Las brujas, esos seres oscuros, maléficos, terroríficos, que han pasado a la mente popular como símbolo del mal, de la adoración al diablo, de las misas negras, capaces de hacer sortilegios, provocar tempestades, arruinar las cosechas, emponzoñar los pozos de agua, envenenar a las gentes honradas, matar niños, volar sobre escobas para asistir al akelarre… fueron, en realidad, víctimas inocentes de la imaginación obsesiva y misógina de los poderes civiles y religiosos.
Ni la Iglesia, ni el Estado, ni la Inquisición inventaron la creencia en la brujería, pero si inventaron una forma perfecta para fiscalizar a sus sujetos, imponer sus criterios y eliminar viejas tradiciones, opositores religiosos, heterodoxos, escépticos, disidentes políticos o simples rebeldes. Fueron responsables de las matanzas al dejar en manos de criminales la interpretación de la doctrina ¿cristiana? y de las leyes civiles. Dichos individuos, cuya perversidad y sadismo queda fuera de toda duda, controlaron la vida privada de las personas, aniquilaron la libertad de expresión y de credos, impidieron la libre circulación de las ideas y se encarnizaron con las capas sociales más débiles y, por lo tanto, con menos recursos para defenderse.
Tanto la Iglesia católica (como la protestante), y los gobiernos de los países donde tuvo lugar la caza de brujas permitieron que alcaldes y párrocos encarcelaran a sus vecinos, los juzgaran o los ejecutaran; que hombres como el jesuita Peter Binsfeld, (1546─1598), obispo de Trier, en Alemania, asegurase que “una tortura leve” no servía “para nada” y fuera responsable directo de la muerte de más de un millar de hombres, mujeres y niños en la diócesis que tenía a su cargo; que el abogado puritano Matthew Hopkins fuese comisionado durante 1645 y 1646 por el Parlamento inglés para descubrir a los sospechosos de brujería, recibiendo una libra de las actuales por cada persona arrestada, lo cual, claro está, acrecentó su celo inquisidor; que un sujeto despreciable como Pierre de Lancre tuviese las manos libres para ejecutar en nombre de Dios y del Estado a seiscientas personas en el País Vasco francés y fuera después nombrado consejero real; que personajes de la talla de los inquisidores Avellaneda, Valanza o Valle Alvarado camparan libres por nuestra tierra buscando brujas donde no las había, aterrorizando a las poblaciones y maltratando y ejecutando a su gusto a personas inocentes.
Las llamadas “brujas” ─campesinas , mujeres del pueblo, beatas, ancianas, jóvenes y niñas─ no fueron criminales, no asesinaron criaturas para chuparles la sangre, no emponzoñaron las aguas ni fornicaron con el diablo. Eran mujeres con una cultura rural, muy apegadas a sus tradiciones, a sus modos de vida, a las creencias heredadas, crédulas, supersticiosas e inocentes de los crímenes que se les imputaron durante varias generaciones. Fueron las víctimas de un sistema social cuyos dirigentes civiles y religiosos eludieron sus responsabilidades, desviaron la atención de los verdaderos problemas y se erigieron en defensores de las poblaciones alentando la creencia en las brujas. Culpabilizaron a pobres campesinas iletradas de las derrotas en las guerras, la carestía de los productos de primera necesidad, las hambrunas, las epidemias, las sequías, la baja demografía y todo tipo de males que acuciaron aquellas sociedades como antes habían culpabilizado a herejes y judíos.
La caza de brujas duró cerca de tres siglos en Europa. 100.000 personas fueron inculpadas y mas de 50.000 ejecutadas en la hoguera y en la horca. Esta gran injusticia, por la cual nadie ha pedido perdón, dejó en el inconsciente colectivo un recuerdo atemorizado en el pasado folklórico y en la actualidad, pero una cosa es segura: aquellas miles de mujeres no fueron perseguidas por ser brujas, sino por ser mujeres.
Ni la Iglesia, ni el Estado, ni la Inquisición inventaron la creencia en la brujería, pero si inventaron una forma perfecta para fiscalizar a sus sujetos, imponer sus criterios y eliminar viejas tradiciones, opositores religiosos, heterodoxos, escépticos, disidentes políticos o simples rebeldes. Fueron responsables de las matanzas al dejar en manos de criminales la interpretación de la doctrina ¿cristiana? y de las leyes civiles. Dichos individuos, cuya perversidad y sadismo queda fuera de toda duda, controlaron la vida privada de las personas, aniquilaron la libertad de expresión y de credos, impidieron la libre circulación de las ideas y se encarnizaron con las capas sociales más débiles y, por lo tanto, con menos recursos para defenderse.
Tanto la Iglesia católica (como la protestante), y los gobiernos de los países donde tuvo lugar la caza de brujas permitieron que alcaldes y párrocos encarcelaran a sus vecinos, los juzgaran o los ejecutaran; que hombres como el jesuita Peter Binsfeld, (1546─1598), obispo de Trier, en Alemania, asegurase que “una tortura leve” no servía “para nada” y fuera responsable directo de la muerte de más de un millar de hombres, mujeres y niños en la diócesis que tenía a su cargo; que el abogado puritano Matthew Hopkins fuese comisionado durante 1645 y 1646 por el Parlamento inglés para descubrir a los sospechosos de brujería, recibiendo una libra de las actuales por cada persona arrestada, lo cual, claro está, acrecentó su celo inquisidor; que un sujeto despreciable como Pierre de Lancre tuviese las manos libres para ejecutar en nombre de Dios y del Estado a seiscientas personas en el País Vasco francés y fuera después nombrado consejero real; que personajes de la talla de los inquisidores Avellaneda, Valanza o Valle Alvarado camparan libres por nuestra tierra buscando brujas donde no las había, aterrorizando a las poblaciones y maltratando y ejecutando a su gusto a personas inocentes.
Las llamadas “brujas” ─campesinas , mujeres del pueblo, beatas, ancianas, jóvenes y niñas─ no fueron criminales, no asesinaron criaturas para chuparles la sangre, no emponzoñaron las aguas ni fornicaron con el diablo. Eran mujeres con una cultura rural, muy apegadas a sus tradiciones, a sus modos de vida, a las creencias heredadas, crédulas, supersticiosas e inocentes de los crímenes que se les imputaron durante varias generaciones. Fueron las víctimas de un sistema social cuyos dirigentes civiles y religiosos eludieron sus responsabilidades, desviaron la atención de los verdaderos problemas y se erigieron en defensores de las poblaciones alentando la creencia en las brujas. Culpabilizaron a pobres campesinas iletradas de las derrotas en las guerras, la carestía de los productos de primera necesidad, las hambrunas, las epidemias, las sequías, la baja demografía y todo tipo de males que acuciaron aquellas sociedades como antes habían culpabilizado a herejes y judíos.
La caza de brujas duró cerca de tres siglos en Europa. 100.000 personas fueron inculpadas y mas de 50.000 ejecutadas en la hoguera y en la horca. Esta gran injusticia, por la cual nadie ha pedido perdón, dejó en el inconsciente colectivo un recuerdo atemorizado en el pasado folklórico y en la actualidad, pero una cosa es segura: aquellas miles de mujeres no fueron perseguidas por ser brujas, sino por ser mujeres.