LA HISTORIA DE LOS CEDROS DE JESUS DE NAZARET

11 Diciembre 2007
618
0
Cuenta el escritor Paulo Coelho una bonita leyenda sobre tres cedros de Líbano que soñaban con ser famosos y servir para algo importante el día en que los cortasen.
Cuando eso sucedió, con restos de leña del primer árbol alguién fabricó un pesebre. Fue el que sirvió de cuna para el niño Jesús en Belén.
Con tablas del otro cedro hicieron una mesa sobre la que una noche se compartió la llamada última cena del Señor, que fue en realidad la primera eucaristía, la “primera misa” como hoy decimos.
Dos gruesas ramas del tercer cedro se usaron como patíbulo donde clavaron a aquel que de niño había reposado sobre el pesebre y que una noche antes había partido el pan sobre la mesa.

Lo que no cuenta el escritor es la historia de otro cedro que en un extremo del bosque levantaba indolente sus ramas al aire.
“A mí que me dejen en paz” decía el perezoso cedro cuando el viente silvaba acariciándolo; Yo quiero tranquilidad y no necesito nada ni de nadie.
Hasta cuando las aves intentaban posarse en sus ramas, él se las sacudía molesto y las obligaba a levantar el vuelo.

Pero llegó un día en que también los leñadores se le acercaron con sus hachas. El tronco del cedro cayó al suelo despacito y rebotó sobre la hierba con gesto aburrido.
Llevaron sus trozos a la carpintería y allí la mano de Dios dirigió las manos de los hombres. Con esa madera los carpinteros fabricaron unos sólidos bancos, de esos que se usan especialmente en las iglesias. Los cargaron en un carro y los llevaron a una de ellas recién construída, donde habían oído que hacian falta.
“Son bonitos y parece bien hechos, pero fíjense que ya nos trajeron ayer otros” comentó el encargado que al propio tiempo se quedó mirándolos pensativo. Sin embargo…, yo creo que algunos, ahí, enfrente del altar, todavía caben. Déjenme seis. Pueden estar bien en las primeras filas. Delante queda demasiado espacio.
Llegó la conmemoración del domingo y algo sucedió que dejó asombrado al sacerdote. Se dio cuenta de que los fieles que entraban en el templo se sentaban en cualquier sitio, pero nadie se acercaba a los primeros puestos, como si fueran invisibles. Allá quedaban los seis bancos vacíos.

-¡Por favor –suplicaba el celebrante-, pueden adelantarse aquí a los primeros lugares!
Hubo cierto movimiento de feligreses, pero ninguna persona ocupaba los tres primeros bancos a cada lado del pasillo.
Era como si una maldición hubiera caido sobre la madera del cedro perezoso…
Y como toda fábula tiene su moraleja, la de la esta historia parece obligarnos a observar, cuando asistamos la próxima vez a una función religiosa, los bancos de delante. Casi con seguridad estarán libres.
Tal vez deberíamos sentarnos en ellos, para de este modo deshacer la maldición que cayó sobre el pobre cedro, por su pereza y de este modo terminará su purgatorio y su soledad.