Haciendo una pequeña reflexión sobre el Evangelio del próximo Domingo, segundo del tiempo de Cuaresma, uno se imagina lo hermoso que sería para Pedro, Santiago y Juan estar acompañando a Jesús en el Monte Tabor de Israel siendo testigos de su transfiguración y escuchando la voz del Padre.
En el monte, Jesús iluminó su camino de abandono y soledad dialogando con el Padre que le proclamaba como su Hijo amado, con el que siempre compartió la existencia divina y que había sido anunciado como Salvador por los profetas.
No cabe duda, que para éstos tres discípulos éste encuentro espectacular y milagroso significó una experiencia nunca olvidada, escuchando las palabras del Padre: “Este es mi hijo amado” (Mc.1,11)
Dios sella con su presencia luminosa el camino de su Hijo, el camino de la cruz, el camino de la luz y de la esperanza.
El candor deslumbrante de los vestidos de Pedro, Santiago y Juan hablan por si mismos de su gloria. Las figuras de Moisés y Elías conversando con Él, les convence que la ley y las profecías se cumplen en ese Mesías esperado que colma todas las promesas y esperanzas al tiempo que el testimonio del propio Dios confirma y culmina la revelación: “Es su Hijo amado”.
Sin embargo junto a esta experiencia singular, Jesús les impone una discreción limitada. La razón parece evidente, solo a la luz de la resurrección de Jesús será posible comprender su transfiguración.
Y estoy convencido de que también ahora Jesús nos llamada para ir con Él al Tabor y allí entablar un diálogo con los grandes orantes de la historia, Moisés y Elías, para encontrar la iluminación, el aliento y la fuerza necesaria para afrontar los retos de nuestra existencia.
Pero no podemos quedarnos siempre en el Tabor. Tenemos que bajar del monte; tenemos que afrontar la vida con los demás; tenemos que transformar nuestra condición humana sin separarnos de los otros. En definitiva entregar nuestro amor sin esperar nada a cambio.
Los apóstoles guardaron el secreto y nosotros también en “secreto” hemos de trabajar con Jesús para vivir y resucitar con El.
Es cierto que los cristianos vivimos momentos de obscuridad, de incertidumbre, de incomprensión. Necesitamos un Tabor para escuchar la Palabra de Dios que nos hable directamente a nuestros corazones, porque ésta es la historia del amor de Dios hecha verdad y vida y porque sabemos que si no oramos, difícilmente podremos renovar nuestro compromiso con el Evangelio.
Así las cosas, cabría preguntarnos si ponemos más el acento en el desierto-tentación o en el Tabor-elevación. Si cuidamos nuestro proceso orante y de escucha. Si luchamos por sacar la oración de la monotonía o si de verdad nos preocupamos por entender los signos de cercanía de aquellas personas que llegan a nuestra vida.
Por todo ello, hemos de meditar sobre cuánto nos queda a los seguidores de Jesús para seguirle y transformar nuestras vidas aquí en nuestro pequeño mundo, unidos a todos los millones de hermanos que por una u otra causa sufren hambre, enfermedades crónicas, marginación, miseria, incomprensión y muertes violentas.
Unidos a… tantas necesidades humanas
En el monte, Jesús iluminó su camino de abandono y soledad dialogando con el Padre que le proclamaba como su Hijo amado, con el que siempre compartió la existencia divina y que había sido anunciado como Salvador por los profetas.
No cabe duda, que para éstos tres discípulos éste encuentro espectacular y milagroso significó una experiencia nunca olvidada, escuchando las palabras del Padre: “Este es mi hijo amado” (Mc.1,11)
Dios sella con su presencia luminosa el camino de su Hijo, el camino de la cruz, el camino de la luz y de la esperanza.
El candor deslumbrante de los vestidos de Pedro, Santiago y Juan hablan por si mismos de su gloria. Las figuras de Moisés y Elías conversando con Él, les convence que la ley y las profecías se cumplen en ese Mesías esperado que colma todas las promesas y esperanzas al tiempo que el testimonio del propio Dios confirma y culmina la revelación: “Es su Hijo amado”.
Sin embargo junto a esta experiencia singular, Jesús les impone una discreción limitada. La razón parece evidente, solo a la luz de la resurrección de Jesús será posible comprender su transfiguración.
Y estoy convencido de que también ahora Jesús nos llamada para ir con Él al Tabor y allí entablar un diálogo con los grandes orantes de la historia, Moisés y Elías, para encontrar la iluminación, el aliento y la fuerza necesaria para afrontar los retos de nuestra existencia.
Pero no podemos quedarnos siempre en el Tabor. Tenemos que bajar del monte; tenemos que afrontar la vida con los demás; tenemos que transformar nuestra condición humana sin separarnos de los otros. En definitiva entregar nuestro amor sin esperar nada a cambio.
Los apóstoles guardaron el secreto y nosotros también en “secreto” hemos de trabajar con Jesús para vivir y resucitar con El.
Es cierto que los cristianos vivimos momentos de obscuridad, de incertidumbre, de incomprensión. Necesitamos un Tabor para escuchar la Palabra de Dios que nos hable directamente a nuestros corazones, porque ésta es la historia del amor de Dios hecha verdad y vida y porque sabemos que si no oramos, difícilmente podremos renovar nuestro compromiso con el Evangelio.
Así las cosas, cabría preguntarnos si ponemos más el acento en el desierto-tentación o en el Tabor-elevación. Si cuidamos nuestro proceso orante y de escucha. Si luchamos por sacar la oración de la monotonía o si de verdad nos preocupamos por entender los signos de cercanía de aquellas personas que llegan a nuestra vida.
Por todo ello, hemos de meditar sobre cuánto nos queda a los seguidores de Jesús para seguirle y transformar nuestras vidas aquí en nuestro pequeño mundo, unidos a todos los millones de hermanos que por una u otra causa sufren hambre, enfermedades crónicas, marginación, miseria, incomprensión y muertes violentas.
Unidos a… tantas necesidades humanas