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Mártires de la fe
“Teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos.
corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante,
puestos los ojos en Jesús, .el cual. sufrió la cruz,
menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”.
Hebreos 12:1-2
En Roma, cerca del Foro, se ven las ruinas de un calabozo
en el cual -según se dice- los prisioneros de los Césares
pasaban sus últimas horas antes de ser ejecutados.
Allí todavía se ve un fragmento de la cadena
que los ataba a un pilar de hierro.
Sin duda, para más de un cristiano ese calabozo
fue la última etapa antes del reposo junto a Jesús.
Dieron su vida por amor a su Salvador y Señor.
Mas, Jesús los había amado primero:
“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”
(1 Jn 4:19).
Él dio su vida por nosotros cuando éramos aún pecadores e impíos.
Aquellos creyentes sufrieron en las cárceles, los circos,
las hogueras, pero ya no tenían el peso del pecado
que abruma a la conciencia y que su Salvador había expiado.
Ellos disfrutaron de la más preciosa comunión con su Señor
en lugar de conocer la ira y el desamparo de Dios
en el momento del suplicio, como sí le sucedió a Jesús (Mateo 27:46).
Fueron mártires, mientras que él era el Salvador;
eran discípulos, mas él era el Maestro.
Eran hombres y mujeres de fe, testigos,
pero él fue el grande y perfecto “Testigo fiel” (Apocalipsis 1:5).
Él era Dios.
No se puede comparar el suplicio de un mártir
con el sacrificio de Jesús,
que otorga la vida eterna al pecador arrepentido.
Admiramos a esos hombres de fe de todos los tiempos,
pero adoramos al único digno de toda alabanza.
¡Jesucristo es el Señor!
© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
Aguas Vivas · Chile
www.aguasvivas.cl
Mártires de la fe
“Teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos.
corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante,
puestos los ojos en Jesús, .el cual. sufrió la cruz,
menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”.
Hebreos 12:1-2
En Roma, cerca del Foro, se ven las ruinas de un calabozo
en el cual -según se dice- los prisioneros de los Césares
pasaban sus últimas horas antes de ser ejecutados.
Allí todavía se ve un fragmento de la cadena
que los ataba a un pilar de hierro.
Sin duda, para más de un cristiano ese calabozo
fue la última etapa antes del reposo junto a Jesús.
Dieron su vida por amor a su Salvador y Señor.
Mas, Jesús los había amado primero:
“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”
(1 Jn 4:19).
Él dio su vida por nosotros cuando éramos aún pecadores e impíos.
Aquellos creyentes sufrieron en las cárceles, los circos,
las hogueras, pero ya no tenían el peso del pecado
que abruma a la conciencia y que su Salvador había expiado.
Ellos disfrutaron de la más preciosa comunión con su Señor
en lugar de conocer la ira y el desamparo de Dios
en el momento del suplicio, como sí le sucedió a Jesús (Mateo 27:46).
Fueron mártires, mientras que él era el Salvador;
eran discípulos, mas él era el Maestro.
Eran hombres y mujeres de fe, testigos,
pero él fue el grande y perfecto “Testigo fiel” (Apocalipsis 1:5).
Él era Dios.
No se puede comparar el suplicio de un mártir
con el sacrificio de Jesús,
que otorga la vida eterna al pecador arrepentido.
Admiramos a esos hombres de fe de todos los tiempos,
pero adoramos al único digno de toda alabanza.
¡Jesucristo es el Señor!
© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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