hoy, se pretende que todo lo que rebase esta «ética pública» debe ser relegado al ámbito de lo privado o, en los casos más feroces, a la prohibición, a las catacumbas. Y, sin embargo, la moral en su sentido genuino es, ante todo, personal: el deber y el ideal que cada día trae consigo. Luego cabe hablar de la moral de los sistemas filosóficos o religiosos y de la moral social. Pero los nuevos Licurgos y Solones no se conforman con ser legisladores jurídicos sino que aspiran a determinar la moral al dictado del principio de las mayorías. Mas, como este criterio es de suyo cambiante, la moral queda entonces reducida al resultado de este vaivén parlamentario. Lo que ayer era malo, hoy, con la nueva mayoría, pasa a ser bueno, para dejar mañana de serlo.

Y al cometer este torpe error de hacer de la voluntad de la mayoría criterio moral, se reduce el fundamento de la moral a la sociedad. Pero la moral, como enseñó Max Scheler, define ante todo una determinada relación valiosa de cada hombre con Dios y consigo mismo. El fenómeno moral no es esencial ni exclusivamente social. El núcleo de toda teoría ética es la doctrina del «orden jerárquico objetivo de los valores», y puede edificarse sin atender para nada a las relaciones del individuo con la comunidad. Como afirmó el filósofo alemán, «toda fundamentación social de la ética debe ser rechazada con el máximo rigor». Es decir, que el contenido de la moral es independiente de cualquier opinión social, por mayoritaria que pueda ser.

Pues si es un error, que puede conducir al totalitarismo, imponer la moral desde el Estado, cuando no es esa su función, también lo es, y también puede conducir al totalitarismo, pretender imponer el Derecho como moral, reduciendo ésta última a la voluntad de la mayoría, a la voluntad del Estado. Pretendiendo, en el mejor de los casos, evitar el primer error, los adoradores de la «ética pública» cometen el segundo. Menos mal que se les suele pasar cuando se encuentran en minoría política. Frente a su fanatismo demagógico, conviene recordar que la crítica de las leyes desde la perspectiva de la conciencia personal no sólo es un derecho, sino que también constituye un deber irrenunciable. Quienes pretenden acallar las voces críticas imponiendo la losa de una presunta ética pública (que suele, por cierto, identificarse, con el programa político de la mayoría o de la coalición gobernante) cometen un atropello a la democracia y, lo que es mucho peor, un atentado contra los derechos y deberes de la conciencia personal. Lo que en el fondo pretenden es la identificación de sus programas e intereses con la única moralidad válida. Como pueden mandar, pero no convencer (tener el apoyo de la mayoría no es lo mismo que convencer en el orden moral), quieren silenciar toda voz moral crítica y, en definitiva, amordazar las conciencias. Bueno y malo sería, para estos descarriados, lo que decide la mayoría parlamentaria. Como si la misión de los Parlamentos fuera discernir entre el bien y el mal moral. ¿Qué tiene que ver todo esto con la situación política española?, preguntará acaso un benevolente lector. Todo, absolutamente todo, le responderé. Esta tergiversación se encuentra en la base, por ejemplo, de los intentos del actual Gobierno por acallar «democráticamente» la palabra de la Iglesia Católica. Más que gobernar, se diría que aspiran a elaborar una nueva ley mosaica.

Fuente: http://www.abc.es/
 
Re: Orwell y el Gran Hermano

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VIGENCIA Y URGENCIA DE UN CLÁSICO

1984 + 60


Por Jeff Jacoby


El arranque de 1984 es uno de los más famosos de la literatura inglesa contemporánea: "Era un día de abril luminoso y frío, y los relojes marcaban la una". Su frase final es aún más célebre: "Amaba al Gran Hermano".



En junio cumplió 60 años esa novela brillante y amarga de George Orwell, que a pesar del paso de todo este tiempo conserva intacta su poder de conmoción. Su héroe es el decididamente antiheroico Winston Smith, un tipo débil y melancólico que vive en el policíaco, totalitario Estado de Oceanía, en el que gobierna el Partido –personificado por el Gran Hermano, cuya intimidatoria imagen está por todas partes– y la Policía del Pensamiento reprime sin contemplaciones el menor atisbo de disidencia. El Partido impone su voluntad a través de la ubicua vigilancia, la propaganda permanente y la aniquilación de todo aquel que, aun en la intimidad, se rebele contra la autoridad. Winston abraza esa forma de criminalidad al registrar secretamente su odio al Gran Hermano en un diario y, luego, al mantener un romance con una joven llamada Julia. Con el tiempo será detenido, interrogado, torturado y domesticado.

Mil novecientos ochenta y cuatro fue la advertencia de Orwell acerca de lo que puede pasar cuando un Estado disfruta de un poder omnímodo; una advertencia conformada con los horrores registrados en la Alemania nazi y la Unión Soviética, con su desprecio a la vida y la conciencia humanas, su culto a la personalidad, sus crueldades y engaños sin cuento. "No creo que el tipo de sociedad que describo llegue necesariamente a darse, pero sí (...) podría sobrevenir algo parecido", escribía Orwell al poco de dar su libro a la imprenta. "También creo que las ideas totalitarias han echado raíces en la mente de los intelectuales de todas partes, y he tratado de llevar esas ideas a sus consecuencias lógicas".

Orwell era un socialista convencido, e insistía en que Mil novecientos ochenta y cuatro no debía entenderse como un ataque al socialismo o a los partidos de izquierdas. De hecho, aunque la ideología imperante en Oceanía se llama Ingsoc ("socialismo inglés", en la neolengua allí hablada), los objetivos del Partido nada tienen nada que ver con la colectivización de la riqueza, ni con la creación del paraíso proletario ni con ningún otro objetivo socialista.

"El Partido busca el poder por el poder", le dice el funcionario O'Brien a Winston. "No nos interesa el bienestar de los demás; nos interesa únicamente el poder. Ni la riqueza ni el lujo ni una vida próspera ni la felicidad: sólo el poder, el poder sin límite... Sabemos que nadie ha llegado al poder con la intención de acabar renunciando. El poder no es un medio, es un fin. Uno no erige una dictadura con el fin de salvaguardar una revolución; uno hace la revolución para erigir una dictadura. El objetivo de la persecución es la propia persecución. El objetivo de la tortura es la tortura misma. El objetivo del poder es el poder. ¿Empieza usted a entenderme?".

Con independencia de que el pobre Winston lo entendiera o no, desde luego los que sí lo entendieron fueron los totalitarios de aquella hora (1949) y de las posteriores. El Pravda de Stalin hizo una crítica demoledora de Mil novecientos ochenta y cuatro por su presunto "desprecio al pueblo", mientras Masses and Mainstream, el órgano del partido comunista americano, en una reseña titulada "El gusano del mes" lo fustigaba por ser "carroña cínica", una "diatriba contra la raza humana". Ahora bien, en la mayoría del mundo libre fue enseguida aclamada y considerada un clásico. "Ninguna otra obra de esta generación –pudo leerse en el New York Times– nos ha hecho desear la libertad con más vehemencia ni rechazar la tiranía con más firmeza".

Incluso hoy es difícil pensar en una novela que pueda compararse a Mil novecientos ochenta y cuatro en su análisis de la mentalidad totalitaria. Orwell dio con las claves: el deseo insaciable de poder; el uso de la mentira masiva como sustituto de la verdad; la consideración de la libertad de pensamiento como algo delictuoso y enfermizo; la perversión del lenguaje; la manipulación flagrante de la historia; el uso de la tecnología para imposibilitar la intimidad; la represión de la sexualidad; sobre todo, la destrucción violenta de la identidad y la libertad individuales. "Si quiere una imagen del futuro –le dirá O'Brien a Winston es sometido a interrogatorio y tortura–, imagine una bota pateando un rostro humano... permanentemente".

Gran Hermano, Policía del Pensamiento, despersonalización, doblepensar...: no es casual que tantos términos acuñados por Orwell en estas páginas –por no hablar del propio término orwelliano– hayan pasado a formar parte de nuestro vocabulario, y que recurramos a ellos a la hora de hablar de la falta de libertad. Lamentablemente, Orwell murió, a los 46 años, apenas siete meses después de que viera la luz; pero, 60 años después, Mil novecientos ochenta y cuatro conserva intacta su fuerza, y su mensaje de alerta es más perentorio que nunca.


JEFF JACOBY, columnista de The Boston Globe/The New York Times.


Fuente:
http://www.libertaddigital.com/