LA TUMBA PERDIDA DE JESUS - 1ª PARTE

11 Diciembre 2007
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Leopoldo, es un hombre culto, educado, sencillo, tradicional y buen cristiano. Somos vecinos. Nos conocemos desde hace más de cuarenta años, cuando los dos con nuestras familias nos vinimos a vivir al mismo barrio. Nos llevamos bien, nos tenemos simpatía.
Desde su jubilación hace unos años en la enseñanza pública, charlamos con más profundidad, que en tiempos pasados cuando ambos nos encontrábamos inmersos en el mundo laboral.
Hace unos días a la salida de una función religiosa, me comentó con un tono de cierta amargura, que este viejo mundo cristiano en el que estamos viviendo, está lleno de pequeñas sombras, aunque su deseo sería que esas sombras desaparecieran y se alumbraran con la intensidad de los luceros.
A este respecto, me comenta que se encuentra últimamente muy afectado, debido a esos descubrimientos que han realizado recientemente unos investigadores y arqueólogos, que pretenden demostrar que Jesús al morir no resucitó ni ascendió a los cielos en cuerpo y alma, tal como la Biblia no lo expone.
Y le perturba, que estos señores señalen como principal causa de sus afirmaciones, el hecho de que sus posibles restos, fueron hallados en una tumba situada a medio camino entre Jerusalén y Belén, depositados en un osario, a consecuencia de haberse producido en el año 1.980 una explosión al construir unos apartamentos en la ciudad de Talpiot, que dejara al descubierto una tumba, que según ellos, era propiedad de la familia de Jesús.
Sus averiguaciones tecnológicas les permiten declarar, que el cuerpo de Jesús al fallecer fue enterrado en una primera tumba hasta que se pudrieran sus restos, pues siguiendo las leyes antiguas, era preceptivo esta situación para los reos que morían habiendo sido torturados. Y una vez conseguido esto, llevarían sus huesos a un osario situado en una segunda tumba que consideran era la familiar, y que fue descubierta por medio de la explosión.
Por tal motivo, los investigadores se aventuran a certificar, que las probabilidades de que esta tumba, fuera la de Jesús de Nazaret y su familia sean altamente considerables. Y todo ello, basándose tan solo en el hallazgo de un osario en el que figuraba la inscripción “Jesús hijo de José” y que en su interior se hallaban unos huesos allí introducidos por alguien desconocido, después del fallecimiento de un cadáver totalmente descompuesto.
Y uno, sin dejar lugar a la duda ante las Escrituras, comento con mi amigo Leo (como familiarmente se le conoce) que no llego a entender los hechos en los que se apoyan estos científicos, para señalar que aquel osario con la inscripción antes mencionada, perteneciera a Jesús de Nazaret, teniendo como base una sencilla y mera coincidencia de inscripciones con nombres del Nuevo Testamento, que figuraban en otros osarios cercanos.
En cualquier caso y aún aceptando que en la entrada a la tumba figurara un símbolo achacado a los primeros cristianos, reproduciendo una uve invertida con un círculo en su interior, las preguntas asaltan nuestra curiosidad: ¿En aquellos tiempos los nombres de Jesús, José, María, Pablo, Felipe etc. eran determinantes para personas concretas? ¿No existían otras gentes con igual nombre, que también fueran cristianos y enterrados en aquel lugar?
Así las cosas, pienso que sin dar demasiado crédito a la auténtica veracidad científica de esos posibles descubrimientos, conviene señalar que la vida de Jesús termina con el descubrimiento del sepulcro vacío según leemos en el Evangelio de Mateo (28,1.10). De este modo ya no es el Jesús de la tierra, sino el Resucitado, nacido nuevamente del Padre, para no morir jamás, como nos dice el salmo “Tu eres mi Hijo, hoy mismo yo te he dado la vida”.
CONTINUA