A Jesús que es un educador, no le basta con enseñar a sus seguidores, sino que les exige cooperar en su propio trabajo.
Por ello a sus apóstoles, que hasta ahora actuaban a su lado, deben proclamar su fe y obrar curaciones como su Maestro, expresando en forma sencilla lo que han descubierto del Reino de Dios.
Sus discípulos que han escuchado sus enseñanzas en parábolas y presenciado sus milagros, deben ser los primeros en creer lo que proclaman confiando en el Padre, sin acobardarse en el momento de predicar, sino siendo conscientes de su misión y de su poder.
Y por eso les envía que vayan delante de él de dos en dos, para que su palabra no sea la de un hombre solo, sino que sea la expresión de un grupo unido en un mismo proyecto. También les pide que se fijen en una casa y que se hospeden en una familia para predicar su conversión. Que expulsen demonios y que curen enfermos administrándoles aceite, que era lo que aquel tiempo se usaba como remedio.
Así sucede, que posiblemente en mi forma de actuar me estoy perdiendo en diálogos, conjeturas y no parto nunca por el camino que me lleva a seguir a Jesús de Nazaret. Que no vivo preocupado por poner de manifiesto que la fuerza de la fe está en el evangelio y no en mí y de este modo transmitir con fidelidad la palabra de Dios para servir a los hermanos dándoles ese amor que libera, sana y salva a todos.
Para esto, tendré que reflexionar y poniéndome en presencia de Dios y hacerme algunas preguntas:
¿Cómo he de realizar la misión que Dios me ha encomendado?
¿Sobre quienes han de recaer esa misión?
¿Con que medios espirituales y raíces evangélicas cuento para hacerla?
Ante esto, me viene a la memoria aquella célebre frase del cardenal J. H. Newman, cuando decía…
“Resplandece a través de mí y sé en mí, para que todas las almas que me rocen sientan tu presencia en mi alma”.
Por ello a sus apóstoles, que hasta ahora actuaban a su lado, deben proclamar su fe y obrar curaciones como su Maestro, expresando en forma sencilla lo que han descubierto del Reino de Dios.
Sus discípulos que han escuchado sus enseñanzas en parábolas y presenciado sus milagros, deben ser los primeros en creer lo que proclaman confiando en el Padre, sin acobardarse en el momento de predicar, sino siendo conscientes de su misión y de su poder.
Y por eso les envía que vayan delante de él de dos en dos, para que su palabra no sea la de un hombre solo, sino que sea la expresión de un grupo unido en un mismo proyecto. También les pide que se fijen en una casa y que se hospeden en una familia para predicar su conversión. Que expulsen demonios y que curen enfermos administrándoles aceite, que era lo que aquel tiempo se usaba como remedio.
Así sucede, que posiblemente en mi forma de actuar me estoy perdiendo en diálogos, conjeturas y no parto nunca por el camino que me lleva a seguir a Jesús de Nazaret. Que no vivo preocupado por poner de manifiesto que la fuerza de la fe está en el evangelio y no en mí y de este modo transmitir con fidelidad la palabra de Dios para servir a los hermanos dándoles ese amor que libera, sana y salva a todos.
Para esto, tendré que reflexionar y poniéndome en presencia de Dios y hacerme algunas preguntas:
¿Cómo he de realizar la misión que Dios me ha encomendado?
¿Sobre quienes han de recaer esa misión?
¿Con que medios espirituales y raíces evangélicas cuento para hacerla?
Ante esto, me viene a la memoria aquella célebre frase del cardenal J. H. Newman, cuando decía…
“Resplandece a través de mí y sé en mí, para que todas las almas que me rocen sientan tu presencia en mi alma”.