Todos, por vocación cristiana, somos profetas.
Estamos muy habituados a clasificar como tales a algunas figuras de excepción en el Antiguo Testamento o dentro de la Iglesia. Sin embargo, todos, por el bautismo, injertados vitalmente en Aquel que es el Sacerdote, el Profeta y el Rey, somos sacerdotes, profetas y reyes: un Pueblo sacerdotal, profético y regio.
En la Biblia -como revelación y como historia, y como historia de un Pueblo- y en la Tradición cristiana -como doctrina, como ministerio y como espiritualidad- se han destacado principalmente en la vocación profética las siguientes características:
-profeta es aquel que habla «en nombre de»;
-aquel que consuela;
-aquel que contesta y proclama;
-aquel que se anticipa a la marcha salvífica del pueblo, la sostiene y la acelera.
Por la configuración mayoritaria que el sufrimiento, la lucha y la esperanza han adquirido en América Latina, estas notas constitutivas de la figura del profeta, han de ser vividas entre nosotros colectivamente.
De todo un pueblo «espiritual» es la profecía.
Lo importante, para que tenga valor de testimonio y de eficacia liberadora, es que esa profecía se haga concreta, histórica y como habitual.
No se trata de adivinar el futuro, sino de irlo forjando, dentro de las coordenadas de la utopía cristiana, en las condiciones de vida y de muerte de nuestra América y desde la vida normal que cada uno de nosotros llevamos.
La «anormalidad» de lo profético en nuestra vida ha de ser la perspicacia en el Espíritu y la prontitud de la respuesta -al mismo Espíritu y al Pueblo- con que vayamos asumiendo las señales de los tiempos.
Además, no se trata primordialmente de profetizar con palabras, sino con hechos, con los gestos de la vida entera.
Los conocidos gestos típicos de los profetas de Israel, en el nuevo Israel y más concretamente en esta América nuestra han de traducirse en actitudes y acciones sociales y políticas, de presión alternativa y de carga utópica.
No hará falta que nos rasguemos las vestiduras, pero habremos de rasgar la ideología dominante y la hipocresía religiosa.
Ponerse delante del Templo (Jer 7, 1-15) será hoy ser profecía también dentro de la propia comunidad eclesial, y ante las estructuras etnocentristas o alienadas de la propia Iglesia.
Sabremos actualizar el gesto de Amós contra los santuarios reales (7, 10-17) de la alianza del trono y el altar, del poder económico y el privilegio eclesiástico, anatematizados como idolatría por los profetas de Dios.
El profeta, ante todo, escucha al Dios vivo, para después hablar en su nombre.
La oración, la meditación de la Palabra de Dios, la apertura a las exigencias del Espíritu nos pondrán en condiciones de profetizar legítimamente; sin atribuirnos nunca representaciones mayores.
Cuando alguien está lleno del Espíritu de Dios, Lo derrama espontáneamente a su paso.
Ha de ser habitual para nosotros el recordar la propuesta y la dinámica del Reino para cualquier tipo de programa o de actividad; y apelar a la práctica de Jesús y a las exigencias de su Evangelio.
El profeta, después -sin que ese «después» signifique dicotomía- escucha al Pueblo real, su clamor, sus necesidades y aspiraciones.
Para hablar a Dios por el Pueblo; para hablar a los nuevos reyes y para hablarle al Pueblo mismo en sintonía histórica y eficaz, lo primero que debe hacer un latinoamericano o una latinoamericana, consciente y consecuente, como tal y en cristiano, es conocer de verdad y por convivencia diaria a su propio Pueblo.
Un profeta cristiano ha de tener la modestia de aquel que sabe que no sabe hablar y que no olvida nunca que habla «en nombre de»: «Palabra del Señor» es su palabra y «clamor del Pueblo» es su clamor.
El obispo mártir de Argentina, Enrique Angelelli, se había propuesto como actitud pastoral constante caminar «con un oído al Pueblo y otro al Evangelio».
Con un oído a Dios y otro al Pueblo y con la boca al servicio del Pueblo y de Dios ha de caminar el buen profeta latinoamericano.
«Ningún profeta es bien recibido en su tierra ».
Lo dijo Jesús (Lc 4, 24). Y no parece normal que un profeta sea muerto fuera de Jerusalén.
Lo dijo Jesús también (Lc 13, 33).
Los muchos profetas mártires de nuestra América dan testimonio con su sangre de esas advertencias del Maestro.
Porque el profeta ha de contestar, y no sólo a los grandes y dominadores, sino también muchas veces a los de su casa; a sus compañeros y compañeras de trabajo y de militancia; al obispo, quizás, o al pastor o al párroco.
«Clama, no ceses», le fue dicho al profeta Isaías (58, 1). En coyunturas de desaliento o de rutina, este imperativo hecho al verdadero profeta es todavía más necesario. Todas las instituciones tienden a anquilosarse.
La Iglesia, como institución, también. Y todas las revoluciones tienden a burocratizarse; también las revoluciones latinoamericanas.
La Iglesia siempre está expuesta a la tentación de «glosar» el Evangelio, y es necesario que haya muchos Franciscos de Asís a lo largo de su camino para proclamarle y, desde ella, proclamar al mundo «el Evangelio sin glosa».
La película de las comunidades eclesiales de base de Brasil, «Pé na Caminhada» , quiso presentar y estimular el talante y la acción del profeta colectivo Francisco que se perfila en la Iglesia latinoamericana.
Porque contesta, el profeta irrita. Y desestabiliza.
Derrumba de las falsas seguridades y desplaza hacia lo utópico, siempre menos confortable.
Eso no debe llevarnos a actitudes intemperantes, sobre todo con respecto a los pequeños, a los apartados o a los excomulgados de la vida.
Jesús no se atrevía ni siquiera a quebrar la caña que aún humease (Is 42, 3); y el Che quería «endurecerse pero sin perder la ternura jamás».
Ni que decir tiene que hay falsos profetas. Y cualquiera de nosotros puede llegar a serlo. No nos arroguemos infalibilidades ni desoigamos nunca al equipo, a la comunidad, al Pueblo, a la Iglesia, al Evangelio, al Espíritu.
Y también a los propios enemigos, para no olvidar la vieja sabiduría del refrán: «del enemigo, el consejo».
Un profeta latinoamericano que quiera hablar, hoy y aquí, en nombre de Dios, y hablar en nombre del Pueblo y al Pueblo, debe utilizar siempre también todas estas mediaciones. Ninguna inspiración las dispensa.
Dios es amor (1 Jn 4, 8). Amar y hacer amar es su voluntad (Jn 15, 12; Rm 13, 10).
El ha amado tanto al Mundo que le ha enviado a su propio Hijo (Jn 3, 16; 1 Jn 4, 9)), no para condenar al Mundo, sino para salvarlo (Jn 3, 17; 12, 47).
Y el Hijo de Dios, hecho hermano nuestro, nos ha enseñado definitivamente que sólo hay un mandamiento: el del amor (Jn 15, 12).
El amor es el programa del Reino de Dios. Ninguna espiritualidad será según el Espíritu de Dios y ninguna profecía será conforme a su Palabra si no practican y anuncian, ante todo y sobre todo, el amor misericordioso y liberador de Dios.
Ser profeta en nombre de ese Dios que tiene entrañas de madre (Is 49, 15) es ser permanentemente consolador.
El Antiguo Testamento nos ofrece bellísimas páginas enteras sobre esa misión consoladora de los profetas en Israel: «consolad, consolad a mi Pueblo, dice el Señor» (Is 40).
En medio de un pueblo secularmente oprimido, cada vez más condenado al hambre, a la miseria y a la marginación, como es nuestro Pueblo, ser profecía en América Latina ha de ser ejercitar incansablemente y con ternura fraterna el «ministerio de la consolación».
Ni el derecho ni la verdad, ni la justicia ni la ortodoxia nos permiten olvidar, en el ejercicio de la profecía, esa característica de la consolación que le es también esencial.
Hombres y mujeres «perfectos», en la disciplina eclesiástica o en la militancia política, han olvidado a veces la condición humana y el sufrimiento del pobre.
En la pastoral no podemos sobreponer un objetivo inmediato o un cronograma impecable por encima de una emergencia vital o de una situación crónica de desolación e impotencia.
A veces, ser profecía será estar cerca, callar o llorar con. «No sabéis de qué espíritu sois», nos dice Jesús (Lc 9, 55) cada vez que lastimamos a un pobre o a un pequeño; y cada vez que gritamos más alta la inflexibilidad de nuestra ideología que la Buena Nueva del Evangelio.
Todas las características del profeta cristiano, muy específicamente en esta tierra «de la muerte y de la esperanza» y en esta hora «de invierno eclesial» y «noche oscura para los pobres», deben confluir en esa postura de com-pasión que unge al herido y levanta al caído, y en ese ministerio de consolación que devuelve la fe en la vida y en el Dios de la Vida, y en ese trabajo de animación que sostiene y hace avanzar la utopía del Reino
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El Autor es el Obispo brasileño Pedro Casaldáliga
Estamos muy habituados a clasificar como tales a algunas figuras de excepción en el Antiguo Testamento o dentro de la Iglesia. Sin embargo, todos, por el bautismo, injertados vitalmente en Aquel que es el Sacerdote, el Profeta y el Rey, somos sacerdotes, profetas y reyes: un Pueblo sacerdotal, profético y regio.
En la Biblia -como revelación y como historia, y como historia de un Pueblo- y en la Tradición cristiana -como doctrina, como ministerio y como espiritualidad- se han destacado principalmente en la vocación profética las siguientes características:
-profeta es aquel que habla «en nombre de»;
-aquel que consuela;
-aquel que contesta y proclama;
-aquel que se anticipa a la marcha salvífica del pueblo, la sostiene y la acelera.
Por la configuración mayoritaria que el sufrimiento, la lucha y la esperanza han adquirido en América Latina, estas notas constitutivas de la figura del profeta, han de ser vividas entre nosotros colectivamente.
De todo un pueblo «espiritual» es la profecía.
Lo importante, para que tenga valor de testimonio y de eficacia liberadora, es que esa profecía se haga concreta, histórica y como habitual.
No se trata de adivinar el futuro, sino de irlo forjando, dentro de las coordenadas de la utopía cristiana, en las condiciones de vida y de muerte de nuestra América y desde la vida normal que cada uno de nosotros llevamos.
La «anormalidad» de lo profético en nuestra vida ha de ser la perspicacia en el Espíritu y la prontitud de la respuesta -al mismo Espíritu y al Pueblo- con que vayamos asumiendo las señales de los tiempos.
Además, no se trata primordialmente de profetizar con palabras, sino con hechos, con los gestos de la vida entera.
Los conocidos gestos típicos de los profetas de Israel, en el nuevo Israel y más concretamente en esta América nuestra han de traducirse en actitudes y acciones sociales y políticas, de presión alternativa y de carga utópica.
No hará falta que nos rasguemos las vestiduras, pero habremos de rasgar la ideología dominante y la hipocresía religiosa.
Ponerse delante del Templo (Jer 7, 1-15) será hoy ser profecía también dentro de la propia comunidad eclesial, y ante las estructuras etnocentristas o alienadas de la propia Iglesia.
Sabremos actualizar el gesto de Amós contra los santuarios reales (7, 10-17) de la alianza del trono y el altar, del poder económico y el privilegio eclesiástico, anatematizados como idolatría por los profetas de Dios.
El profeta, ante todo, escucha al Dios vivo, para después hablar en su nombre.
La oración, la meditación de la Palabra de Dios, la apertura a las exigencias del Espíritu nos pondrán en condiciones de profetizar legítimamente; sin atribuirnos nunca representaciones mayores.
Cuando alguien está lleno del Espíritu de Dios, Lo derrama espontáneamente a su paso.
Ha de ser habitual para nosotros el recordar la propuesta y la dinámica del Reino para cualquier tipo de programa o de actividad; y apelar a la práctica de Jesús y a las exigencias de su Evangelio.
El profeta, después -sin que ese «después» signifique dicotomía- escucha al Pueblo real, su clamor, sus necesidades y aspiraciones.
Para hablar a Dios por el Pueblo; para hablar a los nuevos reyes y para hablarle al Pueblo mismo en sintonía histórica y eficaz, lo primero que debe hacer un latinoamericano o una latinoamericana, consciente y consecuente, como tal y en cristiano, es conocer de verdad y por convivencia diaria a su propio Pueblo.
Un profeta cristiano ha de tener la modestia de aquel que sabe que no sabe hablar y que no olvida nunca que habla «en nombre de»: «Palabra del Señor» es su palabra y «clamor del Pueblo» es su clamor.
El obispo mártir de Argentina, Enrique Angelelli, se había propuesto como actitud pastoral constante caminar «con un oído al Pueblo y otro al Evangelio».
Con un oído a Dios y otro al Pueblo y con la boca al servicio del Pueblo y de Dios ha de caminar el buen profeta latinoamericano.
«Ningún profeta es bien recibido en su tierra ».
Lo dijo Jesús (Lc 4, 24). Y no parece normal que un profeta sea muerto fuera de Jerusalén.
Lo dijo Jesús también (Lc 13, 33).
Los muchos profetas mártires de nuestra América dan testimonio con su sangre de esas advertencias del Maestro.
Porque el profeta ha de contestar, y no sólo a los grandes y dominadores, sino también muchas veces a los de su casa; a sus compañeros y compañeras de trabajo y de militancia; al obispo, quizás, o al pastor o al párroco.
«Clama, no ceses», le fue dicho al profeta Isaías (58, 1). En coyunturas de desaliento o de rutina, este imperativo hecho al verdadero profeta es todavía más necesario. Todas las instituciones tienden a anquilosarse.
La Iglesia, como institución, también. Y todas las revoluciones tienden a burocratizarse; también las revoluciones latinoamericanas.
La Iglesia siempre está expuesta a la tentación de «glosar» el Evangelio, y es necesario que haya muchos Franciscos de Asís a lo largo de su camino para proclamarle y, desde ella, proclamar al mundo «el Evangelio sin glosa».
La película de las comunidades eclesiales de base de Brasil, «Pé na Caminhada» , quiso presentar y estimular el talante y la acción del profeta colectivo Francisco que se perfila en la Iglesia latinoamericana.
Porque contesta, el profeta irrita. Y desestabiliza.
Derrumba de las falsas seguridades y desplaza hacia lo utópico, siempre menos confortable.
Eso no debe llevarnos a actitudes intemperantes, sobre todo con respecto a los pequeños, a los apartados o a los excomulgados de la vida.
Jesús no se atrevía ni siquiera a quebrar la caña que aún humease (Is 42, 3); y el Che quería «endurecerse pero sin perder la ternura jamás».
Ni que decir tiene que hay falsos profetas. Y cualquiera de nosotros puede llegar a serlo. No nos arroguemos infalibilidades ni desoigamos nunca al equipo, a la comunidad, al Pueblo, a la Iglesia, al Evangelio, al Espíritu.
Y también a los propios enemigos, para no olvidar la vieja sabiduría del refrán: «del enemigo, el consejo».
Un profeta latinoamericano que quiera hablar, hoy y aquí, en nombre de Dios, y hablar en nombre del Pueblo y al Pueblo, debe utilizar siempre también todas estas mediaciones. Ninguna inspiración las dispensa.
Dios es amor (1 Jn 4, 8). Amar y hacer amar es su voluntad (Jn 15, 12; Rm 13, 10).
El ha amado tanto al Mundo que le ha enviado a su propio Hijo (Jn 3, 16; 1 Jn 4, 9)), no para condenar al Mundo, sino para salvarlo (Jn 3, 17; 12, 47).
Y el Hijo de Dios, hecho hermano nuestro, nos ha enseñado definitivamente que sólo hay un mandamiento: el del amor (Jn 15, 12).
El amor es el programa del Reino de Dios. Ninguna espiritualidad será según el Espíritu de Dios y ninguna profecía será conforme a su Palabra si no practican y anuncian, ante todo y sobre todo, el amor misericordioso y liberador de Dios.
Ser profeta en nombre de ese Dios que tiene entrañas de madre (Is 49, 15) es ser permanentemente consolador.
El Antiguo Testamento nos ofrece bellísimas páginas enteras sobre esa misión consoladora de los profetas en Israel: «consolad, consolad a mi Pueblo, dice el Señor» (Is 40).
En medio de un pueblo secularmente oprimido, cada vez más condenado al hambre, a la miseria y a la marginación, como es nuestro Pueblo, ser profecía en América Latina ha de ser ejercitar incansablemente y con ternura fraterna el «ministerio de la consolación».
Ni el derecho ni la verdad, ni la justicia ni la ortodoxia nos permiten olvidar, en el ejercicio de la profecía, esa característica de la consolación que le es también esencial.
Hombres y mujeres «perfectos», en la disciplina eclesiástica o en la militancia política, han olvidado a veces la condición humana y el sufrimiento del pobre.
En la pastoral no podemos sobreponer un objetivo inmediato o un cronograma impecable por encima de una emergencia vital o de una situación crónica de desolación e impotencia.
A veces, ser profecía será estar cerca, callar o llorar con. «No sabéis de qué espíritu sois», nos dice Jesús (Lc 9, 55) cada vez que lastimamos a un pobre o a un pequeño; y cada vez que gritamos más alta la inflexibilidad de nuestra ideología que la Buena Nueva del Evangelio.
Todas las características del profeta cristiano, muy específicamente en esta tierra «de la muerte y de la esperanza» y en esta hora «de invierno eclesial» y «noche oscura para los pobres», deben confluir en esa postura de com-pasión que unge al herido y levanta al caído, y en ese ministerio de consolación que devuelve la fe en la vida y en el Dios de la Vida, y en ese trabajo de animación que sostiene y hace avanzar la utopía del Reino
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El Autor es el Obispo brasileño Pedro Casaldáliga