Se me escapa a la memoria el día en que llegó Félix a nuestra clase, pero lo que sí recuerdo es que le indicaron sentarse junto a mí, en un pupitre compartido. A indicación del profesor, de su sencilla cartera, sacó un lápiz, una goma de borrar y un cuaderno que colocó encima del pupitre, guardando sigilosamente bajo su asiento la cartera, como temiendo mostrar el resto de su contenido.
Félix era un niño triste, serio, tímido, apenas hablaba; su aptitud era de temor. Cuando el profesor le preguntaba, enrojecía y si la respuesta no era acertada, bajaba la cabeza como no aceptando las sonrisas de crueldad de sus compañeros. Debido a su carácter, apenas jugaba con el resto de los niños, sin duda, por que nosotros tampoco le aceptábamos, ni siquiera yo que era el compañero más cercano que tenía.
Tardé bastante tiempo en darme cuenta, que al término de la clase de la mañana, cuando todos salíamos corriendo hacia nuestras casas para comer, él quedaba rezagado como no importándole la necesidad de salir. Un cierto día que tuve que regresar al colegio, para recoger algo olvidado. Encontré a Félix sentado en un rincón del patio de recreo, extrayendo de su cartera una bolsa con su comida.
Al principio apenas le di importancia, sin embargo llevado por mi curiosidad, le pregunté a Félix, el motivo por el cual no iba a su casa a comer, como el resto de los compañeros. El me contestó que vivía lejos y no le era posible hacerlo.
No obstante al llegar a casa hablé con mi madre, del compañero de pupitre. En el colegio mamá, existe un niño que no puede ir a casa y come solo en el patio del recreo. ¿Te importaría que le invitase a comer con nosotros en casa algún día, para que esté más acompañado? Le pareció aceptada mi propuesta y así se lo hice saber a Félix. Confieso que me costó convencerle para que rompiera su propia timidez. Un buen día sonriendo aceptó la invitación, con la condición de que no sirviera de molestia para nosotros.
No todos los días, pero con frecuencia Félix compartía mantel e incluso a veces hasta nuestra propia comida. Este hecho reforzó nuestra amistad rompiendo ese temor que hacia los demás mantenía mi amigo. Mostraba admiración por nuestra humilde casa hasta en los detalles más insignificantes, quizás comparándola con la que él habitaba.
Félix vivía junto a sus padres en una vieja y solitaria estación del ferrocarril que era simple apeadero en la que apenas paraba ningún tren. La labor del padre consistía en estar pendiente de bajar la barrera del paso a nivel a la llegada de los trenes, tanto si eran rápidos, expresos o simplemente aquellos trenes lentos de hace años, para una vez colocada su gorra de plato en la cabeza, darles paso con un banderín rojo en la mano.
Al ser unas personas extremadamente humildes, para ellos significaba un gasto muy especial, el poder enviar a su hijo a un colegio de la Capital, además que para Félix suponía recorrer más de un kilometro andando, para poder tomar un autobús que le desplazara.
Todo esto, se desarrollaba en el transcurso del año 1.949 en el cual los alumnos de básica de las Escuelas Pías nos preparábamos para recibir nuestra primera comunión; hecho que ocurrió felizmente el 26 de Mayo.
Llegado ese gran día, nuestro Profesor nos iba colocando en los distintos bancos que habían sido reservados en la capilla del colegio, situando a nuestros padres junto a nosotros.
El Sacerdote que celebraba la misa, revestido esperaba el momento de iniciar la ceremonia. Todo estaba preparado; más no era así. Alguien advirtió que faltaba un niño, Félix.
Se encontraba al final de la capilla junto a una señora vestida de negro. Creo que fue mi madre quien lo acompañó hasta los bancos preferentes y lo colocó a mi lado. Su madre sin duda por su acusada modestia no aceptó tal privilegio. Felix vestía un pantalón corto, una camisa y un jersey y sin saber como ni quien lo hizo, fue colocado sobre su brazo el típico lazo que daba realce simbólico al acto. Su sencilla indumentaria contrastaba con nuestros bonitos trajes y adornos. Sin embargo hasta hoy en día, me sigo preguntando en que corazón se sentiría más feliz el Niño Dios y quien estaría mejor preparado para recibirle por primera vez.
Al finalizar el emotivo acto del Sacramento de la Comunión, el celebrante en su despedida nos regaló una frase que hasta hoy día, no he podido olvidar: “QUERIDOS NIÑOS, HOY ES UN DIA DEL CIELO QUE SE PASA EN LA TIERRA”.
Ojalá, que cualquier día vuelva a encontrarme con mi amigo Felix. Y juntos de nuevo, podamos volver hablar sobre aquel día tan especial de nuestra Primera Comunión. Seguro que bastante tendrá que contarme él y mucho que aprender yo.
Félix era un niño triste, serio, tímido, apenas hablaba; su aptitud era de temor. Cuando el profesor le preguntaba, enrojecía y si la respuesta no era acertada, bajaba la cabeza como no aceptando las sonrisas de crueldad de sus compañeros. Debido a su carácter, apenas jugaba con el resto de los niños, sin duda, por que nosotros tampoco le aceptábamos, ni siquiera yo que era el compañero más cercano que tenía.
Tardé bastante tiempo en darme cuenta, que al término de la clase de la mañana, cuando todos salíamos corriendo hacia nuestras casas para comer, él quedaba rezagado como no importándole la necesidad de salir. Un cierto día que tuve que regresar al colegio, para recoger algo olvidado. Encontré a Félix sentado en un rincón del patio de recreo, extrayendo de su cartera una bolsa con su comida.
Al principio apenas le di importancia, sin embargo llevado por mi curiosidad, le pregunté a Félix, el motivo por el cual no iba a su casa a comer, como el resto de los compañeros. El me contestó que vivía lejos y no le era posible hacerlo.
No obstante al llegar a casa hablé con mi madre, del compañero de pupitre. En el colegio mamá, existe un niño que no puede ir a casa y come solo en el patio del recreo. ¿Te importaría que le invitase a comer con nosotros en casa algún día, para que esté más acompañado? Le pareció aceptada mi propuesta y así se lo hice saber a Félix. Confieso que me costó convencerle para que rompiera su propia timidez. Un buen día sonriendo aceptó la invitación, con la condición de que no sirviera de molestia para nosotros.
No todos los días, pero con frecuencia Félix compartía mantel e incluso a veces hasta nuestra propia comida. Este hecho reforzó nuestra amistad rompiendo ese temor que hacia los demás mantenía mi amigo. Mostraba admiración por nuestra humilde casa hasta en los detalles más insignificantes, quizás comparándola con la que él habitaba.
Félix vivía junto a sus padres en una vieja y solitaria estación del ferrocarril que era simple apeadero en la que apenas paraba ningún tren. La labor del padre consistía en estar pendiente de bajar la barrera del paso a nivel a la llegada de los trenes, tanto si eran rápidos, expresos o simplemente aquellos trenes lentos de hace años, para una vez colocada su gorra de plato en la cabeza, darles paso con un banderín rojo en la mano.
Al ser unas personas extremadamente humildes, para ellos significaba un gasto muy especial, el poder enviar a su hijo a un colegio de la Capital, además que para Félix suponía recorrer más de un kilometro andando, para poder tomar un autobús que le desplazara.
Todo esto, se desarrollaba en el transcurso del año 1.949 en el cual los alumnos de básica de las Escuelas Pías nos preparábamos para recibir nuestra primera comunión; hecho que ocurrió felizmente el 26 de Mayo.
Llegado ese gran día, nuestro Profesor nos iba colocando en los distintos bancos que habían sido reservados en la capilla del colegio, situando a nuestros padres junto a nosotros.
El Sacerdote que celebraba la misa, revestido esperaba el momento de iniciar la ceremonia. Todo estaba preparado; más no era así. Alguien advirtió que faltaba un niño, Félix.
Se encontraba al final de la capilla junto a una señora vestida de negro. Creo que fue mi madre quien lo acompañó hasta los bancos preferentes y lo colocó a mi lado. Su madre sin duda por su acusada modestia no aceptó tal privilegio. Felix vestía un pantalón corto, una camisa y un jersey y sin saber como ni quien lo hizo, fue colocado sobre su brazo el típico lazo que daba realce simbólico al acto. Su sencilla indumentaria contrastaba con nuestros bonitos trajes y adornos. Sin embargo hasta hoy en día, me sigo preguntando en que corazón se sentiría más feliz el Niño Dios y quien estaría mejor preparado para recibirle por primera vez.
Al finalizar el emotivo acto del Sacramento de la Comunión, el celebrante en su despedida nos regaló una frase que hasta hoy día, no he podido olvidar: “QUERIDOS NIÑOS, HOY ES UN DIA DEL CIELO QUE SE PASA EN LA TIERRA”.
Ojalá, que cualquier día vuelva a encontrarme con mi amigo Felix. Y juntos de nuevo, podamos volver hablar sobre aquel día tan especial de nuestra Primera Comunión. Seguro que bastante tendrá que contarme él y mucho que aprender yo.