Cuando el verano se hace tan agresivo con solazos violentos, como el que estamos padeciendo este año en España, deseas que llegue pronto el otoño, esa estación suave y sedante con el dorado y tibio sol de octubre. Pero si con los fuertes calores de agosto, esperas con toda ilusión la llegada de tu primer nieto, sin duda los rigores del verano son más llevaderos y anhelas que pronto llegue su nacimiento.
Y recuerdas aquel día del mes de noviembre cuando tu hija te anunciaba que esperaba un hijo que sería nuestro primer nieto. Y te resulta difícil olvidar el agradecimiento que todos enviamos a Dios, entendiendo que para nosotros sería como un tesoro, como un rayo de sol que Jesús nos enviaba, hecho niño.
Así las cosas, cuando ya estaban encima los calores, nos ha venido Alejandro y con su nacimiento nos llegó la luz que iluminó nuestro corazón y con ella la responsabilidad de ofrecer a Dios un alma nueva.
Atrás quedaban las interminables horas de espera en la sala del paritorio, Los nervios quemados por la dilatación lenta de la futura madre y la oración sencilla pero sincera dedicada a Jesús de Nazaret en la pequeña capilla del Hospital para que su ayuda no nos faltara.
Y ahora nos llegaba el abrazo unánime de alegría mutua entre la familia al conocer la gran noticia de su nacimiento, junto con la plegaria elevada hacia más arriba de las estrellas donde otra madre, María, nos enviaba con una sonrisa, su felicitación.
Sin embargo he de confesar, que ahora contemplando a mi nieto sonreír bien alimentado y rebosante de cariño y atenciones, me acuerdo mucho más de esos otros niños que pasan hambre y sufren toda clase de carencias fundamentales.
Mi conciencia me atormenta ahora mucho más, ante noticias que a diario nos hablan los medios de comunicación, sobre niños que mueren de hambre, de frío y de enfermedades, solo por haber cometido el “pecado” de nacer en países pobres o subdesarrollados.
Criaturas, que también son hijos de Dios, que son abandonados en hospitales por sus propias madres biológicas a la espera de que éstas decidan recogerlos o darlos en adopción.
Niños desnutridos con caras de una terrible tristeza que pasan los días solos, sin que nadie les hable ni les abrace. Sin nadie que les acune o que les acaricie. Niños que a veces mueren de pena, en el más grande de los silencios. Y esto es terrible; porque si la muerte siempre es terrible, la de un niño es todavía mucho más terrible, como recientemente ha sucedido con Gionnavita.
Por todo esto junto a mi primer nieto, ha nacido en mi corazón nuevos sentimientos hacia esos angelícos que Dios nos envía desde el cielo, llenos de alegría, de amor…de pureza; angelicos inocentes, portadores de un mensaje de paz para construir un mundo mejor en el que todos estemos unidos compartiendo todo lo que Dios nos envía a través de la propia naturaleza. Un mundo que luche contra el hambre, la discriminación, el odio la envidia y el rencor, que nos haga vivir en paz para lograr que el reino de Dios nos llegue a todos por igual.
Para conseguir todo esto, la respuesta… está en todos y en cada uno de nosotros.
Y recuerdas aquel día del mes de noviembre cuando tu hija te anunciaba que esperaba un hijo que sería nuestro primer nieto. Y te resulta difícil olvidar el agradecimiento que todos enviamos a Dios, entendiendo que para nosotros sería como un tesoro, como un rayo de sol que Jesús nos enviaba, hecho niño.
Así las cosas, cuando ya estaban encima los calores, nos ha venido Alejandro y con su nacimiento nos llegó la luz que iluminó nuestro corazón y con ella la responsabilidad de ofrecer a Dios un alma nueva.
Atrás quedaban las interminables horas de espera en la sala del paritorio, Los nervios quemados por la dilatación lenta de la futura madre y la oración sencilla pero sincera dedicada a Jesús de Nazaret en la pequeña capilla del Hospital para que su ayuda no nos faltara.
Y ahora nos llegaba el abrazo unánime de alegría mutua entre la familia al conocer la gran noticia de su nacimiento, junto con la plegaria elevada hacia más arriba de las estrellas donde otra madre, María, nos enviaba con una sonrisa, su felicitación.
Sin embargo he de confesar, que ahora contemplando a mi nieto sonreír bien alimentado y rebosante de cariño y atenciones, me acuerdo mucho más de esos otros niños que pasan hambre y sufren toda clase de carencias fundamentales.
Mi conciencia me atormenta ahora mucho más, ante noticias que a diario nos hablan los medios de comunicación, sobre niños que mueren de hambre, de frío y de enfermedades, solo por haber cometido el “pecado” de nacer en países pobres o subdesarrollados.
Criaturas, que también son hijos de Dios, que son abandonados en hospitales por sus propias madres biológicas a la espera de que éstas decidan recogerlos o darlos en adopción.
Niños desnutridos con caras de una terrible tristeza que pasan los días solos, sin que nadie les hable ni les abrace. Sin nadie que les acune o que les acaricie. Niños que a veces mueren de pena, en el más grande de los silencios. Y esto es terrible; porque si la muerte siempre es terrible, la de un niño es todavía mucho más terrible, como recientemente ha sucedido con Gionnavita.
Por todo esto junto a mi primer nieto, ha nacido en mi corazón nuevos sentimientos hacia esos angelícos que Dios nos envía desde el cielo, llenos de alegría, de amor…de pureza; angelicos inocentes, portadores de un mensaje de paz para construir un mundo mejor en el que todos estemos unidos compartiendo todo lo que Dios nos envía a través de la propia naturaleza. Un mundo que luche contra el hambre, la discriminación, el odio la envidia y el rencor, que nos haga vivir en paz para lograr que el reino de Dios nos llegue a todos por igual.
Para conseguir todo esto, la respuesta… está en todos y en cada uno de nosotros.