Para mí, existen varias posturas ante el dolor que sufre la humanidad. La primera es de rebeldía y angustia que me lleva a una situación nerviosa, que es la más común, por el desconcierto que significa aceptar las desgracias ajenas.
La segunda, el derrumbamiento que me proporciona una gran amargura, contemplando ese monstruo al cual no se puede vencer llamado terremoto, con ese poder destructor que arrasa todo por donde pasa desde lo más importante, vidas humanas, hasta los enseres que servían de cobijo a las personas.
Y la tercera, la que sostienen algunas personas cristianas, que posiblemente sean más positivas ante el dolor e intentan no derrumbarse ni resignarse, sino que se entregan a los deseos de Dios y a la fuerza de su Amor.
Con toda sinceridad, la aptitud de estos hermanos, es envidiable. Tienen todo mi respeto. Efectivamente la fe ve lo invisible, cree lo increíble y recibe lo imposible, sabiendo que la viña del Señor proporciona racimos dulces y amargos.
Todo esto es totalmente cierto. Sin embargo he de confesar que ante un hecho como el sucedido el pasado miércoles en el país centroamericano de Guatemala, que ha sufrido un seísmo de 7.2 grados en la escala de Richter y que ha provocado más de cincuenta fallecidos y cientos de miles de personas atrapadas entre los escombros de los edificios que han perdido todo cuanto poseían y que ahora caminan angustiados hacia un mundo desconocido, sinceramente… no logro entenderlo.
Y es por ello, por lo que siento un dolor profundo en mi corazón por todas las víctimas de la catástrofe y en especial por esas gentes con sueños sencillos apenas sin ambiciones, que han perdido personas queridas integrantes de sus familias que vivían lejos, muy lejos de las comodidades que disfrutamos en otros países y que ahora inician un viaje a ninguna parte buscando un hogar donde cobijarse llevando sobre sus espaldas, el peso de la tristeza y de la desesperación.
Uno, ante una tragedia como ésta y sin posibilidades materiales ni humanas posibles para ayudar a todos esos damnificados, solo se le ocurre, CONVOCAR A TODA LA COMUNIDAD CRISTIANA MUNDIAL, para enviar un mensaje urgente al Dios Misericordioso suplicándole su Divina Bendición para todos ellos y rogando acoja en su Reino a las víctimas para toda la Eternidad.
Así las cosas, por lo pronto solo me queda tras iniciar este mensaje, rezar una oración por sus almas limpias, puras y sinceras y elevar la vista al cielo gritando con esperanza que el Dios resucitado les fortaleza su fe y que a los fallecidos les acoja en su Reino.
La segunda, el derrumbamiento que me proporciona una gran amargura, contemplando ese monstruo al cual no se puede vencer llamado terremoto, con ese poder destructor que arrasa todo por donde pasa desde lo más importante, vidas humanas, hasta los enseres que servían de cobijo a las personas.
Y la tercera, la que sostienen algunas personas cristianas, que posiblemente sean más positivas ante el dolor e intentan no derrumbarse ni resignarse, sino que se entregan a los deseos de Dios y a la fuerza de su Amor.
Con toda sinceridad, la aptitud de estos hermanos, es envidiable. Tienen todo mi respeto. Efectivamente la fe ve lo invisible, cree lo increíble y recibe lo imposible, sabiendo que la viña del Señor proporciona racimos dulces y amargos.
Todo esto es totalmente cierto. Sin embargo he de confesar que ante un hecho como el sucedido el pasado miércoles en el país centroamericano de Guatemala, que ha sufrido un seísmo de 7.2 grados en la escala de Richter y que ha provocado más de cincuenta fallecidos y cientos de miles de personas atrapadas entre los escombros de los edificios que han perdido todo cuanto poseían y que ahora caminan angustiados hacia un mundo desconocido, sinceramente… no logro entenderlo.
Y es por ello, por lo que siento un dolor profundo en mi corazón por todas las víctimas de la catástrofe y en especial por esas gentes con sueños sencillos apenas sin ambiciones, que han perdido personas queridas integrantes de sus familias que vivían lejos, muy lejos de las comodidades que disfrutamos en otros países y que ahora inician un viaje a ninguna parte buscando un hogar donde cobijarse llevando sobre sus espaldas, el peso de la tristeza y de la desesperación.
Uno, ante una tragedia como ésta y sin posibilidades materiales ni humanas posibles para ayudar a todos esos damnificados, solo se le ocurre, CONVOCAR A TODA LA COMUNIDAD CRISTIANA MUNDIAL, para enviar un mensaje urgente al Dios Misericordioso suplicándole su Divina Bendición para todos ellos y rogando acoja en su Reino a las víctimas para toda la Eternidad.
Así las cosas, por lo pronto solo me queda tras iniciar este mensaje, rezar una oración por sus almas limpias, puras y sinceras y elevar la vista al cielo gritando con esperanza que el Dios resucitado les fortaleza su fe y que a los fallecidos les acoja en su Reino.