Mi conversión

22 Enero 2001
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Gracias doy al Dios Todo-Poderoso, que en Su misericordia nunca nos deja de Su mano y nos guía en el camino conforme el beneplácito de Su voluntad.

Quiero empezar por dar mi testimonio:
Un día del mes de enero de 1.989, entré en el bazar de un creyente para adquirir varios regalos navideños para la familia y la conversación derivó en el tema de los judíos, porque tenía varios menorot (candelabros de siete brazos), y en aquel tiempo yo era tesorero de la Asociación de Amistad Asturias-Israel.
Cuando le hice saber éste último detalle me dijo que esa circunstancia tenía que serme de bendición, y al despedirnos me obsequió con un ejemplar del Nuevo Testamento y varios tratados.

Seguí visitándole esporádicamente en las sucesivas semanas con el pretexto de realizar sucesivas compras, pero en realidad para seguir escuchando más sobre la Palabra y su peculiar estilo de interpretación.

Tengo que decir que la Biblia siempre había atraído mi atención desde la niñez, en casa de mis padres había un ejemplar de la versión Nacar Colunga y nunca me habían impedido el aceso a su lectura, cuando quería consultar sobre algún tema de religión, asignatura que por ser la más preferida, era la única que me había proporcinado las únicas satisfaciones obtenidas en mi maltrecho expediente escolar.

Años despues, en 1.974, conocí a Fernando B. en la pandilla estudiantil de la que formaba parte en mis años de universidad, y algo notaba en él diferente de los demás, sensación que ví confirmada al conocer a sus padres. Esta diferencia consistía en que yo percibía que ellos tenían “algo” que los demás no tenían, y aunque yo no sabía lo que era, tenía deseo de tenerlo, pero no sabía cómo se podía obtener.

Luego la vida separó nuestros caminos, en enero de 1.978 fui “secuestrado por el Estado” (Servicio Militar) y recuerdo que al rellenar la casilla “Religión”, sentí que me repugnaba poner la palabra “católico” porque había vivido la hipocresía del clero romanista, había sido expulsado de cuatro colegios de Jesuítas, recuerdo el daño sicológico y moral recibido a través del confesonario y la doble moral por la que se regían estos “representantes de Cristo”. Ateo no me atreví a ponerlo, aunque muchas veces había blasfemado el Santo y Bendito Nombre e incluso Lo había negado de palabra, pero consignarlo por escrito... Un temor reverente me impedía llegar hasta ese extremo. Evangélico... Sí me hubiera gustado ponerlo, el recuerdo de la familia B., su manera de ser, me estimulaba a ello, pero había un problema: Que ignoraba lo que era ser evangélico, nunca había asistido a una iglesia evangélica, nunca había hablado del tema para saber de qué se trataba y si lo ponía, seguro que el capellán militar o algún otro oficial me llamaría para interrogarme sobre el asunto y ¿qué podía responder?.
Así que por fín cubrí la casilla con la palabra que me pareció mejor: CRISTIANO.
También recuerdo que en la vida cuartelera sufrí un arresto de siete días en Prevención, y el primer día de arresto le pedí a un compañero que salía de paseo a Valencia, después de entregarle cierta cantidad de dinero, que me comprara una Biblia. Me trajo una Nacar Colunga y me pasé el resto del arresto leyendo el Libro de los Salmos.

En los años siguientes me abandoné totalmente en una vida hedonista y agnóstica y un vivir totalmente de espaldas a Dios hasta el extremo de no acudir a Él en demanda de ayuda aquel 13 de agosto de 1.985 que me ví en trance de morir ahogado cuando quedé atrapado en el agua bajo el peso de una embarcación volcada. Practicaba el buceo autónomo en aguas de Mallorca con un grupo de alemanes y al regresar de la inmersión, al ganar una playa de lecho rocoso en medio de una marejadilla, una ola nos alcanzó por estribor haciendo volcar la lancha de casco rígido con motor fuera de borda, quedando atrapados cuatro de los siete ocupantes que íbamos dentro.
Como el calado era mínimo no podíamos salir de aquella ratonera subacuática y los tres alemanes, dominados por el pánico, luchaban como gatos para escapar de la muerte.
Yo ví que para mí era imposible escapar, y pensé: Si muero ahora ¿A dónde ire? Al infierno. Pero si me arrepiento y pido perdón me puedo salvar. ¡De ningún modo! ¡Jamás me arrepentiré para darle gusto a un cura! ¡Prefiero conservar mi dignidad aunque me cueste ir al infierno!

Éste era el grado de endurecimiento de corazón al que había llegado, mi propio orgullo me impedía acudir a Aquel en Cuya mano está la vida y la muerte. Sin embargo mi enfado no era contra Él, era contra los curas romanistas que en su presunción alardeaban que todos los descreídos a la hora de morir clamaban a ellos para obtener la salvación. Y yo no quería ser un cobarde como ellos, así que prefería ir al infierno a volverme atrás.
Dios no me soltó de Su mano, me infundió una insólita serenidad en aquellas circunstancias, y al ver que no podía salir, recordé que incorporándome dentro del casco invertido de la embarcación podría encontrar una burbuja salvadora que me mantuviera vivo hasta encontrar una vía de escape.
Así lo pensé, así lo hice y hallé la bolsa de aire que me mantuvo con vida hasta que los compañeros, echándome de menos, levantaron la barca sacándome de aquella trampa mortal.

Sin embargo, a pesar del “aviso” no hice caso y seguía sumergido en mis delitos y pecados aumentando una buena colección... Hasta que conocí a la que luego fue mi esposa. Me la presentó un amigo y antiguo compañero del Banco en que trabajaba y me enamoré tan perdidamente de ella que al tercer día de salir juntos, el 1 de mayo de 1.986 le pedí que nos casáramos. Siendo la única mujer en mi vida a la que hice una propuesta decente en lugar de la indecente.

Al mismo tiempo sentí la necesidad de regularizar mi vida, abandonando mis hábitos deshonestos y costumbres licenciosas y, además, que tenía que arreglarme con Dios a Quien por tanto tiempo había ignorado y empecé en el punto donde Lo había dejado: La religión romanista.

Corté toda relación ilícita, abandoné las amistades licenciosas, dejé de acudir a los antros de perdición, y empecé a buscar a Dios a través de los sacramentos que dispensaba el clero romano.

Noté que Dios en Su infinita misericordia nos empezó a bendecir desde que cambié el rumbo de mi vida en Su búsqueda, aún antes de conocerle. La vuelta a las prácticas romanistas me dejaban un vacío espiritual y una fustración intensa.

El 25 de octubre de 1.986 nos casamos Paloma y yo, en la Iglesia que los Jesuítas tienen en la Calle Serrano de Madrid. Sentía la necesidad de que nuestro matrimonio fuera bendecido por Dios y como no conocía otro camino, lo hicimos por la iglesia católica, mejor era eso que nada. Recuerdo que ese día fui a confesar con un sacerdote, buen amigo mío desde los años en que fui Jefe de una Tropa de Boy Scouts, y un sacerdote atípico dentro del clero, que destacaba por su humanidad, comprensión y hombría de bien, después de una confesión de varias horas en la que le relaté lo que había sido de mi vida los últimos doce años, me impuso como toda penitencia la oración del Señor: El Padre nuestro. Una sola vez pero con la condición de realizar una meditación profunda en cada Palabra.

A los diez meses, nació nuestro hijo Javier, le pusimos ese nombre en memoria del misionero navarro que llevó el cristianismo a las Indias Orientales, seguíamos buscando a Dios y pensábamos que intensificando la práctica de sacramentos y devocionales católicos, Lo acabaríamos encontrando. Pero no era así, me imponía penitencias, sacrificios, me levantaba para oír misa a las 7,30 de la mañana, rezaba a los santos; pero mi tormento no decaía, el vacío no se llenaba.

Y así llegamos al mes de enero de 1.989 con que principiaba esta carta.
Le pedí al dueño del bazar que me vendiera una Biblia, y me regaló una Reina Valera, revisión de 1.960. Era la primera “Biblia Protestante” que caía en mis manos y lo primero que me llamó la atención fue que el tamaño de letra y la disposición de los versículos, uno debajo de otro, facilitaban su lectura, al contrario de las ediciones “católicas” que había tenido hasta entonces que parecían ser escritas para no ser leídas, debido al tamaño ínfimo de su letra y las notas añadidas “para facilitar su interpretación”, entorpecían su lectura de tal manera que resultaba imposible su lectura debido a la fatiga producida por el esfuerzo constante de luchar contra ese “crimen de imprenta”.

Yo creo que ésta es la causa de que en tantos hogares católicos no se lea la Biblia a pesar de tener, por lo menos, un ejemplar gordísimo de la misma.
¡A Roma no le interesa que el pueblo lea la Bliblia! y como ya no la puede prohibir como hacía en años pretéritos, la imprime y la distribuye en unos caracteres tipógraficos incomodísimos de leer, a la vez que emplea unos términos culteranos que oscurecen su comprensión a las mentes sencillas, cerrándoles así la puerta de la Salvación. ¡Diabólico!.

Así que al ser ésta la primera Biblia legible que tenía entre manos, me propuse leerla de un tirón.

Si algo caracteriza a los que atacan la Biblia es que nunca la han leído y basan los fundamentos de sus ataques en las opiniones de otros. A mí esta postura siempre me pareció el colmo de la necedad. Siempre consideré que las personas que actúan de esta manera, sin tener un criterio propio, un conjunto de sandios y estólidos borregos que me recuerdan una pintada de carácter anarquista que vi en una pared de Valencia durante el Servicio Militar y decía así:
TRESCIENTOS MIL MILLONES DE MOSCAS NO PUEDEN EQUIVOCARSE: ¡COMA M....!
La última palabra no terminaba en puntos sucesivos, pero la buena educación me impide reproducirla en su totalidad, y, además, sería un insulto a su inteligencia, la cual no precisa que ahonde en detalles de mal gusto para aumentar su comprensión. Siendo suficiente dejarlo así.

Así que dí comienzo a la lectura de La Palabra en el mes de febrero de aquel año de 1.989 comenzando por el principio (Génesis 1:1), al “estilo alemán” esto es: Sin saltarme una sola línea. La verdad es que no sabía lo que iba a encontrarme, consideraba la Biblia “un buen libro” sobre normas de conducta y principios morales cuya lectura “no iba a hacerme daño”. Por eso a pesar de no ser creyente, la leía con respeto. Así fui leyendo Génesis, Éxodo, Levítico... y en éste Libro, al terminar la lectura del capítulo 26:14-46, intitulado “Consecuencias de la desobediencia”, un gran impacto emocional sacudió mi espíritu por completo.

Conocía la historia del Pueblo de Israel, desde la destrucción del 2º Templo hasta nuestros días, sus aflicciones en la Diáspora y la manera increíble de cómo había vuelto a ser un Estado desde el 14 de mayo de 1.948. Y cómo seguía existiendo hasta nuestros días, había sido un misterio para mí hasta ese momento. Era increíble que un libro escrito hace más de 3.200 años describiera tan pormenorizadamante sucesos que ocurren en nuestros días.

Entre los graves errores cometidos por mí, se incluye el consultar a echadoras de cartas y otros adivinadores, y los más “serios” reconocían que no podían pronosticar más allá de dos años si no querían “engañar”.

¡Y aquí nos encontramos con “alguien” que pronostica con más de tres mil años, y ¡no engaña!!
¿Qué poder era ese?
Desde luego un Poder sobre todo poder.
¿Qué Libro era ese?
Desde luego no era un libro cualquiera, no se trataba de un libro más sobre “buenas costumbres”.

Parecía como si aquel Libro estuviera “Vivo” y me estuviera hablando de viva voz:

Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Torá, hasta que todo se haya cumplido.

Un escalofrío recorría mi espalda al meditar en estas palabras de Jesús de Nazaret. El asombro bloqueaba mi mente y no podía coordinar el más mínimo pensamiento.

Al final dije: Bien Señor: Si este Libro es Tu Palabra, dame Fe para poder creer en Ella.
Y proseguí la lectura de aquel Libro, que no era un libro cualquiera.

En Números, la lectura de listas que me parecían interminables, repeticiones exhaustivas, que me producían cansancio, dieron origen a mi segunda oración:

Señor: Por la Fe que me diste, se que este Libro es Tu Palabra, no voy a discutir Contigo por qué pones estas listas que fatigan tanto su lectura porque si lo has hecho así, por algo será aunque yo no lo entienda, y se que Tú me lo harás comprender cuando sea Tu voluntad hacerlo así. Gracias por la Fe que me diste, ahora dame entendimiento para entender Tu Palabra y conocer Tu Voluntad.

Otro impacto lo recibí cuando vi el horror del Holocausto Nazi profetizado en Deuteronomio 32:25:

Por fuera desolará la espada, y dentro de las cámaras el espanto; así al joven como a la doncella, al niño de pecho como al hombre cano.

Repetí de nuevo la oración en demanda de Fe para creer y entendimiento para entender La Palabra, con más intensidad que nunca, y seguí leyendo sin saltarme una línea ni un verso.

La lectura de los Libros Históricos, Proféticos y Sapienciales, completaron mi visión y convicción del pecado en que me hallaba y lo lejos que me encontraba de Dios.
Él en un extremo del Universo y yo en el otro.

Lo peor de todo fue tomar conciencia plena de que la Salvación estaba completamente fuera de mi alcance.

¡No necesitaba morir porque ya estaba muerto!

Yo oraba al Señor:

¡Oh Dios! ¿Por qué me has hecho saber todo esto? Antes estaba muerto pero era feliz en mi ignorancia. Me diste Fe para creer y entendimiento para entender. Y creo que Tu Palabra es Verdad, y entiendo por Tu Palabra que estoy condenado para siempre por toda la eternidad y además, NADA PUEDO HACER PARA SALVARME.
¡DIOS MIO, AYÚDAME POR FAVOR!

Así concluía la lectura del Antiguo Testamento:

Justamente condenado por la Palabra de Dios.

Los Evangelios Sinópticos, me mostraron al Salvador y Su Obra, pero no entendía cómo podía llegar hasta Él.

Tengo que decir que yo quería llegar al Salvador analizando la Escritura con mi propio razonamiento, a través de mi inteligencia, todavía no había aprendido que la Fe empieza donde la razón termina. El Hermano que me regaló la Biblia,(que es arminiano) me había hablado de la necesidad de “Hacer Una Decisión Por Cristo” pero yo no podía tomar esa “decisión”, sencillamente porque estaba totalmente fuera de mi alcance.

Dice un axioma filosófico que “nadie da lo que no tiene”; y yo no tenía ese poder de decisión.

Había subido todos los peldaños de la escalera de la razón, y TODAVÍA SEGUÍA MUERTO EN MIS DELITOS Y PECADOS.

Tenía que dar un “Salto de Fe” pero me era totalmente imposible dar ese salto.

Fue una lucha agónica:

Por un lado sabía demasiado para retroceder, mi espíritu no me dejaría en paz si volvía al mundo, a mi antigua vida.

Por otro lado, me veía al final de la escalera, en la necesidad de dar un salto al vacío, como el trapecista que tiene que lanzarse del trapecio con los ojos vendados en la esperanza de ser recogido por su compañero. Pero con el inconveniente de que no haber ensayado ese número nunca antes y sin saber si el compañero está dispuesto a recogerle. En caso de fracaso, el golpe sería tan rudo, que mi razón quedaría destruida para siempre, y me vería obligado a terminar mis días encerrado en una institución siquiatrica.

Y por otro lado, ¡no podía quedarme donde estaba!

En esta agonía comencé a leer el Evangelio de Juan, y al llegar al capítulo tres, donde se habla del nuevo nacimiento, recordé que unas semanas antes, tuve una entrevista con el Hermano F. B., en la que me habló del mismo tema, y aunque lo hizo con maestría yo no le entendí nada, tenía la sensación de que se me “hacían merengue las neuronas”. Ni el mejor maestro me lo podía hacer entender.

¿Acaso se puede explicar la luz y los colores a una persona ciega de nacimiento?

¿Acaso se puede dar a conocer la vida a un muerto?

¿Acaso puede una persona muerta “tomar la decisión” de resucitar?

Yo seguí leyendo con la fe en mis propias fuerzas y en mi propia inteligencia perdida completamente.

Gritándole al Señor que me salvara por Su Misericordia porque yo era un perfecto inútil para salvarme, porque la Salvación estaba completemente fuera de mi alcance y el infierno tenía sus fauces completamente abiertas para tragarme completamente y no veía ninguna escapatoria. El peso del pecado era una losa del tamaño de una montaña de miles de toneladas que me aplastaba completamente y no me dejaba respirar.

Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en Mí por la palabra de ellos, (Juan 17:20

¿Qué es esto Señor?

¿Acaso estás rogando por mí?

¡Sí! Porque si yo estoy creyendo en Ti por “la palabra de ellos” que ha llegado hasta mí, es evidente que estoy incluido en los que “han de creer en Ti” porque Tú no mientes.

¡Tú lo hiciste!

¡Tú me has salvado!

¡Tú me has recogido!

¡Tú me has rescatado!

Pero, un momento, si no he entendido mal Tú estabas en Getsemaní al hacer esta intercesión...

Y con el Calvario que tenías por delante que ¡hasta sudaste sangre de angustia!

¿Tuviste un momento para acordarte de mí?

Pero ¿qué hice yo, Señor, aparte de ofenderte?

¡Miserable de mí que me gané el infierno a pulso!, que Te ofendí, Te desprecié, Te escupí con mi vida inmunda...

¿Por qué me amas?

¿POR QUÉ ME SALVAS?

Era un día del mes de marzo de 1.989 a las once de la noche aproximadamente. Tenía el cuerpo mojado en sudor frío y el rostro bañado en lágrimas.

La losa del pecado que me aplastaba, había desaparecido, como si nunca hubiera existido. En su lugar, una sensación de paz invadía todo mi ser. Ahora comprendía las palabras del profeta:

"Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados; vuélvete a Mí, porque Yo te redimí." (Isaías 44:22)

Sí, Él me redimió, no yo.

Él “tomó la decisión” por mí, no yo por Él.

Él me empujó al vacío de la locura cuando me hallaba en el último peldaño de la escalera de la razón. Yo no tuve que dar ningún salto (además es que no podía darlo, me era totalmente imposible).

[1 Corintios 1:18.- Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios.]

En ese momento supe lo que significaba “nacer de nuevo”.

El Señor nos ha bendecido con tres hijos, y estuve presente en los tres partos y puedo afirmar y afirmo que nunca un bebé ha visto la luz por su propio esfuerzo, siempre ha sido la madre la que empujó para sacarlo a la vida.

Y así me “empujó” el Señor para sacarme a la Salvación.

La lectura del resto del Nuevo Testamento, confirmó y consolidó esta idea:

Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. (Romanos 9:16)

Yo había corrido y nada había alcanzado, sólo cuando le plugo a Dios hacerme saber que me había escogido desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4).

Tengo que añadir que, además de la Salvación, la lectura del Nuevo Testamento, me advirtió del inminente retorno de nuestro Salvador, puede ser en cualquier momento. Él dijo que como “el ladrón en la noche” y ningún ladrón da “señales” de su “visita”.
No comparto las interpretaciones de muchos hermanos que afirman que tienen que producirse una serie de hechos y señales antes de que el Señor venga.

Mi opinión es que pertenecemos a la generación de Enoc (Génesis 5:24) y no a la de Noe. Esta generación es para los incrédulos.

Este tema lo desarrollaré en un próximo tema donde seguiré hablando de mi testimonio como creyente y las tribulaciones que padecimos como siervos de Cristo.

Cuando terminé la lectura del último versículo del Libro de Apocalipsis, miré la fecha y habían pasado tres semanas. A mí me parecieron trescientos años.

La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean contigo y toda tu casa.

Amén.

Fraternalmente en Cristo

Sergio Alvarez Fernández (1ª Timoteo 1:15)
siervo de D's
 
DIOS TE BENDIGA.
TENEMOS ALGO EN COMUN, LA BIBLIA DE NACAR Y COLUNGA, MI PRIMERA BIBLIA.
DIOS TE GUARDE SIEMPRE.
PONDRE MI TESTIMONIO. ES UN POCO LARGO PERO SIEMPRE EDIFICA VER COMO DIOS DEJA CAER SU ESPIRITU Y NOS REVELA SU SECRETO: CRISTO EL SEÑOR.
RAUL
:)