Por Ángel
Manual De Vida
Viernes, 23 de marzo de 2001
La luz no pregunta por qué es oscura la noche; simplemente la alumbra, y la vuelve día.
El agua no pregunta quién resecó el desierto; tan sólo lo empapa y lo consuela, y lo hace fecundo.
La palabra no discute ni se afana investigando quién desocupó el silencio; solamente se derrama y todo lo llena, y el silencio se vuelve palabra.
Así como la luz brillante ha de ser el amor; y como agua refrescante, el perdón; y como sonora y bella palabra, tu predicación.
No hagas preguntas a la nada, que nada sabe y nada tiene para responderte. Del mismo modo, no le pidas una razón última al mal: si la tuviera, no sería tan malo.
Es inútil discutir con las rocas, tanto como pelear por el pasado: así como tu enojo nada cambia en la piedra, nada se gana con negar o exagerar, ocultar o achicar el pasado.
El tiempo que tienes es toda tu posibilidad de ser —de esto ya hemos hablado—, y por eso es como una medida de tu finitud. El amor que quepa en tus días es el tamaño de tu eternidad. Estrecha y agobiante es la eternidad del infierno; amplia y acogedora la eternidad del Cielo. No existen más opciones.
Así te hablo, hermano mío, porque el amor me mueve y Dios me permite hablarte así. Quiero que seas sabio en administrar el tesoro de tus días, de tus sonrisas y de tus amores.
Mira, no te detengas por el mal; que el mal se detenga ante ti. No tengas temor del Diablo; que él te tema a ti. No huyas de la Muerte; que ella se vaya de donde tú llegues. No te pueda la tristeza; derrama en sus cuencas oscuras los diamantes del gozo de Cristo.
Administra bien tu tesoro; mira a qué apuntas y con qué fuerzas; habla poco y bien; ama mucho; perdona a todos; ora, aunque a nadie parezca importarle; bendice a tus enemigos; no te creas mejor, ni más fuerte o rápido que nadie; alégrate del bien ajeno; ten una lágrima para el que muere antes de tiempo; no desesperes de la conversión de nadie; quítate los pedazos que te sobran: sólo así se hace una hermosa estatua; no tengas miedo de pedir ni te demores en agradecer; sé compasivo con el que cayó vencido; habla más del futuro que del pasado; véngate de la envidia cubriendo de elogios a los ausentes; llora de alegría por lo menos una vez al mes; no te burles de los sueños de nadie; juzga con prudencia y no sentencies sin primero dejar abiertas y claras dos puertas: la que dice "puedo estar equivocado", y la que dice: "si obraste mal, hay perdón para ti"; corrige cada mañana ante Dios alguno de tus errores, agradece en cada hora a Dios alguno de sus dones; no te extrañes de nada, si no es de la infinita piedad del Señor; sé santo: sin ruido, sin drama, sin aplauso. Para ti será el Reino de los Cielos.
Manual De Vida
Viernes, 23 de marzo de 2001
La luz no pregunta por qué es oscura la noche; simplemente la alumbra, y la vuelve día.
El agua no pregunta quién resecó el desierto; tan sólo lo empapa y lo consuela, y lo hace fecundo.
La palabra no discute ni se afana investigando quién desocupó el silencio; solamente se derrama y todo lo llena, y el silencio se vuelve palabra.
Así como la luz brillante ha de ser el amor; y como agua refrescante, el perdón; y como sonora y bella palabra, tu predicación.
No hagas preguntas a la nada, que nada sabe y nada tiene para responderte. Del mismo modo, no le pidas una razón última al mal: si la tuviera, no sería tan malo.
Es inútil discutir con las rocas, tanto como pelear por el pasado: así como tu enojo nada cambia en la piedra, nada se gana con negar o exagerar, ocultar o achicar el pasado.
El tiempo que tienes es toda tu posibilidad de ser —de esto ya hemos hablado—, y por eso es como una medida de tu finitud. El amor que quepa en tus días es el tamaño de tu eternidad. Estrecha y agobiante es la eternidad del infierno; amplia y acogedora la eternidad del Cielo. No existen más opciones.
Así te hablo, hermano mío, porque el amor me mueve y Dios me permite hablarte así. Quiero que seas sabio en administrar el tesoro de tus días, de tus sonrisas y de tus amores.
Mira, no te detengas por el mal; que el mal se detenga ante ti. No tengas temor del Diablo; que él te tema a ti. No huyas de la Muerte; que ella se vaya de donde tú llegues. No te pueda la tristeza; derrama en sus cuencas oscuras los diamantes del gozo de Cristo.
Administra bien tu tesoro; mira a qué apuntas y con qué fuerzas; habla poco y bien; ama mucho; perdona a todos; ora, aunque a nadie parezca importarle; bendice a tus enemigos; no te creas mejor, ni más fuerte o rápido que nadie; alégrate del bien ajeno; ten una lágrima para el que muere antes de tiempo; no desesperes de la conversión de nadie; quítate los pedazos que te sobran: sólo así se hace una hermosa estatua; no tengas miedo de pedir ni te demores en agradecer; sé compasivo con el que cayó vencido; habla más del futuro que del pasado; véngate de la envidia cubriendo de elogios a los ausentes; llora de alegría por lo menos una vez al mes; no te burles de los sueños de nadie; juzga con prudencia y no sentencies sin primero dejar abiertas y claras dos puertas: la que dice "puedo estar equivocado", y la que dice: "si obraste mal, hay perdón para ti"; corrige cada mañana ante Dios alguno de tus errores, agradece en cada hora a Dios alguno de sus dones; no te extrañes de nada, si no es de la infinita piedad del Señor; sé santo: sin ruido, sin drama, sin aplauso. Para ti será el Reino de los Cielos.