“El viene a preparar el camino del Señor. Esto es lo que afirma la cita de Isaías (40 1-5). Y Juan que estaba en el medio del desierto cuando recibe la palabra de Dios grita ¡que viene Dios, preparadle el camino! Después abandona el desierto y recorre la comarca del Jordán predicando a las gentes para que se convirtieran y se bautizaran para que le fueran perdonados sus pecados.
Así las cosas he de entender que Dios se vale de estos hombres para llamarnos a la conversión y he de preguntarme ¿Cómo ha llegado esa Palabra hasta mí? Debo mi vida y mi salvación a aquellos que me anunciaron el evangelio y sin embargo no noto demasiado aprecio hacia ellos.
Y por otra parte pienso humildemente que también conmigo cuenta el Señor para preparar su camino hacia otros hombres y mujeres aunque me pregunte si efectivamente estoy abierto a que me dirija su palabra en medio de mi desierto. Él cuenta conmigo, pero… ¿le escucho yo?
Estoy plenamente convencido de que tampoco puedo “dormirme en los laureles” y debo vivir realmente en ese evangelio en el que he creído y que me tranquiliza fácilmente mi condición de cristiano, aún cuando existen pecados que dificultan esta evangelización como el de esa arrogancia que a veces los cristianos poseemos considerándonos “los buenos” y mirando por encima del hombro a los demás que catalogamos como “los pecadores”.
Está claro, se trata –como dice Isaías- de “allanar, de enderezar, de preparar caminos” de rectitud y de justicia; itinerarios donde el amor sea posible.
He de “elevar valles” y “rebajar montañas y colinas”; unos tan encumbrados y otros con tan poca autoestima; unos tan llenos y otros con tantas carencias. Se trata de “ver”, de mirar de otro modo… es cuestión de “ver a Dios entre nosotros”.
Debo liberarme para salir con Juan al desierto:
Desierto de las cosas, de los objetos, de las acumulaciones… de las posesiones.
Desierto de los aplausos, de la fama, del prestigio, de las alturas…
Desierto de las seguridades y de las verdades absolutas.
No he de contentarme con “ver cosas”. He de abrir los ojos hacia Dios que viene a liberarme de mis esclavitudes, que ha de comprometerme y exigirme colaboración con el deseo de liberarme de mis propias cadenas.
Así las cosas he de entender que Dios se vale de estos hombres para llamarnos a la conversión y he de preguntarme ¿Cómo ha llegado esa Palabra hasta mí? Debo mi vida y mi salvación a aquellos que me anunciaron el evangelio y sin embargo no noto demasiado aprecio hacia ellos.
Y por otra parte pienso humildemente que también conmigo cuenta el Señor para preparar su camino hacia otros hombres y mujeres aunque me pregunte si efectivamente estoy abierto a que me dirija su palabra en medio de mi desierto. Él cuenta conmigo, pero… ¿le escucho yo?
Estoy plenamente convencido de que tampoco puedo “dormirme en los laureles” y debo vivir realmente en ese evangelio en el que he creído y que me tranquiliza fácilmente mi condición de cristiano, aún cuando existen pecados que dificultan esta evangelización como el de esa arrogancia que a veces los cristianos poseemos considerándonos “los buenos” y mirando por encima del hombro a los demás que catalogamos como “los pecadores”.
Está claro, se trata –como dice Isaías- de “allanar, de enderezar, de preparar caminos” de rectitud y de justicia; itinerarios donde el amor sea posible.
He de “elevar valles” y “rebajar montañas y colinas”; unos tan encumbrados y otros con tan poca autoestima; unos tan llenos y otros con tantas carencias. Se trata de “ver”, de mirar de otro modo… es cuestión de “ver a Dios entre nosotros”.
Debo liberarme para salir con Juan al desierto:
Desierto de las cosas, de los objetos, de las acumulaciones… de las posesiones.
Desierto de los aplausos, de la fama, del prestigio, de las alturas…
Desierto de las seguridades y de las verdades absolutas.
No he de contentarme con “ver cosas”. He de abrir los ojos hacia Dios que viene a liberarme de mis esclavitudes, que ha de comprometerme y exigirme colaboración con el deseo de liberarme de mis propias cadenas.