La milagrosa conversión de los "yakuza"

Bart

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24 Enero 2001
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Por su interés, Periodista Digital reproduce a continuación el siguiente artículo

Sábado, 12 de julio de 2003

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ULTIMA

TESTIGO DIRECTO / TOKIO

La milagrosa conversión de los "yakuza"

Miembros de la mafia japonesa abandonan la 'yakuza' y se unen a la iglesia para «promover la palabra del Señor» / Han sustituido la extorsión y el asesinato por actividades como cortar el pelo a los vagabundos o dar de comer a los pobres


DAVID JIMENEZ

Los dedos meñiques de ambas manos amputados y los tatuajes de guerreros y dragones grabados en el pecho recuerdan la fidelidad ciega de Kaoru Inoue a su antiguo padrino. Un crucifijo y la Biblia editada en japonés muestran quién dispone ahora de sus servicios. «Jesús es mi nuevo jefe, ahora sólo obedezco la palabra de Dios», dice este ex miembro de la temida mafia japonesa de los yakuza, convertido en pastor y adalid de las buenas causas.

Inoue y otros siete gangsters son los fundadores de Misión Barrabás, una congregación evangélica dedicada a la propagación del cristianismo y la ayuda a los más desfavorecidos. Para un grupo de criminales que admite haber incumplido hasta el último de los 10 mandamientos -incluido el de «no matarás»-, se trata de una transformación casi surrealista.

Los sábados se les puede ver en el parque Veno de Tokio repartiendo comida entre los pobres, cortándole el pelo a los vagabundos o ayudando a los ancianos. Su misión a largo plazo es, sin embargo, mucho más ambiciosa: atraer por el buen camino a los cerca de 80.000 mafiosos con los que compartieron el mundo del hampa.

Los yakuza, como las tríadas chinas o la mafia italiana, basan su existencia en lazos de sangre, la lealtad y el secretismo. En Japón mueven un imperio económico que incluye redes de prostitución, tráfico de armas y drogas, extorsión a comerciantes y asesinatos a sueldo. Los ocho líderes de Misión Barrabás se han atrevido a desafiar la regla número uno de la mafia nipona -la deserción se paga con la muerte- para predicar ahora contra todo aquello que una vez les hizo sentirse invencibles. «Si incluso un criminal como yo puede renacer, ¿por qué no tú y tú y tú?», dice el reverendo Suzuki señalando a sus fieles en la iglesia que el grupo ha construido en Funabashi, un suburbio de Tokio.

La mayoría de los que se acercan a escucharle son prostitutas, criminales, drogadictos y ex presidiarios en busca de una voz que les conduzca por el buen camino. ¿Quién mejor que alguien que conoce el infierno de cerca?

Hiroyuki Suzuki, de 44 años y fundador de la congregación, estuvo 17 años con los yakuza antes de escuchar «la llamada de más arriba». Como miembro de la Sakaume-gumi, un grupo criminal de Osaka, era el encargado de los negocios de trata de blancas y del juego, especialidades que le llevaron a la cárcel en tres ocasiones. Dos veces se cortó él mismo sus dedos meñiques en público para pedir disculpas ante sus capos por sendas operaciones fallidas. Cuando sus deudas se acumularon, terminó huyendo con su amante, dejando atrás a su mujer y su hija. «Había 800 yakuza buscándome para matarme y lo único que me importaba era yo mismo. Me había convertido en un monstruo», asegura en un libro autobiográfico.

Una década después Suzuki ha recuperado a su familia, ha salido de las drogas y ha levantado otro pequeño imperio, esta vez legal, que incluye la edición de un libro -Cristianos Tatuados-, la producción de una película -Jesús es mi jefe- y apariciones semanales en televisión.

Los yakuza arrepentidos se han convertido en celebridades, acuden a conferencias religiosas en todo el mundo y en 1998 fueron invitados por Bill Clinton a una misa en la Casa Blanca, donde se les exhibió como ejemplo de que hasta los mayores pecadores pueden encontrar la salvación («incluso el propio Clinton», bromean).

Ellos aseguran que todo lo hacen con la intención de enseñar la palabra del Señor en un país donde menos del 1% de la población se declara cristiana. Los nipones siguen prefiriendo su particular versión del budismo y la religión local Shinto, ambas muy anteriores al desembarco del misionero español San Francisco Javier en 1849.

Los métodos de los predicadores de Misión Barrabás no parecen destinados a cambiar las tendencias religiosas en Japón. Aunque los negocios de la congregación van bien y su popularidad en aumento, apenas un centenar de fieles se han atrevido a sumarse a su iglesia evangélica. Suzuki, Inoue y los demás recorren a menudo las calles de Tokio cargando grandes crucifijos, mostrando sus torsos tatuados, cantando y repartiendo bendiciones. El problema es que los japoneses, que sienten terror ante la simple mención de la palabra yakuza, no terminan de saber si se trata de una procesión o del inicio de otra pelea entre bandas rivales. Y, ante la duda, muchos cambian de acera.

Inoue, que abandonó su familia yakuza hace 13 años, recuerda los tiempos en los que su mera presencia provocaba temor, y cree que llevará mucho tiempo ganarse la confianza de la gente. Su vida cambió cuando un jefe mafioso que actuaba en su barrio le ofreció un trabajo de recadero, siendo todavía un adolescente. Poco tiempo después se convirtió en su mano derecha. «Tenía poder y dinero, era adicto a la cocaína y participé en peleas en las que moría gente. Pero mi vida estaba vacía», dice.

Un día, durante la visita al dentista y tras haber tratado de suicidarse en tres ocasiones, conoció a la que todavía es su mujer. «Ella era cristiana y me enseñó el camino. Me llevó a una Iglesia y allí pude escuchar a Dios decirme: 'Yo te ayudaré'», confiesa. Inoue habló con su padrino y le pidió que le dejara marchar sin castigarle pese a que en el pasado, sus dedos meñiques habían sido amputados por haber faltado al código de honor.

«Creo que el boss [jefe] me quería sinceramente, por eso no ordenó mi muerte. Le dije que se viniera conmigo a Misión Barrabás, pero me respondió que él nunca abandonaría. Tres años después me lo volví a encontrar: había abandonado a los yakuza», cuenta este antiguo gangster rodeado de sus compañeros en las oficinas que la congregación tiene en el centro de Tokio.

Todos ellos coinciden en que, en cierto modo, siguen siendo yakuzas.Se dirigen unos a otros con el apelativo de «hermano», como en los viejos tiempos, aseguran seguir teniendo un enemigo, en este caso Satán, y sirven con fidelidad ciega a su nuevo jefe. «El que está por encima de todos», dice Inoue levantando la mirada hacia el cielo.