QUINTO DOMINGO DE CUARESMA
“Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama así mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también está mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará” (Jn. 12, 20-33).
Me gustaría ver a Jesús, como los griegos del evangelio, le dicen a Felipe, para una vez consultado con Jesús, recibir la respuesta desconcertante “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn.14, 8-9).
Esta claro, este “ver” de ahora es misterioso, porque es la hora del Maestro, de la fama, del éxito, de la popularidad, de la gloria, del triunfo.
Es la hora del grano de trigo, en el sentido de que Jesús debe pasar por la muerte para que su obra sea eficaz, igual que el grano de trigo; es la hora del amor que se pierde y no lo encontramos; la hora de la cosecha, de la ocultación y de la fecundación.
Y así mismo también es la hora de la glorificación y del amor en la Cruz de Jesús, modelo de amor, en ese abrazo fuerte con el que se une a la naturaleza humana, sabiendo que todo lo negativo en el mundo, toda traición, toda violencia, todo poder, ceden, frente a la fuerza del amor.
Sobre la cruz, Jesús no reivindica otra gloria más que la del amor. Por eso es la hora de la máxima revelación que permite “ver” lo nunca visto: La gloria del amor crucificado.
Tengo que preguntarme, en soledad y en silencio:
¿Qué hora estoy viviendo como persona y como Iglesia?
¿Qué me exijo yo con relación a entregar mi amor a los demás?
¿Me entrego; en que forma, con quien, en que servicio concreto?
Podría reflexionar con la oración de San Francisco ante el Crucificado:
¡Oh. Alto y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta, caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento.
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“Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama así mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también está mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará” (Jn. 12, 20-33).
Me gustaría ver a Jesús, como los griegos del evangelio, le dicen a Felipe, para una vez consultado con Jesús, recibir la respuesta desconcertante “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn.14, 8-9).
Esta claro, este “ver” de ahora es misterioso, porque es la hora del Maestro, de la fama, del éxito, de la popularidad, de la gloria, del triunfo.
Es la hora del grano de trigo, en el sentido de que Jesús debe pasar por la muerte para que su obra sea eficaz, igual que el grano de trigo; es la hora del amor que se pierde y no lo encontramos; la hora de la cosecha, de la ocultación y de la fecundación.
Y así mismo también es la hora de la glorificación y del amor en la Cruz de Jesús, modelo de amor, en ese abrazo fuerte con el que se une a la naturaleza humana, sabiendo que todo lo negativo en el mundo, toda traición, toda violencia, todo poder, ceden, frente a la fuerza del amor.
Sobre la cruz, Jesús no reivindica otra gloria más que la del amor. Por eso es la hora de la máxima revelación que permite “ver” lo nunca visto: La gloria del amor crucificado.
Tengo que preguntarme, en soledad y en silencio:
¿Qué hora estoy viviendo como persona y como Iglesia?
¿Qué me exijo yo con relación a entregar mi amor a los demás?
¿Me entrego; en que forma, con quien, en que servicio concreto?
Podría reflexionar con la oración de San Francisco ante el Crucificado:
¡Oh. Alto y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta, caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento.
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