La obra de la cruz
La obra de la cruz de Cristo -o Jesucristo crucificado- era todo el mensaje de Pablo. ¿Qué tiene de grandioso que era capaz de llenar del todo su mensaje?
El relato de los evangelios es insuficiente
El apóstol Pablo parece que tenía una obsesión, una idea fija. Aunque era un hombre muy culto, y podía echar mano a sus conocimientos de la cultura griega y romana; sin embargo, en estos dos versículos que hemos leído, él refuerza esta idea que lo cautivaba, esta obsesión que él tenía de hablar solamente de Jesucristo, de no saber otra cosa sino a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado.
Lo dice a los corintios, que habitaban en una región donde había florecido la sabiduría griega, y también a los gálatas, estos hermanos que se habían dejado en un momento cautivar por los judaizantes. A unos y a otros, el apóstol vuelve entonces con éste que era su tema central: Jesucristo crucificado.
¿Qué misterio se esconde en la cruz de Cristo? ¿Qué cosas sucedieron allí ese día en que el Señor fue levantado en la Cruz? Ese día el Señor estuvo en su máxima debilidad, había sido azotado, las espaldas todavía estaban sangrantes. Había sido también herido en su frente. Se le había puesto una corona de espinas. De seguro, su rostro estaba también lleno de sangre. Y a causa de la sed, de los golpes y del dolor, su rostro estaba desfigurado.
¿Qué cosas ocurrieron allí mientras él estaba desangrándose, sintiendo que sus fuerzas se escapaban, con el corazón latiendo cada vez con menos fuerza? ¿Qué cosas ocurrieron allí aparte de lo que los hombres veían como un espectáculo sangriento, terrible, atroz?
Al finalizar esa larga escena, el Señor entrega el espíritu diciendo: «Consumado es». Dice también la Escritura que entonces el velo del templo se rasgó de arriba abajo. Luego vinieron tinieblas sobre la tierra, hubo un terremoto, los sepulcros se abrieron y muchos muertos resucitaron. ¡Cosas extrañas sucedieron el día que él murió en la cruz!
Sin embargo, el relato de los evangelios todavía es muy escueto e insuficiente. Cuando lo leemos, sin duda nos conmovemos, pero no logramos percibir lo terrible de ese momento. Tenemos que saber que, en su muerte en la cruz, el Señor Jesús estaba realizando prodigios, hechos portentosos, y estaba obteniendo victorias tremendas, aunque los hombres sólo veían a un malhechor moribundo.
Espiritualmente, lo que ocurrió allí tiene alcances tan trascendentes, que nosotros pasaremos la eternidad escudriñando, sondeando, profundizando, analizando, describiendo y alabando la obra portentosa que ocurrió ese día. Como somos nosotros tan frágiles, tendemos a olvidarnos de lo importante de ese momento.
Quisiera, con la ayuda del Espíritu Santo, compartir con ustedes algunas de las cosas que ocurrieron –espiritualmente hablando– en la cruz del Calvario.
Nos reconcilió
Nosotros no estábamos ahí, ni para apoyar al Señor ni para burlarnos. Sin embargo, por cuanto somos hijos de Adán, podemos decir que nosotros también le crucificamos. En esos soldados romanos –gentiles como nosotros– también estábamos incluidos nosotros, acelerando la causa, para terminar rápido con el trámite. «¡Que muera luego, para irnos a casa!».
Nosotros éramos enemigos. Lo fuimos desde que Adán cayó y fue expulsado del huerto. ¿Qué significa ser un enemigo? Un enemigo está muy lejos de nuestro corazón, en el otro extremo de nuestros afectos. Nadie querría comer con un enemigo, nadie querría dar alojamiento en su casa a un enemigo. A la luz de las Escrituras –en el Antiguo Testamento, especialmente– encontramos que el trato dado a los enemigos era un trato proporcional a la ofensa que había inferido. Un enemigo era una persona a la cual había que tratar de la misma manera como él había tratado. «Ojo por ojo y diente por diente» era la norma.
Nosotros éramos enemigos en nuestra mente. ¿O tú naciste siendo amigo de Dios? ¿O tú eras tan bueno que, apenas tuviste conciencia de ti mismo, encontraste que entre tú y Dios no había ninguna separación? «En otro tiempo, erais extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras ...» dice la Palabra. (Col. 1:21). Enemigos. Dios estaba aquí –en un lado– y nosotros en el lado opuesto.
Pero, ¿saben ustedes qué ocurrió en la cruz del Calvario? Los que éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios. (Ro. 5:10). De modo que hoy día ya no somos enemigos. Pero para dejar de ser enemigos y venir a ser cercanos a Dios tuvo que ocurrir algo. Alguien tenía que ponerse en medio. Dios estaba en un lado, nosotros en el otro. Cuando el Señor Jesús fue a la cruz –por decirlo así– tomó con una mano la mano de Dios y con la otra tomó la nuestra, y nos acercó. En el momento en que Dios tomó nuestra mano, Jesús tuvo que soltar ambas: tuvo que morir. Fue dejado por Dios y aborrecido por nosotros. Así, el Señor pagó el precio para que nosotros fuésemos reconciliados con Dios.
La reconciliación no es producto de que nosotros nos hayamos ‘abuenado’ con Dios, de que nosotros hayamos aplacado su enemistad haciendo buenas obras. Tampoco es producto de que Dios se haya olvidado de que éramos enemigos. No es producto de ninguna de estas dos cosas. Es producto de que en medio de ambos se puso Uno que aceptó morir para derribar nuestra enemistad. ¡En la cruz del Calvario fuimos reconciliados con Dios! «Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne por medio de la muerte» (Col.1:21-22). ¡Tenía que morir, su cuerpo de carne tenía que ser herido! No hay reconciliación sin derramamiento de sangre, y sin que Jesús muriera en la cruz.
Nos redimió
Pero también, además de reconciliarnos allí, el Señor nos redimió. ‘Redimir’ significa ‘comprar’ o ‘rescatar’. Para explicar lo que esto significa, vamos a ir al Antiguo Testamento. Según la ley, cuando un judío empobrecía, él podía vender sus animales y aun sus tierras a su vecino que era rico, para pagar las deudas. Podía llegar el momento en que ese judío pobre lo había vendido todo; no le quedaba nada a qué echar mano, estaba en bancarrota. Pero la ley permitía que él fuera donde su hermano rico y le dijera: «No tengo nada más que venderte, así que me vendo a ti como esclavo». Entonces el rico le ponía un precio, y lo compraba. Ya no era más libre, ahora era un esclavo.
Pero de acuerdo a la ley también podía suceder lo siguiente: que este hombre tuviera un pariente rico que dijera: «Tengo suficiente dinero. Voy a rescatar a mi pariente para que deje de ser un esclavo». Ese acto de ir, y comprarlo, y sacarlo a la libertad se llamaba ‘redimir’ o ‘rescatar’.
Ahora, podemos aplicar esto a nosotros. Estábamos en bancarrota, nuestros pecados se habían amontonado sobre nosotros; no podíamos presentarnos delante de Dios. No éramos libres, éramos esclavos. Nos habíamos vendido nosotros, y aun nuestra mujer, nuestros hijos, nuestra casa, todo. ¡Y de pronto aparece un Pariente rico que nos compra! ¡Aparece Uno que es tan poderoso y tierno que, cuando nos vio cautivos, vino y dijo: «Yo los compro». La Palabra dice: «Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir ... no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1ª Pedro 1:18).
Con todo, hay una enorme diferencia entre este Pariente rico y todos los parientes ricos que redimieron en Israel. Todos ellos pusieron su dinero, ¡pero Jesús no puso su dinero: él pagó con su sangre! ¡Ese fue el precio de nuestro rescate! Fuimos redimidos, no con cosas corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo. ¿Alguien podría reclamar ahora que el precio que se pagó por nuestro rescate fue demasiado bajo, y que por tanto esa transacción hay que invalidarla por dolosa? El oro puede estar mezclado, y la plata no ser de buena ley. ¡Si hubiésemos sido pagados con oro o con plata, tal vez podría haberse impugnado el rescate! Pero fuimos comprados por la sangre de Jesús, así que allí no hay tacha alguna. Nadie, ni el diablo, puede levantarse para decir: «Esa transacción no es válida».
¡Oh, preciosa es la sangre de Jesús, más que todo el oro y más que toda la plata! ¡Tú y yo fuimos comprados por alto precio! El Señor estimó que tú eras valioso, te tuvo en gran estima. El Señor no dijo: «Ah, por ese solamente voy a pagar unos dos talentos, no vale más». No dijo así el Señor. Consideró que tu alma era valiosa en grado sumo y ofreció lo máximo que podía ofrecer. ¿Puedes ver esa sangre derramándose desde esa cruz? No sólo cien miligramos, no sólo un litro. ¡Toda la sangre que tiene un hombre! ¿No es espantoso eso? ¡Si tú caminas debajo de la cruz, te vas a resbalar, porque ahí está toda su sangre, ofrecida por nuestro rescate! No fue un precio pequeño. Nos redimió con su preciosa sangre.
Selló el Nuevo Pacto
Pero no sólo eso. La Escritura dice que él, con su sangre, selló un nuevo pacto. Según la Biblia, todos los pactos tenían que ser sellados con sangre. Cuando Moisés dio la ley al pueblo de Israel, tomó la sangre de los becerros y de los machos cabríos y roció el libro de la ley y roció a todo el pueblo, diciendo: «Esta es la sangre del pacto que Dios os ha mandado». Y, además de esto, roció también con la sangre el tabernáculo y todos los vasos del ministerio. (Hebreos 9:18-21).
El pacto antiguo fue ratificado por la sangre de los becerros y de los machos cabríos. Sin embargo, sabemos que ese pacto era un pacto transitorio, establecido para apelar a la justicia de los hombres, un pacto condicional que esperaba de los hombres un buen proceder para con Dios. Ahora bien, si la ley, el antiguo pacto, fue ratificado con sangre, ¿cuánto más el Nuevo Pacto, el pacto eterno, habría de ser ratificado con sangre?
Encontramos en el Antiguo Testamento que Dios hizo también un pacto con Abraham. El día en que Dios iba a hacer un pacto con Abraham fue un día solemne, porque allí Dios se iba a comprometer a favor de Abraham, y como señal de ese pacto, habrían de ser sacrificados algunos animales. Tres animales y dos avecillas fueron inmolados. Y Dios descendió allí, y ratificaron el pacto, y desde ese día Dios se comprometió para siempre con Abraham. En realidad, Dios no necesitaba sujetarse a un pacto, porque Dios no miente. Él lo hizo por causa de Abraham. Y ese pacto, a diferencia del que hizo con Israel a través de Moisés, no era un pacto condicional. Era un pacto unilateral, en que sólo Dios se comprometía. Dios le hizo una promesa a Abraham, y esa promesa se ha cumplido hasta el día de hoy, y se cumplirá hasta el fin.
¿Cuánto más no cumplirá Dios el pacto ratificado en la cruz del Calvario por la sangre de Jesucristo? Es un pacto unilateral también; no como el de Moisés, sino como el de Abraham, en que Dios por sí y ante sí se obliga a favorecer a todos los que se acojan a esa sangre derramada.
¿Hay aquí alguna condición? En este pacto, ¿Dios está pidiendo nuestra justicia, nuestras obras? No, en este pacto él se vacía entero en amor hacia los hombres. ¡Él lo hace todo, él es todosuficiente! «Para que no se olviden de mí, pondré mis leyes en su mente; para que su corazón no se aparte, allí también escribiré mis mandamientos; para que no se olviden de mí, yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Para que ninguno diga: Yo no lo sé, no lo conozco. Ellos me conocerán. Ninguno tendrá que pedirle a otro: Muéstrame a Dios. Sus pecados los perdonaré; sus iniquidades, las olvidaré». (Hebreos 8:10-12).
¡Oh, bendito es el Dios de nuestra salvación que se ha comprometido con nosotros a través de este pacto: la sangre del pacto eterno! ¿Hay algo que pueda quitarte a ti la posición privilegiada que tienes? ¿Puede venir mañana un mentiroso y decirte: «¡Cómo puedes decir que tú eres salvo! ¡Tienes que esforzarte para no perder tu salvación!» Mira la sangre del Cordero derramada en la cruz, ¿de qué te habla ella? De que en la cruz Dios selló un pacto de perdón, un pacto de salvación. ¡Somos el pueblo del pacto, ese pacto que nunca perderá su vigencia!
Los antiguos reyes franceses ponían en los decretos: «Yo, el Rey». Esa era su firma. No había ningún otro en Francia que pudiera decir «Yo, el Rey». Había uno solo. Pero he aquí que esta rúbrica que Dios puso tiene mucho más valor que la firma del rey de Francia. ¡Jamás el tiempo podrá borrar esa rúbrica escrita por la sangre de Jesucristo! ¡Jamás nuestros pecados serán traídos de nuevo a su memoria!
Nos abrió el camino al Lugar Santísimo
Pero no sólo eso. Seguimos mirando la cruz, mirando esa sangre, mirando al Cordero colgando de esa cruz vergonzosa.
Ustedes saben, los judíos tenían un lugar santo. Era el templo que estaba en Jerusalén. ¡Qué privilegio tuvieron ellos! Imaginémonos que tú digas: «Dios está en Jerusalén, tengo ganas de conocerlo. Aquí donde yo vivo no está Dios». Entonces, reúnes todos tus ahorros, y compras un pasaje a Jerusalén. Llegas allá, te acercas al templo. Ves que la gente va y viene. Ellos llevan animales para el sacrificio. Los hombres se acercan a la entrada. Los guardias vigilan atentamente qué es lo que se trae allí. Y luego, cuando alguien se acerca con su cordero o con su buey, le preguntan:
–¿Nombre?
–Sadrac.¿Tribu
–Zabulón.
–¿Te toca ofrecer hoy?
–Sí.
–¿De dónde vienes?
–De Galilea.
–Bien, adelante.
Otro, la misma cosa. De Judá, de la tribu de Benjamín, de Isacar, en fin. Pero llegaste tú, de Chile. (Estamos imaginando). Te acercas a la puerta.
–Y tú, ¡Nombre!
–Pedro González.
–¿Tribu?
–Soy de Chile.
–¿Tribu?
–Mi padre se llamaba Claudio González; mi abuelo, Tomás González. Es todo lo que sé, no me preguntes por tribu, porque no tengo.
La siguiente pregunta es:
–¿Cómo te atreves a venir aquí, incircunciso, inmundo? ¡Vete!
Tú quedas desolado. ¿Qué posibilidades tienes? No perteneces al pueblo escogido. Te vuelves a tu casa. ¡Nunca podrás conocer a Dios, nunca podrás tocar a Dios, ni siquiera el borde de sus vestiduras! ¡El Dios verdadero no está accesible para ti!
Esa era nuestra condición. Sin embargo, ocurrió algo allí en la cruz del Calvario. Cuando el Señor Jesús murió, el velo del templo se rasgó de arriba abajo, así que el camino quedó libre para todo el que quiera acercase a Dios. ¡Ahora puedes volver a Jerusalén! Ahora no sólo puedes pasar la primera puerta, y la segunda hacia el Lugar Santo. El velo, el de más adentro, está roto: ¡Jesús lo rompió!
Hebreos 10:19 dice: «Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne...» Esto significa que ese velo que se rompió cuando el Señor Jesús murió, era una metáfora, una alegoría. En realidad, ese velo se rompió allí porque había otro –el verdadero velo– que se rompía en ese momento.
¿Te acuerdas de esa lanza que atravesó el costado del Señor y de las heridas en sus manos? Sí, fue roto el velo, estaba lleno de heridas, la sangre se escapaba por todos lados. Ese velo que había entre el Lugar Santo y el Lugar Santísimo era una obra primorosa, tenía querubines bordados con oro. Era algo sagrado, pero ese día se rompió. Con todo, ese velo era sólo una sombra.
¿Te imaginas cómo sería el cuerpo del Señor Jesús, lo santo, lo puro? Externamente, estaba muy delgado. Hacía días que no había comido bien. «Contar puedo todos mis huesos», dice el salmista. Estaba lleno de sangre. Pero ese cuerpo herido nos abrió el camino al Lugar Santísimo.
El sumo sacerdote entraba una sola vez al año al Lugar Santísimo. Sin embargo, nosotros, todos los días, a cada hora, cada minuto, en cualquier lugar, podemos entrar en el Lugar Santísimo, podemos contemplar la gloria de Dios y postrarnos delante de él. Ese lugar está conectado con el cielo, ángeles bajan y suben llevando nuestra alabanza y también nuestras plegarias.
Nada nos puede separar de Dios
Estas son algunas de las cosas que ocurrieron en la cruz del Calvario aquel día. Podríamos estar hablando tanto acerca de esto.
Siendo enemigos, nos reconcilió; se puso en medio para que pudiéramos tomar la mano de Dios. Estando en bancarrota, nos rescató y nos hizo libres. Siendo ajenos a los pactos y a las promesas, él selló con su sangre el nuevo pacto para nosotros. Y también nos dio acceso al Lugar donde el hombre se encuentra con Dios.
¿Hay algo que nos separe de Dios, hay algo que corte nuestra comunión con Dios, hay algo que nos quite a Dios? Nadie lo puede hacer, porque el Señor Jesús murió en esa cruz vergonzosa para reconciliarnos, para rescatarnos, para asegurarnos con su sangre, para darnos entrada para siempre al Lugar Santísimo. ¡Bendita es la sangre de Jesús!
Digno es el Cordero
Digamos de nuevo las palabras de Pablo a los corintios: «Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado». ¿En qué nos gloriaremos, hermanos? ¡En la cruz de Cristo! ¡En Jesucristo crucificado! Por eso, cada primer día de la semana, nos reunimos en torno a la mesa, ¡porque no nos olvidamos!
«¿Viste tú su gran dolor allí?
¡Hay veces que, al pensarlo,
tiemblo, tiemblo, tiemblo!».
¿Viste tú sus sufrimientos? Allí se selló nuestra salvación. No fue fácil, no la alcanzamos nosotros a un alto precio. Fue la sangre del Justo, del Hijo de Dios, derramada hasta la última gota.
¡Oh, si el Señor nos diera más elocuencia para decirlo! ¡Oh, si encendiera más nuestros corazones para que no permaneciésemos nunca indiferentes! ¡Nos postraríamos delante de él, y le diríamos: Señor, digno eres de tomar el reino, el poder, la gloria y la alabanza!
¡Digno eres de recibir la adoración, porque tú fuiste inmolado, y tu sangre nos ha redimido, y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos por los siglos de los siglos!
La obra de la cruz de Cristo -o Jesucristo crucificado- era todo el mensaje de Pablo. ¿Qué tiene de grandioso que era capaz de llenar del todo su mensaje?
El relato de los evangelios es insuficiente
El apóstol Pablo parece que tenía una obsesión, una idea fija. Aunque era un hombre muy culto, y podía echar mano a sus conocimientos de la cultura griega y romana; sin embargo, en estos dos versículos que hemos leído, él refuerza esta idea que lo cautivaba, esta obsesión que él tenía de hablar solamente de Jesucristo, de no saber otra cosa sino a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado.
Lo dice a los corintios, que habitaban en una región donde había florecido la sabiduría griega, y también a los gálatas, estos hermanos que se habían dejado en un momento cautivar por los judaizantes. A unos y a otros, el apóstol vuelve entonces con éste que era su tema central: Jesucristo crucificado.
¿Qué misterio se esconde en la cruz de Cristo? ¿Qué cosas sucedieron allí ese día en que el Señor fue levantado en la Cruz? Ese día el Señor estuvo en su máxima debilidad, había sido azotado, las espaldas todavía estaban sangrantes. Había sido también herido en su frente. Se le había puesto una corona de espinas. De seguro, su rostro estaba también lleno de sangre. Y a causa de la sed, de los golpes y del dolor, su rostro estaba desfigurado.
¿Qué cosas ocurrieron allí mientras él estaba desangrándose, sintiendo que sus fuerzas se escapaban, con el corazón latiendo cada vez con menos fuerza? ¿Qué cosas ocurrieron allí aparte de lo que los hombres veían como un espectáculo sangriento, terrible, atroz?
Al finalizar esa larga escena, el Señor entrega el espíritu diciendo: «Consumado es». Dice también la Escritura que entonces el velo del templo se rasgó de arriba abajo. Luego vinieron tinieblas sobre la tierra, hubo un terremoto, los sepulcros se abrieron y muchos muertos resucitaron. ¡Cosas extrañas sucedieron el día que él murió en la cruz!
Sin embargo, el relato de los evangelios todavía es muy escueto e insuficiente. Cuando lo leemos, sin duda nos conmovemos, pero no logramos percibir lo terrible de ese momento. Tenemos que saber que, en su muerte en la cruz, el Señor Jesús estaba realizando prodigios, hechos portentosos, y estaba obteniendo victorias tremendas, aunque los hombres sólo veían a un malhechor moribundo.
Espiritualmente, lo que ocurrió allí tiene alcances tan trascendentes, que nosotros pasaremos la eternidad escudriñando, sondeando, profundizando, analizando, describiendo y alabando la obra portentosa que ocurrió ese día. Como somos nosotros tan frágiles, tendemos a olvidarnos de lo importante de ese momento.
Quisiera, con la ayuda del Espíritu Santo, compartir con ustedes algunas de las cosas que ocurrieron –espiritualmente hablando– en la cruz del Calvario.
Nos reconcilió
Nosotros no estábamos ahí, ni para apoyar al Señor ni para burlarnos. Sin embargo, por cuanto somos hijos de Adán, podemos decir que nosotros también le crucificamos. En esos soldados romanos –gentiles como nosotros– también estábamos incluidos nosotros, acelerando la causa, para terminar rápido con el trámite. «¡Que muera luego, para irnos a casa!».
Nosotros éramos enemigos. Lo fuimos desde que Adán cayó y fue expulsado del huerto. ¿Qué significa ser un enemigo? Un enemigo está muy lejos de nuestro corazón, en el otro extremo de nuestros afectos. Nadie querría comer con un enemigo, nadie querría dar alojamiento en su casa a un enemigo. A la luz de las Escrituras –en el Antiguo Testamento, especialmente– encontramos que el trato dado a los enemigos era un trato proporcional a la ofensa que había inferido. Un enemigo era una persona a la cual había que tratar de la misma manera como él había tratado. «Ojo por ojo y diente por diente» era la norma.
Nosotros éramos enemigos en nuestra mente. ¿O tú naciste siendo amigo de Dios? ¿O tú eras tan bueno que, apenas tuviste conciencia de ti mismo, encontraste que entre tú y Dios no había ninguna separación? «En otro tiempo, erais extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras ...» dice la Palabra. (Col. 1:21). Enemigos. Dios estaba aquí –en un lado– y nosotros en el lado opuesto.
Pero, ¿saben ustedes qué ocurrió en la cruz del Calvario? Los que éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios. (Ro. 5:10). De modo que hoy día ya no somos enemigos. Pero para dejar de ser enemigos y venir a ser cercanos a Dios tuvo que ocurrir algo. Alguien tenía que ponerse en medio. Dios estaba en un lado, nosotros en el otro. Cuando el Señor Jesús fue a la cruz –por decirlo así– tomó con una mano la mano de Dios y con la otra tomó la nuestra, y nos acercó. En el momento en que Dios tomó nuestra mano, Jesús tuvo que soltar ambas: tuvo que morir. Fue dejado por Dios y aborrecido por nosotros. Así, el Señor pagó el precio para que nosotros fuésemos reconciliados con Dios.
La reconciliación no es producto de que nosotros nos hayamos ‘abuenado’ con Dios, de que nosotros hayamos aplacado su enemistad haciendo buenas obras. Tampoco es producto de que Dios se haya olvidado de que éramos enemigos. No es producto de ninguna de estas dos cosas. Es producto de que en medio de ambos se puso Uno que aceptó morir para derribar nuestra enemistad. ¡En la cruz del Calvario fuimos reconciliados con Dios! «Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne por medio de la muerte» (Col.1:21-22). ¡Tenía que morir, su cuerpo de carne tenía que ser herido! No hay reconciliación sin derramamiento de sangre, y sin que Jesús muriera en la cruz.
Nos redimió
Pero también, además de reconciliarnos allí, el Señor nos redimió. ‘Redimir’ significa ‘comprar’ o ‘rescatar’. Para explicar lo que esto significa, vamos a ir al Antiguo Testamento. Según la ley, cuando un judío empobrecía, él podía vender sus animales y aun sus tierras a su vecino que era rico, para pagar las deudas. Podía llegar el momento en que ese judío pobre lo había vendido todo; no le quedaba nada a qué echar mano, estaba en bancarrota. Pero la ley permitía que él fuera donde su hermano rico y le dijera: «No tengo nada más que venderte, así que me vendo a ti como esclavo». Entonces el rico le ponía un precio, y lo compraba. Ya no era más libre, ahora era un esclavo.
Pero de acuerdo a la ley también podía suceder lo siguiente: que este hombre tuviera un pariente rico que dijera: «Tengo suficiente dinero. Voy a rescatar a mi pariente para que deje de ser un esclavo». Ese acto de ir, y comprarlo, y sacarlo a la libertad se llamaba ‘redimir’ o ‘rescatar’.
Ahora, podemos aplicar esto a nosotros. Estábamos en bancarrota, nuestros pecados se habían amontonado sobre nosotros; no podíamos presentarnos delante de Dios. No éramos libres, éramos esclavos. Nos habíamos vendido nosotros, y aun nuestra mujer, nuestros hijos, nuestra casa, todo. ¡Y de pronto aparece un Pariente rico que nos compra! ¡Aparece Uno que es tan poderoso y tierno que, cuando nos vio cautivos, vino y dijo: «Yo los compro». La Palabra dice: «Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir ... no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1ª Pedro 1:18).
Con todo, hay una enorme diferencia entre este Pariente rico y todos los parientes ricos que redimieron en Israel. Todos ellos pusieron su dinero, ¡pero Jesús no puso su dinero: él pagó con su sangre! ¡Ese fue el precio de nuestro rescate! Fuimos redimidos, no con cosas corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo. ¿Alguien podría reclamar ahora que el precio que se pagó por nuestro rescate fue demasiado bajo, y que por tanto esa transacción hay que invalidarla por dolosa? El oro puede estar mezclado, y la plata no ser de buena ley. ¡Si hubiésemos sido pagados con oro o con plata, tal vez podría haberse impugnado el rescate! Pero fuimos comprados por la sangre de Jesús, así que allí no hay tacha alguna. Nadie, ni el diablo, puede levantarse para decir: «Esa transacción no es válida».
¡Oh, preciosa es la sangre de Jesús, más que todo el oro y más que toda la plata! ¡Tú y yo fuimos comprados por alto precio! El Señor estimó que tú eras valioso, te tuvo en gran estima. El Señor no dijo: «Ah, por ese solamente voy a pagar unos dos talentos, no vale más». No dijo así el Señor. Consideró que tu alma era valiosa en grado sumo y ofreció lo máximo que podía ofrecer. ¿Puedes ver esa sangre derramándose desde esa cruz? No sólo cien miligramos, no sólo un litro. ¡Toda la sangre que tiene un hombre! ¿No es espantoso eso? ¡Si tú caminas debajo de la cruz, te vas a resbalar, porque ahí está toda su sangre, ofrecida por nuestro rescate! No fue un precio pequeño. Nos redimió con su preciosa sangre.
Selló el Nuevo Pacto
Pero no sólo eso. La Escritura dice que él, con su sangre, selló un nuevo pacto. Según la Biblia, todos los pactos tenían que ser sellados con sangre. Cuando Moisés dio la ley al pueblo de Israel, tomó la sangre de los becerros y de los machos cabríos y roció el libro de la ley y roció a todo el pueblo, diciendo: «Esta es la sangre del pacto que Dios os ha mandado». Y, además de esto, roció también con la sangre el tabernáculo y todos los vasos del ministerio. (Hebreos 9:18-21).
El pacto antiguo fue ratificado por la sangre de los becerros y de los machos cabríos. Sin embargo, sabemos que ese pacto era un pacto transitorio, establecido para apelar a la justicia de los hombres, un pacto condicional que esperaba de los hombres un buen proceder para con Dios. Ahora bien, si la ley, el antiguo pacto, fue ratificado con sangre, ¿cuánto más el Nuevo Pacto, el pacto eterno, habría de ser ratificado con sangre?
Encontramos en el Antiguo Testamento que Dios hizo también un pacto con Abraham. El día en que Dios iba a hacer un pacto con Abraham fue un día solemne, porque allí Dios se iba a comprometer a favor de Abraham, y como señal de ese pacto, habrían de ser sacrificados algunos animales. Tres animales y dos avecillas fueron inmolados. Y Dios descendió allí, y ratificaron el pacto, y desde ese día Dios se comprometió para siempre con Abraham. En realidad, Dios no necesitaba sujetarse a un pacto, porque Dios no miente. Él lo hizo por causa de Abraham. Y ese pacto, a diferencia del que hizo con Israel a través de Moisés, no era un pacto condicional. Era un pacto unilateral, en que sólo Dios se comprometía. Dios le hizo una promesa a Abraham, y esa promesa se ha cumplido hasta el día de hoy, y se cumplirá hasta el fin.
¿Cuánto más no cumplirá Dios el pacto ratificado en la cruz del Calvario por la sangre de Jesucristo? Es un pacto unilateral también; no como el de Moisés, sino como el de Abraham, en que Dios por sí y ante sí se obliga a favorecer a todos los que se acojan a esa sangre derramada.
¿Hay aquí alguna condición? En este pacto, ¿Dios está pidiendo nuestra justicia, nuestras obras? No, en este pacto él se vacía entero en amor hacia los hombres. ¡Él lo hace todo, él es todosuficiente! «Para que no se olviden de mí, pondré mis leyes en su mente; para que su corazón no se aparte, allí también escribiré mis mandamientos; para que no se olviden de mí, yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Para que ninguno diga: Yo no lo sé, no lo conozco. Ellos me conocerán. Ninguno tendrá que pedirle a otro: Muéstrame a Dios. Sus pecados los perdonaré; sus iniquidades, las olvidaré». (Hebreos 8:10-12).
¡Oh, bendito es el Dios de nuestra salvación que se ha comprometido con nosotros a través de este pacto: la sangre del pacto eterno! ¿Hay algo que pueda quitarte a ti la posición privilegiada que tienes? ¿Puede venir mañana un mentiroso y decirte: «¡Cómo puedes decir que tú eres salvo! ¡Tienes que esforzarte para no perder tu salvación!» Mira la sangre del Cordero derramada en la cruz, ¿de qué te habla ella? De que en la cruz Dios selló un pacto de perdón, un pacto de salvación. ¡Somos el pueblo del pacto, ese pacto que nunca perderá su vigencia!
Los antiguos reyes franceses ponían en los decretos: «Yo, el Rey». Esa era su firma. No había ningún otro en Francia que pudiera decir «Yo, el Rey». Había uno solo. Pero he aquí que esta rúbrica que Dios puso tiene mucho más valor que la firma del rey de Francia. ¡Jamás el tiempo podrá borrar esa rúbrica escrita por la sangre de Jesucristo! ¡Jamás nuestros pecados serán traídos de nuevo a su memoria!
Nos abrió el camino al Lugar Santísimo
Pero no sólo eso. Seguimos mirando la cruz, mirando esa sangre, mirando al Cordero colgando de esa cruz vergonzosa.
Ustedes saben, los judíos tenían un lugar santo. Era el templo que estaba en Jerusalén. ¡Qué privilegio tuvieron ellos! Imaginémonos que tú digas: «Dios está en Jerusalén, tengo ganas de conocerlo. Aquí donde yo vivo no está Dios». Entonces, reúnes todos tus ahorros, y compras un pasaje a Jerusalén. Llegas allá, te acercas al templo. Ves que la gente va y viene. Ellos llevan animales para el sacrificio. Los hombres se acercan a la entrada. Los guardias vigilan atentamente qué es lo que se trae allí. Y luego, cuando alguien se acerca con su cordero o con su buey, le preguntan:
–¿Nombre?
–Sadrac.¿Tribu
–Zabulón.
–¿Te toca ofrecer hoy?
–Sí.
–¿De dónde vienes?
–De Galilea.
–Bien, adelante.
Otro, la misma cosa. De Judá, de la tribu de Benjamín, de Isacar, en fin. Pero llegaste tú, de Chile. (Estamos imaginando). Te acercas a la puerta.
–Y tú, ¡Nombre!
–Pedro González.
–¿Tribu?
–Soy de Chile.
–¿Tribu?
–Mi padre se llamaba Claudio González; mi abuelo, Tomás González. Es todo lo que sé, no me preguntes por tribu, porque no tengo.
La siguiente pregunta es:
–¿Cómo te atreves a venir aquí, incircunciso, inmundo? ¡Vete!
Tú quedas desolado. ¿Qué posibilidades tienes? No perteneces al pueblo escogido. Te vuelves a tu casa. ¡Nunca podrás conocer a Dios, nunca podrás tocar a Dios, ni siquiera el borde de sus vestiduras! ¡El Dios verdadero no está accesible para ti!
Esa era nuestra condición. Sin embargo, ocurrió algo allí en la cruz del Calvario. Cuando el Señor Jesús murió, el velo del templo se rasgó de arriba abajo, así que el camino quedó libre para todo el que quiera acercase a Dios. ¡Ahora puedes volver a Jerusalén! Ahora no sólo puedes pasar la primera puerta, y la segunda hacia el Lugar Santo. El velo, el de más adentro, está roto: ¡Jesús lo rompió!
Hebreos 10:19 dice: «Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne...» Esto significa que ese velo que se rompió cuando el Señor Jesús murió, era una metáfora, una alegoría. En realidad, ese velo se rompió allí porque había otro –el verdadero velo– que se rompía en ese momento.
¿Te acuerdas de esa lanza que atravesó el costado del Señor y de las heridas en sus manos? Sí, fue roto el velo, estaba lleno de heridas, la sangre se escapaba por todos lados. Ese velo que había entre el Lugar Santo y el Lugar Santísimo era una obra primorosa, tenía querubines bordados con oro. Era algo sagrado, pero ese día se rompió. Con todo, ese velo era sólo una sombra.
¿Te imaginas cómo sería el cuerpo del Señor Jesús, lo santo, lo puro? Externamente, estaba muy delgado. Hacía días que no había comido bien. «Contar puedo todos mis huesos», dice el salmista. Estaba lleno de sangre. Pero ese cuerpo herido nos abrió el camino al Lugar Santísimo.
El sumo sacerdote entraba una sola vez al año al Lugar Santísimo. Sin embargo, nosotros, todos los días, a cada hora, cada minuto, en cualquier lugar, podemos entrar en el Lugar Santísimo, podemos contemplar la gloria de Dios y postrarnos delante de él. Ese lugar está conectado con el cielo, ángeles bajan y suben llevando nuestra alabanza y también nuestras plegarias.
Nada nos puede separar de Dios
Estas son algunas de las cosas que ocurrieron en la cruz del Calvario aquel día. Podríamos estar hablando tanto acerca de esto.
Siendo enemigos, nos reconcilió; se puso en medio para que pudiéramos tomar la mano de Dios. Estando en bancarrota, nos rescató y nos hizo libres. Siendo ajenos a los pactos y a las promesas, él selló con su sangre el nuevo pacto para nosotros. Y también nos dio acceso al Lugar donde el hombre se encuentra con Dios.
¿Hay algo que nos separe de Dios, hay algo que corte nuestra comunión con Dios, hay algo que nos quite a Dios? Nadie lo puede hacer, porque el Señor Jesús murió en esa cruz vergonzosa para reconciliarnos, para rescatarnos, para asegurarnos con su sangre, para darnos entrada para siempre al Lugar Santísimo. ¡Bendita es la sangre de Jesús!
Digno es el Cordero
Digamos de nuevo las palabras de Pablo a los corintios: «Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado». ¿En qué nos gloriaremos, hermanos? ¡En la cruz de Cristo! ¡En Jesucristo crucificado! Por eso, cada primer día de la semana, nos reunimos en torno a la mesa, ¡porque no nos olvidamos!
«¿Viste tú su gran dolor allí?
¡Hay veces que, al pensarlo,
tiemblo, tiemblo, tiemblo!».
¿Viste tú sus sufrimientos? Allí se selló nuestra salvación. No fue fácil, no la alcanzamos nosotros a un alto precio. Fue la sangre del Justo, del Hijo de Dios, derramada hasta la última gota.
¡Oh, si el Señor nos diera más elocuencia para decirlo! ¡Oh, si encendiera más nuestros corazones para que no permaneciésemos nunca indiferentes! ¡Nos postraríamos delante de él, y le diríamos: Señor, digno eres de tomar el reino, el poder, la gloria y la alabanza!
¡Digno eres de recibir la adoración, porque tú fuiste inmolado, y tu sangre nos ha redimido, y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos por los siglos de los siglos!