MIS ORACIONES CON MARÍA
Hace tiempo que deseo escribir algo relacionado con una conversación mantenida con una amiga, con la cual comparto la fe en el Señor Jesús —Mesías— pero sostengo diferencias sobre otros temas, ya que ella pertenece a la Iglesia Evangélica Bautista mientras yo soy católico romano.
El motivo de aquella charla radicaba en que no entendía —y mucho menos aceptaba— que yo pudiese «orar a la Virgen María», hecho que me recriminaba pues había advertido que tenía en mi poder un rosario, con el cual —dicho sea de paso— rezaba sólo esporádicamente, dado que como lo he reconocido en muchas oportunidades soy bastante “hereje”, y no solía hacerlo mucho que digamos.
Es cierto, TOTAL Y ABSOLUTAMENTE CIERTO, que SÓLO DIOS, el Eterno, el Padre Celestial es quien concede lo que le pidamos, y también el destinatario ÚNICO Y REAL de todas nuestras oraciones.
Asimismo es real que ÚNICAMENTE DIOS es quien resulta ser merecedor de nuestra adoración.
También ES VERDAD que nosotros tenemos un ÚNICO MEDIADOR frente al Padre Celestial, que es Jesús, el Cristo.
Pero entonces; si realmente yo creo en todo eso, ¿cuál es el motivo por el que considero valedero continuar “rezándole a María”?
En ese sentido, además del aspecto al que llamaría la FE que tengo con relación a la Virginidad de María, y sobre el cual resultará difícil que nos pongamos de acuerdo, y el profundo afecto que con el correr de los años he adquirido hacia la madre de Jesús, existe otra razón relativamente simple que trataré de explicarles en pocas palabras, sin pretender con las mismas convencer a nadie, sino sólo aclarar mi posición.
Según relata el Evangelio de Juan, durante las “bodas de Caná” María “le saca de prepo” a Jesús el primer milagro que, por lo menos públicamente, realiza su hijo: convertir el agua en vino.
Para poder ilustrar mejor la idea que intento desarrollar, resulta conveniente recordar aquí, al menos en lo esencial, ese episodio que relata la Biblia:
“Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino». Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? mi hora no ha llegado todavía». Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga». Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación ...” (Jn.2,3-6).
Deseo llamar la atención en la parte final del pasaje trascripto, donde podemos advertir que, conforme lo que nos recuerda el mencionado apóstol, María ni siquiera se pone a discutir con su hijo.
Efectivamente; no intenta explicarle los motivos por las cuales ella se preocupaba por lo acontecido, y que la llevaba a tratar de ayudar a sus anfitriones —o a los novios— evitándoles el bochorno que sin duda deberían afrontar, al advertir los invitados que escaseaba la bebida.
Tampoco le recrimina nada con respecto a lo que podríamos considerar —al menos— una actitud “poco amable” de Jesús, cual fue ese intentar desentenderse de los problemas que podrían plantearse en la boda a la cual habían sido invitados.
Incluso es interesante advertir, que el convite había sido extensivo a los discípulos de Jesús (Jn.2,2) los cuales seguramente habían consumido una parte del vino que ahora faltaba.
Y al respecto resulta posible pensar, que ellos no formaban parte del grupo de invitados originalmente previsto por los novios o sus padres.
En efecto; a una boda son invitados los parientes y los amigos. Pero normalmente no se hace extensiva esa invitación a las “amistades” de los convidados.
Sabemos perfectamente que Jesús hacía muy poco que había entrado en contacto con sus discípulos, y que estos no sabían absolutamente nada de Él antes de su “llamado”, por lo cual resulta difícil pensar que la familia de los contrayentes los conocieran previamente.
Es decir, que estimo como muy probable el que Jesús hubiese manifestado que prefería no ir al convite (para no dejar solos, no “abandonar” a sus discípulos) y que para evitar eso, los novios le hubiesen dicho que concurrieran todos al festejo de la boda, circunstancia que generó un consumo de vino mayor al originalmente previsto.
Y de haber sido así, no resulta demasiado aventurado pensar, que la preocupación de María también podía tener como fundamento el “agregado” de los amigos de su hijo, cuya presencia inesperada en el festejo bien pudo haber sido una de las causas que originaron la falencia en la provisión de licor, que el maestro de sala había advertido.
Ninguna discusión o reproche. Ningún intento de modificar la opinión de Jesús.
Nada de eso.
María simplemente se dirige a los sirvientes diciéndoles:
«hagan lo que Él les diga», es decir, que simple y sencillamente DA POR HECHO QUE JESÚS LE HARÍA CASO.
Conforme podemos comprobarlo a través de ese relato bíblico, no resulta para nada complicado afirmar entonces, que María tenía “alguna” (en realidad, yo diría que MUCHÍSIMA) influencia sobre su hijo.
Y resulta muy difícil albergar dudas al respecto, según es posible corroborarlo continuando con la lectura del mencionado relato.
En efecto; pese a que Jesús había sido realmente muy claro, no sólo en el sentido de que
«su hora no había llegado aún», sino también con respecto a que esa situación era ajena por completo a ellos, dado que afirmó
«¿qué tenemos que ver nosotros?», sin embargo HACE LO QUE LE REQUIERE SU MADRE, solucionando el problema que se había originado.
Pues bien; sea que Jesús se hubiese condolido finalmente de la situación planteada en la boda, sea que no hubiese querido dejar desairada a María, la cuestión es que ACTUÓ CONFORME ELLA SE LO PEDÍA, aún cuando “no era su voluntad” hacerlo.
Pues bien; siendo así, no veo cuál puede ser el motivo que me impida a mí, “aprovecharme” de contar con SEMEJANTE INFLUJO.
Obviamente alguno podrá pensar, que ese “poder” o influencia se mantuvo sólo durante la vida de María, y que su función de madre habría desaparecido hace ya casi 2.000 años y que actualmente no existiría.
Sin embargo pienso que de forma alguna es así, y que María mantiene intacto ese “poderoso ascendiente” sobre Jesús.
Es más; creo que lo incrementó a lo largo de su vida, fundamentalmente al pie de la Cruz, e incluso posiblemente más aún después de su “muerte o dormición”, momento a partir del cual ella pudo comprender con mayor precisión, no sólo el Misterio de la Encarnación y el papel que le cupo a ella dentro de tal plan divino, sino también las grandes debilidades que tenemos nosotros —simples seres humanos “comunes y corrientes”— que transitamos por el mundo afectados por la influencia negativa del “pecado original”.
Y también estoy absolutamente convencido que está a nuestro alcance el poder utilizar la gran influencia que María posee sobre Jesús.
Y pienso de esa forma porque CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS, es decir, porque creo que de una manera “mística, misteriosa, espiritual” (o como prefieran llamarla) TODOS LOS CRISTIANOS, vivos y muertos, formamos UNA UNIDAD a la que llamamos Iglesia.
Y tal creencia la sostengo a partir de varios textos bíblicos que hacen referencia a esa particular situación.
El primero está constituido por las propias palabras del Señor cuando afirmó:
«Yo soy la vid y vosotros los sarmientos» (Jn.15,4-5) lo cual muestra a las claras que fue el propio Jesús quien señaló, que existe una “unidad” entre los cristianos que depende directamente del Él.
Asimismo, que la “cabeza” de esa comunidad es precisamente el Señor, y la existencia de ese “Cuerpo Místico” por Él originado surge también —y con absoluta claridad— de las palabras de Pablo, al afirmar que «
Cristo es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia» (Col.1,18).
Por otra parte contribuyen mucho al respecto las enseñanzas de dicho Apóstol, sobre todo las que surgen del capítulo 12 de la Primera Epístola a los Corintios donde enseña:
«que todos los miembros sean mutuamente solidarios. ¿Un miembro sufre? Todos los demás sufren con él. ¿Un miembro es enaltecido? Todos los demás participan de su alegría.» (1Cor.12,25-26).
En realidad cabe decir, para avalar mi pensamiento en tal sentido, que todo ese Capítulo de la Primera Epístola a los Corintios —que no transcribo por ser algo extenso, pero cuya lectura recomiendo especialmente, ya que es muy conveniente para comprender lo que he señalado como la “Comunión de los Santos”— nos está indicando expresamente la existencia de una unidad —real e indisoluble— entre los cristianos.
Y siendo eso así, si realmente admitimos la existencia de la COMUNIÓN DE LOS SANTOS, no alcanzo a comprender cuál es el motivo que nos impida, a quienes estamos en el “MÁS ACÁ”, requerir el apoyo de los que están en el “MÁS ALLÁ”.
Sobre todo de alguien como María, la madre del Señor Jesús, que como lo he dicho antes ha demostrado sobradamente tener “bastante peso” en las decisiones de su hijo.
A lo largo de nuestras vidas todos tenemos experiencias similares, ya que en más de una oportunidad, cuando queremos obtener un resultado positivo en algo que nos interesa, debemos requerir a alguien que nos ayude.
Tal es, por ejemplo, el caso de los chicos, que suelen pedirle a su madre que obtenga el “perdón del viejo” por algo que hizo mal, un permiso para salir, u otras cosas por el estilo.
O, simplemente, cuando le solicitan que sea ella quien actúe de “intermediario”, suministrándole al “malo” del padre la “terrible noticia” de haber desaprobado una materia, o haber sido merecedor de alguna amonestación.
Los católicos de vez en cuando oramos a María con “el Salve” (que, como es un poco más extenso que el popular “Ave María”, no lo usamos tanto) oración en la cual decimos: «Señora, abogada nuestra» expresión de la cual surge con absoluta claridad el sentido que deben tener las plegarias que dirigimos al Padre Celestial “con su apoyo”, pues le estamos pidiendo expresamente que actúe frente a Él como “nuestra abogada”, es decir, que le presente de la mejor forma posible a su Hijo nuestro caso (nuestras peticiones) a fin de que Éste, a su vez, lo eleve al Padre Celestial.
Tal vez me podrán decir que no es la actitud “ideal”, y que deberíamos intentar aprender a “arreglárnoslas solos”. Pero como es realmente muy difícil asegurar qué es “lo perfecto”, sinceramente no veo “tan mal” la cosa de “orarle a María”, o mejor dicho, como suelo decir yo, «orar al Padre CON MARÍA», ya que cuando lo hago únicamente pretendo “asociarla” a ella en mis peticiones.
Por eso es que me atrevo a pedir la condescendencia de mis hermanos de las Iglesias Reformadas para que analicen esa posibilidad que les he planteado, a fin de que podamos continuar en la búsqueda de caminos de coincidencia, en lugar de perpetuar el acentuar las diferencias que nos separan, para que, por ese medio, tal vez algún día —y merced a la Gracia— nos encontremos en algún punto que nos permita acercarnos a esa unidad que anhela el Señor (Jn.17,11 y 23).
Cordiales saludos. MARANA-THA
Mario