LA AUSENCIA DE LA MADRE
Dios no es ni varón ni hembra, ni hombre ni mujer. A Dios no se le puede comprender a partir de categorías sexuales. Porque más absurdo que hablar del sexo de los ángeles es ponerse a alambicar sobre la sexualidad que caracteriza a Dios. Lo que pasa es que las culturas, en las que nacieron, crecieron, y siguen perviviendo las tres religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islamismo), han sido, y siguen siendo, culturas profundamente androcéntricas y machistas. Como es lógico, en unas culturas así, a Dios, no se le podía, ni se le puede, comprender nada más como Padre o, en cualquier caso como varón, como masculino. Porque en las cabezas de gentes nacidas y educadas en una cultura en que el prototipo y hasta el centro es el varón, no cabe otra representación de Dios que no esté asociada a lo varonil y lo masculino, puesto que Dios es siempre poder, autoridad, fuerza, dominio, o sea lo que en las culturas androcéntricas se asocia con el hombre.
Pero entonces, de nuevo nos encontramos aquí con problemas y complicaciones de tipo religioso. Problemas que muchas personas no se imaginan. Porque, para empezar por lo más sencillo, los seres humanos tenemos padre y madre. Es decir, nuestro origen no esta sólo en lo masculino, sino igualmente en lo femenino. Entonces es necesario preguntarnos porque nos representamos a Dios como Padre y no como Madre.
Al hacerse esta pregunta, no se trata sólo de buscar una respuesta para satisfacer la curiosidad histórica, cultural o religiosa. Todo eso puede ser interesante, pero no es el meollo del asunto.
La cuestión está en saber si una religión que cree en Dios sólo como Padre puede hacer verdaderamente felices a los creyentes de esa religión.
Porque planteo esta cuestión.? Porque cualquier ser humano lleva en sí mismo lo masculino y lo femenino. Lo llevamos en el origen mismo de nuestra vida. Lo llevamos en nuestros genes. Lo llevamos en nuestras experiencias más primitivas y más profundas. Y lo llevamos aunque unos seamos machos y otros hembras.
En el fondo, todo eso significa que, en nuestra cultura, lo que se valora y lo que en el fondo importa es lo fuerte, lo propio del macho. Por eso hablamos del sexo débil de las mujeres.
Ahora bien, en una cultura en la que se distribuye así lo que a cada cual le corresponde y en la que se privilegia así al varón sobre la mujer, entraña un tipo de sociedad que arrastra una consecuencia sencillamente aterradora, a saber: todos vamos por la vida como seres deformes. Porque, sencillamente, nos han partido por la mitad.
Es cierto que Jesús, según los evangelios, invocó a Dios siempre como Padre, nunca como Madre. Pero lo único que eso quiere decir es que Jesús fue un judío, nacido y educado en una cultura, que pensó y habló de Dios como lo hacía cualquier persona de aquella cultura.
Ahora bien, en una religión así, la carencia de lo femenino tiene que ser sustituida como sea. Porque todos los seres humanos necesitamos de lo femenino. Porque lo materno, lo que culturalmente representa a la mujer, es una parte esencial de nosotros mismos.
En el catolicismo se le ha encontrado a este problema una solución bien conocida. La carencia de lo femenino en Dios, se ha suplido, en la experiencia religiosa, con la imagen de la virgen Maria que, naturalmente, representa para muchos católicos lo que ellos no pueden encontrar en el Padre.
Por eso, nada tiene de extraño que las peregrinaciones y concentraciones con motivos marianos, tengan un poder de convocatoria que supera, con mucho, a la gente que concentraría una hipotética, y seguramente extraña, peregrinación para “sacar” a Dios Padre en una procesión.
Sin duda mucha gente no se ha dado cuenta de la influencia determinante que han tenido estas tradiciones machistas en las pautas de comportamiento que han configurado nuestra cultura.
Extractado de DIOS Y NUESTRA FELICIDAD.
Ed. Desclée de Brouwer
J.Mª. Castillo. Profesor en: Facultad de Teología de Granada, Universidad Gregoriana de Roma, Universidad Pontificia de Comillas. Actualmente en la Universidad Centroamericana, UCA, de El Salvador.
Dios no es ni varón ni hembra, ni hombre ni mujer. A Dios no se le puede comprender a partir de categorías sexuales. Porque más absurdo que hablar del sexo de los ángeles es ponerse a alambicar sobre la sexualidad que caracteriza a Dios. Lo que pasa es que las culturas, en las que nacieron, crecieron, y siguen perviviendo las tres religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islamismo), han sido, y siguen siendo, culturas profundamente androcéntricas y machistas. Como es lógico, en unas culturas así, a Dios, no se le podía, ni se le puede, comprender nada más como Padre o, en cualquier caso como varón, como masculino. Porque en las cabezas de gentes nacidas y educadas en una cultura en que el prototipo y hasta el centro es el varón, no cabe otra representación de Dios que no esté asociada a lo varonil y lo masculino, puesto que Dios es siempre poder, autoridad, fuerza, dominio, o sea lo que en las culturas androcéntricas se asocia con el hombre.
Pero entonces, de nuevo nos encontramos aquí con problemas y complicaciones de tipo religioso. Problemas que muchas personas no se imaginan. Porque, para empezar por lo más sencillo, los seres humanos tenemos padre y madre. Es decir, nuestro origen no esta sólo en lo masculino, sino igualmente en lo femenino. Entonces es necesario preguntarnos porque nos representamos a Dios como Padre y no como Madre.
Al hacerse esta pregunta, no se trata sólo de buscar una respuesta para satisfacer la curiosidad histórica, cultural o religiosa. Todo eso puede ser interesante, pero no es el meollo del asunto.
La cuestión está en saber si una religión que cree en Dios sólo como Padre puede hacer verdaderamente felices a los creyentes de esa religión.
Porque planteo esta cuestión.? Porque cualquier ser humano lleva en sí mismo lo masculino y lo femenino. Lo llevamos en el origen mismo de nuestra vida. Lo llevamos en nuestros genes. Lo llevamos en nuestras experiencias más primitivas y más profundas. Y lo llevamos aunque unos seamos machos y otros hembras.
En el fondo, todo eso significa que, en nuestra cultura, lo que se valora y lo que en el fondo importa es lo fuerte, lo propio del macho. Por eso hablamos del sexo débil de las mujeres.
Ahora bien, en una cultura en la que se distribuye así lo que a cada cual le corresponde y en la que se privilegia así al varón sobre la mujer, entraña un tipo de sociedad que arrastra una consecuencia sencillamente aterradora, a saber: todos vamos por la vida como seres deformes. Porque, sencillamente, nos han partido por la mitad.
Es cierto que Jesús, según los evangelios, invocó a Dios siempre como Padre, nunca como Madre. Pero lo único que eso quiere decir es que Jesús fue un judío, nacido y educado en una cultura, que pensó y habló de Dios como lo hacía cualquier persona de aquella cultura.
Ahora bien, en una religión así, la carencia de lo femenino tiene que ser sustituida como sea. Porque todos los seres humanos necesitamos de lo femenino. Porque lo materno, lo que culturalmente representa a la mujer, es una parte esencial de nosotros mismos.
En el catolicismo se le ha encontrado a este problema una solución bien conocida. La carencia de lo femenino en Dios, se ha suplido, en la experiencia religiosa, con la imagen de la virgen Maria que, naturalmente, representa para muchos católicos lo que ellos no pueden encontrar en el Padre.
Por eso, nada tiene de extraño que las peregrinaciones y concentraciones con motivos marianos, tengan un poder de convocatoria que supera, con mucho, a la gente que concentraría una hipotética, y seguramente extraña, peregrinación para “sacar” a Dios Padre en una procesión.
Sin duda mucha gente no se ha dado cuenta de la influencia determinante que han tenido estas tradiciones machistas en las pautas de comportamiento que han configurado nuestra cultura.
Extractado de DIOS Y NUESTRA FELICIDAD.
Ed. Desclée de Brouwer
J.Mª. Castillo. Profesor en: Facultad de Teología de Granada, Universidad Gregoriana de Roma, Universidad Pontificia de Comillas. Actualmente en la Universidad Centroamericana, UCA, de El Salvador.