Reflexionando sobre el evangelio del próximo domingo segundo del tiempo de cuaresma, uno piensa lo hermoso que sería para Pedro, Santiago y Juan, acompañar a Jesús al monte Tabor de Israel situado junto a Nazaret, para ser testigos de su transfiguración y poder escuchar la voz del Padre.
Sin embargo al mismo tiempo, no se me escapa la dificultad que a veces tenemos los cristianos para estar al lado de Jesús tanto en las alegrías como en el sufrimiento. Lo duro que nos resulta subir al monte como Abraham, para sacrificar al “Isaac” de nuestros días repleto de placeres y egoísmos.
Jesús iluminó su camino de abandono y soledad, dialogando con el Padre que le proclama como su Hijo amado, con el que siempre compartió la existencia divina y que había sido anunciado como Salvador por los profetas.
Posiblemente no fuera éste, un encuentro aparentemente espectacular ni milagroso, aunque sí, una experiencia profundamente veraz: “Este es mi Hijo amado”, nos dice Marcos (9,2). El Padre sella con su presencia luminosa el camino de su Hijo, el camino de la cruz, el camino de la luz y de la esperanza.
Para estos tres discípulos que se les otorga el privilegio de una experiencia singular y que presencian el acto, el misterio de la persona de Jesús se les desvela por un momento.
El candor deslumbrante de sus vestidos hablan por si mismos de su gloria. Las figuras de Moisés y Elías conversando con Él, indican que la ley y las profecías se cumplen, siendo el Mesías esperado que colma todas las promesas y esperanzas al tiempo que el testimonio del propio Dios confirma y culmina la revelación: Es su Hijo amado (Mc. 1, 11. 12,6).
Todo esto es un significado de que la peregrinación continuaba y el camino volvía a oscurecerse para los discípulos. No obstante el recorrido ya no resultaba tan penoso al no olvidar ese destello de luz que habían recibido en la cima del monte y que les invitaba a escuchar al Maestro, aún cuando sus palabras sonaran a cruz y a sufrimiento.
A esta experiencia singular le sigue la imposición de silencio por parte de Jesús con un límite determinado: la Resurrección del Hijo del Hombre. La razón parece evidente. Solo a la luz de la resurrección será posible comprender la transfiguración en todo su alcance.
Y estoy convencido de que también ahora Jesús nos llama para ir con El al Tabor y allí en la altura, entablar un diálogo con los grandes orantes de la historia, Moisés y Elías; un diálogo en el que debemos encontrar nuestra iluminación, nuestro aliento y la fuerza para afrontar los retos de nuestra existencia cotidiana; porque es ahí en el diálogo con el Señor, donde descubrimos el sentido último de cuanto vivimos y somos.
Pero no podemos quedarnos siempre en el Tabor, hemos de bajar, hemos de afrontar la vida con los demás, hemos de transformar nuestra condición humana sin separarnos de los otros; hemos de entregar el amor sin esperar nada a cambio.
Los apóstoles guardaron el secreto y nosotros también en “secreto” hemos de trabajar con Jesús para vivir y resucitar con El; si no que sentido o finalidad tendría la “travesía” de nuestra vida por este mundo en el seguimiento de Cristo, en medio de pruebas y tentaciones.
Es cierto que los cristianos vivimos momentos de oscuridad, de incertidumbre, de incomprensión. Necesitamos un Tabor para escuchar la Palabra de Dios que nos hable directamente a nuestros corazones, porque ésta es la historia del amor de Dios hecha verdad y vida y porque sabemos que sino oramos, difícilmente podremos renovar nuestro compromiso con el Evangelio.
Así las cosas cabría preguntarnos si ponemos más el acento en el desierto-tentación o en el Tabor-elevación. Si cuidamos nuestro proceso orante, de escucha; si luchamos por sacar la oración de la monotonía o si de verdad nos preocupamos por entender los signos de cercanía de aquellas personas que llegan a nuestra vida.
Por todo ello, hemos de meditar sobre cuánto nos queda a los seguidores de Jesús para seguirle y transformar nuestras vidas, aquí en nuestro pequeño mundo; junto a los que sufren, junto a los millones de hermanos que mueren de hambre y de enfermedad en países del mal llamado “tercer mundo”; junto a los que son asesinados vilmente; junto a los deprimidos, marginados, enfermos de sida, junto a…tantas necesidades humanas.
Sin embargo al mismo tiempo, no se me escapa la dificultad que a veces tenemos los cristianos para estar al lado de Jesús tanto en las alegrías como en el sufrimiento. Lo duro que nos resulta subir al monte como Abraham, para sacrificar al “Isaac” de nuestros días repleto de placeres y egoísmos.
Jesús iluminó su camino de abandono y soledad, dialogando con el Padre que le proclama como su Hijo amado, con el que siempre compartió la existencia divina y que había sido anunciado como Salvador por los profetas.
Posiblemente no fuera éste, un encuentro aparentemente espectacular ni milagroso, aunque sí, una experiencia profundamente veraz: “Este es mi Hijo amado”, nos dice Marcos (9,2). El Padre sella con su presencia luminosa el camino de su Hijo, el camino de la cruz, el camino de la luz y de la esperanza.
Para estos tres discípulos que se les otorga el privilegio de una experiencia singular y que presencian el acto, el misterio de la persona de Jesús se les desvela por un momento.
El candor deslumbrante de sus vestidos hablan por si mismos de su gloria. Las figuras de Moisés y Elías conversando con Él, indican que la ley y las profecías se cumplen, siendo el Mesías esperado que colma todas las promesas y esperanzas al tiempo que el testimonio del propio Dios confirma y culmina la revelación: Es su Hijo amado (Mc. 1, 11. 12,6).
Todo esto es un significado de que la peregrinación continuaba y el camino volvía a oscurecerse para los discípulos. No obstante el recorrido ya no resultaba tan penoso al no olvidar ese destello de luz que habían recibido en la cima del monte y que les invitaba a escuchar al Maestro, aún cuando sus palabras sonaran a cruz y a sufrimiento.
A esta experiencia singular le sigue la imposición de silencio por parte de Jesús con un límite determinado: la Resurrección del Hijo del Hombre. La razón parece evidente. Solo a la luz de la resurrección será posible comprender la transfiguración en todo su alcance.
Y estoy convencido de que también ahora Jesús nos llama para ir con El al Tabor y allí en la altura, entablar un diálogo con los grandes orantes de la historia, Moisés y Elías; un diálogo en el que debemos encontrar nuestra iluminación, nuestro aliento y la fuerza para afrontar los retos de nuestra existencia cotidiana; porque es ahí en el diálogo con el Señor, donde descubrimos el sentido último de cuanto vivimos y somos.
Pero no podemos quedarnos siempre en el Tabor, hemos de bajar, hemos de afrontar la vida con los demás, hemos de transformar nuestra condición humana sin separarnos de los otros; hemos de entregar el amor sin esperar nada a cambio.
Los apóstoles guardaron el secreto y nosotros también en “secreto” hemos de trabajar con Jesús para vivir y resucitar con El; si no que sentido o finalidad tendría la “travesía” de nuestra vida por este mundo en el seguimiento de Cristo, en medio de pruebas y tentaciones.
Es cierto que los cristianos vivimos momentos de oscuridad, de incertidumbre, de incomprensión. Necesitamos un Tabor para escuchar la Palabra de Dios que nos hable directamente a nuestros corazones, porque ésta es la historia del amor de Dios hecha verdad y vida y porque sabemos que sino oramos, difícilmente podremos renovar nuestro compromiso con el Evangelio.
Así las cosas cabría preguntarnos si ponemos más el acento en el desierto-tentación o en el Tabor-elevación. Si cuidamos nuestro proceso orante, de escucha; si luchamos por sacar la oración de la monotonía o si de verdad nos preocupamos por entender los signos de cercanía de aquellas personas que llegan a nuestra vida.
Por todo ello, hemos de meditar sobre cuánto nos queda a los seguidores de Jesús para seguirle y transformar nuestras vidas, aquí en nuestro pequeño mundo; junto a los que sufren, junto a los millones de hermanos que mueren de hambre y de enfermedad en países del mal llamado “tercer mundo”; junto a los que son asesinados vilmente; junto a los deprimidos, marginados, enfermos de sida, junto a…tantas necesidades humanas.