La parábola del Criador Loco de Perros
Anónimo
Y dijo el "Maistro": Había una vez un hombre que criaba perros. A medida que pasaban los años, trabajó para producir una camada de animales fuertes, inteligentes y leales. Por fin, desarrolló una raza única de animales la cual, le gustaba pensar, reflejaba lo mejor de su propia naturaleza. Y por un tiempo todo estuvo bien. Después, los animales comenzaron a luchar. Peleaban entre ellos mismos y con las otras razas. Luchaban y se herían y mataban, a menudo por razones triviales, a veces sin razón alguna. Lo peor de todo, a los ojos del criador, fue que los perros se volvieron desobedientes, a veces ni siquiera lo reconocían como el amo. Como no pudo soportar este salvajismo ni tolerar más esta desobediencia arrogante, el criador decidió que debería destruirlos. Planeó cómo matarlos, pero entonces tuvo otra idea.
El amaba tanto a sus perros, a pesar de su salvajismo irremisible, que decidió colocar a su joven hijo en la perrera como un modelo de inocencia y virtud, para salvar a los perros de ellos mismos. Seguramente, ante la presencia de tan obvio ejemplo, un maestro enviado por su amo, los perros se volverían humildes y aprenderían a rechazar su monstruosa forma de comportarse. Pero en su corazón, el criador sabía que esto no pasaría. Él sabía que los perros matarían a su hijo. Y así lo hicieron. Los perros desgarraron las vestimentas del joven y lo despedazaron en trozos sangrantes.
El loco criador continuó amando a sus perros y les dijo: "Cualquiera de vosotros que crea que este era mi hijo, al cual permití matar por vuestra causa, no lo castigaré sino que lo llevaré a que viva conmigo en mi casa."
El que tenga oídos para oír y cerebro para pensar, que oiga y que piense.
Anónimo
Y dijo el "Maistro": Había una vez un hombre que criaba perros. A medida que pasaban los años, trabajó para producir una camada de animales fuertes, inteligentes y leales. Por fin, desarrolló una raza única de animales la cual, le gustaba pensar, reflejaba lo mejor de su propia naturaleza. Y por un tiempo todo estuvo bien. Después, los animales comenzaron a luchar. Peleaban entre ellos mismos y con las otras razas. Luchaban y se herían y mataban, a menudo por razones triviales, a veces sin razón alguna. Lo peor de todo, a los ojos del criador, fue que los perros se volvieron desobedientes, a veces ni siquiera lo reconocían como el amo. Como no pudo soportar este salvajismo ni tolerar más esta desobediencia arrogante, el criador decidió que debería destruirlos. Planeó cómo matarlos, pero entonces tuvo otra idea.
El amaba tanto a sus perros, a pesar de su salvajismo irremisible, que decidió colocar a su joven hijo en la perrera como un modelo de inocencia y virtud, para salvar a los perros de ellos mismos. Seguramente, ante la presencia de tan obvio ejemplo, un maestro enviado por su amo, los perros se volverían humildes y aprenderían a rechazar su monstruosa forma de comportarse. Pero en su corazón, el criador sabía que esto no pasaría. Él sabía que los perros matarían a su hijo. Y así lo hicieron. Los perros desgarraron las vestimentas del joven y lo despedazaron en trozos sangrantes.
El loco criador continuó amando a sus perros y les dijo: "Cualquiera de vosotros que crea que este era mi hijo, al cual permití matar por vuestra causa, no lo castigaré sino que lo llevaré a que viva conmigo en mi casa."
El que tenga oídos para oír y cerebro para pensar, que oiga y que piense.