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LA INOCENCIA PROFANADA
Por TRINIDAD DE LEÓN-SOTELO. Periodista
LA inocencia no es sólo cosa de niños. Hay, también, adultos inocentes, pero en ellos, para serlo, es necesaria una ardua lucha por mantener vínculos con lo mejor del ser humano. La inocencia a esas alturas podría trocarse ya por la no menos bella palabra que dice honestidad, por la no menos hermosa que dice idealismo. Ambas tienen su base en el ansia por mantener lo mejor de la persona, de lo que se probó una vez, años atrás, y de cuyo sabor, pase lo que pase, muchos seres humanos se niegan a desprenderse.
Pero en los niños, la inocencia es total, pura, virginal. Sucede, sin embargo, y los adultos lo saben, que los años la van descomponiendo. El tiempo la va desmoronando, pero no como derruye un edificio o tritura la belleza. La desintegración de lo que es la inocencia primigenia, de lo que en los niños puede llamarse -quizá con exacta precisión- candor, se produce cuando se van, también en tópico exacto, abriendo los ojos al mundo y llegan en tropel múltiples conocimientos. Pero antes de que esto suceda, ser niño es creer en todo y ser capaz, a la vez, de decir lo que se siente. A esta capacidad se la premia con un «los niños son crueles». Pero no, la fe y la franqueza convierten a los niños en seres absolutamente vulnerables. El niño representa al ser humano en su estado más puro. Tiene la mirada de absoluta entrega, el oído dispuesto a creer lo que escucha, la boca dispuesta a pronunciar palabras sentidas. Eso es ser niño. Esa es la infancia. Una condición que lleva inexorablemente a la indefensión, a una situación de inclemencia de huracanes. Cuando alguien se vale de eso y lo profana es tan aborrecible como lo más abomibable que pueda darse. Es la infamia en estado más puro. Cuando ese horror sucede los claxones deberían sonar; las campanas, repicar; los barcos, hacer gemir sus sirenas; los aviones, soltar chorros de espuma que cubriera la ignominia. La iniquidad. Luego de todo eso, un silencio de sepulcro debería abatirse sobre el mundo, porque lo que se está matando es su futuro.
Pero los niños son maltratados físicamente, ultrajados sexualmente, sacrificados hasta morir por hambre y ¿qué sucede? Sólo se escucha el sonido de las palabras que se diluyen entre los límites de la inutilidad y la ineficacia, como esas que hacen que muchos traten a los niños como si serlo fuera sinónimo de bobo, como esas que llevan a los políticos a proclamar con énfasis que habrá soluciones. Pero nadie grita un hasta aquí hemos llegado, que, de verdad, cambiara el infierno, si no por el cielo, sí por un mundo humano. Pero eso sí, hay volúmenes de peso que contienen los derechos del niño y hay reuniones a todos los niveles para tratar el asunto. Y así, entre palabras escritas y habladas, se esquiva la justicia, y con un poco de suerte se reparte caridad, gran virtud, pero innecesaria si los verdugos de la vida fueran perseguidos hasta sus mansiones de alcantarilla. Mientras, la arbitrariedad y los desmanes continúan.
Los niños lloran o callan. Pero las lágrimas son preferibles al silencio, que viniendo de un niño es terrible. ¡Cuánto dolor hay en él! Un tópico feroz en su crueldad es ese tan recurrente y cómodo según el cual «los niños no se enteran». Esa frase perversa quiere decir, en realidad, que los niños no tienen la capacidad de sufrimiento que corresponde a una psiquis adulta.
Precisamente porque el espíritu de un niño es algo tan delicado como cualquier cosa en trance de formación es más susceptible de una aflicción atroz, ya que no tiene defensas para luchar contra el daño que se le inflige. Lo que se le hace a un niño es un desastre sin arreglo. Sólo cuando sea adulto y a base de zurcidos que exigen una tenacidad pétrea podrá remendar, nunca erradicar, desgarros de pavor. Maldito sea quien causa la desgracia de quien no tiene capacidad para la defensa y sí para el espanto, el temor, la consternación.
Ya queda escrito que las palabras no bastan. De forma que dicho queda todo esto a quienes corresponda y sin ningún respeto, en tanto la situación no cambie.