La conversión de Zaqueo
4 de Noviembre, 2007
Evangelio según San Lucas 19,1-10.
Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos. Él quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura. Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí.
Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”.
Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: “Se ha ido a alojar en casa de un pecador”.
Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: “Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más”.
Y Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
Esta es una de las pequeñas historias dentro de la gran historia del evangelio que más me han gustado siempre. De pequeño me imaginaba a un tipo pequeño, grueso, con las manos gordotas y sudorosas de tanto robar, subiéndose a la desesperada al árbol para ver a Cristo. Y una vez allá arriba, recibió el milagro de la mirada del Señor. Una mirada que iba acompañada del mayor regalo que pueda recibir un ser humano del mismísimo Dios encarnado: voy a tu casa, recíbeme.
Imaginaos el vuelco que debió dar el corazón en el pecho de Zaqueo. “¿Quién?, ¿yo?, ¿a mí?, ¿a mi casa?”. Seguro que bajó volando del árbol, poniendo en peligro su integridad física, y salió disparado como una centella a su hogar. Una vez allí lo dispuso todo para recibir al galileo, de forma que no quedara ningún detalle sin cubrir. Pero en medio del ajetreo tuvo tiempo de sentarse y reflexionar sobre lo que en verdad significaba aquello. Entonces se dio cuenta de que el Salvador le ofrecía su amistad a cambio de nada. Y que con una buena comida, un ambiente agradable y una amena conversación no podría devolverle el bien que estaba recibiendo. No, lo que Cristo quería de él no era unos platos apetitosos y una atención primorosa. Zaqueo supo que Jesús no quería algo de él, sino a él. Y entonces reconoció su pecado. Se sintió sucio. Se sintió ladrón. Se sintió manipulador y opresor de los más pobres y necesitados. Y se arrepintió. Y se entregó al Señor. Y dijo para que todos le oyeran que desde ese momento él sería un hombre nuevo. No sólo dejaría de robar y saquear. Restituiría con creces lo robado. Y de lo que le sobrara daría la mitad a los pobres. El Zaqueo publicano corrupto había muerto en lo alto del árbol. La mirada de Cristo le mató. La mirada del Señor le convirtió. La gracia de Dios le transformó.
Hoy necesitamos que el Señor nos mire. Necesitamos que el Señor nos mande bajar del árbol para entrar a cenar en nuestra casa. Como nos dice en el libro del Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). Debemos seguir los pasos de Zaqueo. Debemos reconocer nuestros pecados, hacer obras dignas de arrepentimiento y provocar que el Señor diga “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”. Que la casa de nuestro corazón esté siempre abierta a la llegada de Cristo. Y cuando llegue, démosle aquello que Él pide de nosotros: nuestra vida, nuestra voluntad, nuestro amor agradecido.
Luis Fernando Pérez Bustamante
Fuente: Cor ad cor loquitur
4 de Noviembre, 2007

Evangelio según San Lucas 19,1-10.
Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos. Él quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura. Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí.
Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”.
Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: “Se ha ido a alojar en casa de un pecador”.
Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: “Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más”.
Y Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
Esta es una de las pequeñas historias dentro de la gran historia del evangelio que más me han gustado siempre. De pequeño me imaginaba a un tipo pequeño, grueso, con las manos gordotas y sudorosas de tanto robar, subiéndose a la desesperada al árbol para ver a Cristo. Y una vez allá arriba, recibió el milagro de la mirada del Señor. Una mirada que iba acompañada del mayor regalo que pueda recibir un ser humano del mismísimo Dios encarnado: voy a tu casa, recíbeme.
Imaginaos el vuelco que debió dar el corazón en el pecho de Zaqueo. “¿Quién?, ¿yo?, ¿a mí?, ¿a mi casa?”. Seguro que bajó volando del árbol, poniendo en peligro su integridad física, y salió disparado como una centella a su hogar. Una vez allí lo dispuso todo para recibir al galileo, de forma que no quedara ningún detalle sin cubrir. Pero en medio del ajetreo tuvo tiempo de sentarse y reflexionar sobre lo que en verdad significaba aquello. Entonces se dio cuenta de que el Salvador le ofrecía su amistad a cambio de nada. Y que con una buena comida, un ambiente agradable y una amena conversación no podría devolverle el bien que estaba recibiendo. No, lo que Cristo quería de él no era unos platos apetitosos y una atención primorosa. Zaqueo supo que Jesús no quería algo de él, sino a él. Y entonces reconoció su pecado. Se sintió sucio. Se sintió ladrón. Se sintió manipulador y opresor de los más pobres y necesitados. Y se arrepintió. Y se entregó al Señor. Y dijo para que todos le oyeran que desde ese momento él sería un hombre nuevo. No sólo dejaría de robar y saquear. Restituiría con creces lo robado. Y de lo que le sobrara daría la mitad a los pobres. El Zaqueo publicano corrupto había muerto en lo alto del árbol. La mirada de Cristo le mató. La mirada del Señor le convirtió. La gracia de Dios le transformó.
Hoy necesitamos que el Señor nos mire. Necesitamos que el Señor nos mande bajar del árbol para entrar a cenar en nuestra casa. Como nos dice en el libro del Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). Debemos seguir los pasos de Zaqueo. Debemos reconocer nuestros pecados, hacer obras dignas de arrepentimiento y provocar que el Señor diga “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”. Que la casa de nuestro corazón esté siempre abierta a la llegada de Cristo. Y cuando llegue, démosle aquello que Él pide de nosotros: nuestra vida, nuestra voluntad, nuestro amor agradecido.
Luis Fernando Pérez Bustamante
Fuente: Cor ad cor loquitur