Jesús ante Pilato

jomaccio

Miembro senior
5 Octubre 2019
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Pasaje del evangelio según Juan 19: 1-12

“Tomó Pilato a Jesús, y le azotó. Y los soldados entretejieron una corona de espinas, y la pusieron sobre su cabeza, y le vistieron con un manto de púrpura; y le decían: ¡Salve, Rey de los judíos! y le daban de bofetadas. Entonces Pilato salió otra vez, y les dijo: Mirad, os lo traigo fuera, para que entendáis que ningún delito hallo en él.

Y salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: ¡He aquí el hombre!

Cuando le vieron los principales sacerdotes y los alguaciles, dieron voces, diciendo: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Pilato les dijo: Tomadle vosotros, y crucificadle; porque yo no hallo delito en él. Los judíos le respondieron: Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios.

Cuando Pilato oyó decir esto, tuvo más miedo. Y entró otra vez en el pretorio, y dijo a Jesús: ¿De dónde eres tú? Mas Jesús no le dio respuesta. Entonces le dijo Pilato: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?

Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene.

Desde entonces procuraba Pilato soltarle; pero los judíos daban voces, diciendo: Si a este sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone”.

(mañana continuará)

 
XXVII
Jesús delante de Pilatos
Eran poco más o menos las seis de la mañana, según nuestro modo de contar,
cuando la tropa que conducía a Jesús llegó delante del palacio de Pilatos.
Anás, Caifás y los miembros del Consejo se pararon en los bancos que
estaban entre la plaza y la entrada del tribunal. Jesús fue arrastrado hasta la
escalera de Pilatos. Hallábase éste sobre la azotea avanzada,
Cuando vio llegar a Jesús en medio de un tumulto tan grande, se
levantó y habló a los judíos en tono de desprecio, como pudiera hacerlo un
orgulloso general a diputados de una pobre ciudad. «¿Qué venís a hacer tan
temprano? ¿Tan pronto comenzáis a desollar vuestras víctimas?» Los de la
turba gritaron a los verdugos: «¡Adelante, conducidlo al tribunal!» y después
respondieron a Pilatos: «Escuchad nuestras acusaciones contra ese pícaro: no
podemos entrar en el tribunal so pena de caer en impureza».

Los alguaciles hicieron subir a Jesús los escalones de mármol, y lleváronle así
detrás de la azotea desde donde Pilatos hablaba a los sacerdotes judíos,
Pilatos había oído hablar mucho de Jesús. Al verle tan horriblemente
desfigurado por tales tropelías, y conservando siempre en el aspecto su tan
admirable expresión de dignidad, el desprecio de Pilatos hacia los príncipes de
los sacerdotes subió de punto; les dio a entender que no estaba dispuesto a
condenar a Jesús sin pruebas, y les dijo en tono imperioso: «¿De qué acusáis a
este hombre?» Ellos le respondieron: «Si no fuera un malhechor, no te lo
hubiéramos presentado». «Lleváoslo, repuso Pilatos, y juzgado según vuestra
ley». Los judíos replicaron: «Bien sabes que nuestros derechos son muy
limitados en materia de pena capital». Los enemigos de Jesús ardían en odio e
impaciencia, y a todo trance ansiaban acabar con Jesús antes del tiempo legal
de la fiesta, para poder sacrificar el cordero pascual.

Cuando el gobernador romano les mandó que presentasen sus acusaciones, lo
hicieron de tres principales, apoyada cada una por diez testigos, y se
esforzaron, sobre todo, en hacer ver a Pilatos que Jesús habla violado los
derechos del Emperador. Le acusaron primero de ser un seductor del pueblo,
que perturbaba la paz pública y excitaba a la sedición, y de ella exhibieron
testimonios. Luego, que tenía grandes reuniones de hombres; que violaba el
sábado, y que curaba en él. Aquí Pilatos los interrumpió en son de burla:
«Vosotros no estáis enfermos sin duda, porque si no no estaríais tan
encolerizados contra esas curas». Añadieron que seducía al pueblo con
horribles doctrinas, diciéndole que debían comer su carne y beber su sangre
para alcanzar la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose, y dirigió a
los judíos estas palabras: «Parece que vosotros seguís también su doctrina en
lo de alcanzar la vida eterna, cuando queréis ahora poco menos que comer su
carne y beber su sangre».
La segunda acusación era que Jesús excitaba al pueblo a no pagar tributo al
Emperador. Aquí Pilatos, lleno de cólera, los interrumpió con la certeza propia
de un hombre encargado especialmente de esto; y les dijo: «Es un grandísimo
embuste; yo debo saber eso mejor que vosotros». Entonces los judíos pasaron
a la tercera acusación. «Este hombre oscuro, de bajo origen, se ha hecho un
gran partido, y ha predicho la ruina de Jerusalén; esparce por el pueblo
parábolas ambiguas sobre un Rey que prepara las bodas de su hijo. Un día, la
multitud, que convocó sobre una montana, quiso hacerle rey; pero pensando
que era demasiado pronto, se escondió. Ahora obra más a las claras: ha hecho
su entrada triunfal en Jerusalén, al grito de: «¡Hosanna al Hijo de David!
iBendito sea el reino de nuestro padre David que llega!» Con esto, usurpa los
honores reales, pues enseña que es el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías,
el Rey prometido a los judíos, y se hace llamar así». Todo lo cual fue también
apoyado por diez testigos.
Cuando dijeron que Jesús se hacía llamar el Cristo, el Rey de los judíos, Pilatos
pareció pensativo. Fue desde la azotea a la sala del tribunal que estaba aliado;
echó, de paso, una mirada atenta sobre Jesús, y mandó a los guardias que se
lo condujeran a la sala. Era Pilatos un pagano supersticioso, de espíritu ligero,
y voluble en sus ideas. Había oído hablar de los hijos de sus dioses, que
habían vivido sobre la tierra: tampoco ignoraba que los profetas de los judíos
les habían anunciado, ya de muy antiguo, un ungido del Señor, un Rey
libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban.

eso le pareció tan ridículo que
acusaran a aquel hombre que se le presentaba en tal estado de abatimiento,
fingiéndose aquel Mesías y soñado Rey. Pero como los enemigos de Jesús
presentaran esto como una usurpación de los derechos del Emperador, mandó
traer a Jesús a su presencia para interrogarle.
Miróle Pilatos con admiración, y le dijo: «¿Así que eres Tú el Rey de los
judíos?»; y Jesús respondió: «¿Lo dices tú por ti mismo, o porque otros lo han
dicho de Mí?» Pilatos, sentido de que Jesús pudiera creerle tan extravagante de
que por sí le dirigiese pregunta tan rara, le dijo: «¿Soy yo acaso un judío que
me ocupe en semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te traen a
mis manos, porque has merecido la muerte. Dime lo que has hecho». Jesús
repuso con majestad: «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuese de este
mundo, Yo tendría servidores que combatirían por Mi, para no dejarme caer en
manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo». Pilatos se sintió
perturbado con estas graves palabras, y le dijo en tono más serio: «¿Tú eres
Rey?» Jesús respondió: «Como tú lo dices: Yo soy Rey. He nacido y venido a
este mundo para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha
mi voz». Pilatos lo miró, y dijo, levantándose: » ¡La verdad! ¿Qué es la verdad?»

Pilatos volvió a la azotea: no podía comprender a Jesús, pero vio que no era un
Rey que pudiera dañar al Emperador, pues no quería ningún reino de este
mundo.
Y así gritó a los príncipes de los sacerdotes desde lo alto de la azotea: «No hallo
ningún crimen en este hombre». Los enemigos de Jesús se irritaron, y de todas
partes salió un torrente de acusaciones contra Él. Pero el Salvador estaba
silencioso, y oraba por los míseros hombres: y cuando Pilatos se volvió a Él,
diciéndole: «¿No respondes nada a esas acusaciones?», Jesús no dijo una
palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, hubo de decirle: «Veo claro que no
dicen más que mentiras contra Ti». Los acusadores continuaron vociferando
miles de culpas, y dijeron: «¡Como! ¿No halláis crimen en Él? ¿Acaso no lo es
sublevar al pueblo y extender su doctrina en todo el país, desde Galilea
hasta aquí?»
Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un instante, y preguntó: «¿Este
Hombre es galileo y súbdito de Herodes?» «Sí, responden ellos: sus padres han
vivido en Nazaret, y su residencia actual es Cafarnaúm». «Si es súbdito de
Herodes, replicó Pilatos, conducirle a su presencia; ha venido aquí para la
fiesta, y puede juzgarle». Entonces mandó salir a Jesús fuera del tribunal, y
envió un oficial a Herodes avisándole que iban a presentarle a Jesús de
Nazaret, súbdito suyo. Pilatos estaba satisfecho con rehuir así la obligación de
juzgar a Jesús, pues era un negocio desagradable para él. Deseaba también hacer una
fineza a Herodes, con quien estaba reñido y el cual quería ver a Jesús.
Los enemigos del Salvador, furiosos de ver que Pilatos los arrojaba de sí en
presencia de todo el pueblo, extremaron su rencor contra Jesús. Atáronle de
nuevo, y arrastrado y lleno de insultos y de golpes, en medio de la multitud que
cubría la plaza, fue conducido hasta el palacio de Herodes, que no estaba muy
distante. Algunos soldados romanos se habían agregado a la escolta.
Claudia Procla, mujer de Pilatos, le mandó a decir que deseaba muchísimo
hablarle; mientras se llevaban a Jesús a casa de Herodes, subió secretamente
a una galería desde donde pudo presenciar aquella tragedia con harta
agitación y angustia.

XXVIII
Origen del Vía Crucis
A todo esto, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan permanecieron en una
esquina de la plaza, mirando y escuchando con profundo dolor. Cuando Jesús
fue llevado a Herodes, Juan condujo a la Virgen y a Magdalena por todo el
camino recorrido por Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a la de Anás, a
Ofel, a Getsemaní, al Huerto de los Olivos; y en todos los sitios donde el Señor
se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con Él.
La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los parajes en
donde Jesús se había caído. Magdalena se retorcía las manos, y Juan lloraba,
las consolaba, las levantaba, y seguían andando.

¡Oh, qué compasión! ¡Con qué fuerza el filo de la espada penetró en
su corazón! María, que lo había llevado en su seno, que lo había alimentado a
sus pechos; esta bienaventurada criatura que había oído real y
sustancialmente al Verbo de Dios, Dios mismo desde el principio, que lo había
concebido, llevado y sentido vivir en Ella antes que los hombres recibieran su
bendición, su doctrina y la salvación, participaba de todos los padecimientos de
Jesús y de su deseo ardiente de rescatar a los hombres con sus dolores y su
muerte.

Juan amaba y sufría. Conduce por la primera vez a la Madre de Dios por el
camino de la Cruz adonde la Iglesia debía seguirla, y el porvenir se abre ante
sus ojos.

XXIX
Pilatos y su mujer
Mientras conducían a Jesús a casa de Herodes, vi a Pilatos con su mujer
Claudia Procla. Fueron juntos a una casita situada sobre un alto del jardín,
detrás del palacio. Claudia estaba agitada y muy conmovida. Era una mujer alta
y bella.
Habló mucho tiempo con Pilatos; le rogó, por todo lo que le era
más sagrado, que no hiciese mal ninguno a Jesús, el Profeta, el Santo de los
Santos, y le contó algo de las visiones maravillosas que había tenido acerca de
Jesús la noche precedente.

Ella vio las principales circunstancias de la vida de Jesús:
la Anunciación de María, la Natividad, la Adoración de los
pastores y de los Reyes, la profecía de Simeón y de Ana, la huida a Egipto, la
tentación en el desierto, etc. Se le apareció siempre rodeado de luz, y vio la
malicia y la crueldad de sus enemigos bajo las formas más horribles; vio sus
padecimientos infinitos, su paciencia y su amor inagotables, la santidad y los
dolores de su Madre. Estas visiones le causaron mucha inquietud y mucha
tristeza, pues todos esos objetos eran nuevos para ella; estaba suspensa y
pasmada, y veía muchas de esas cosas, como, por ejemplo, la degollación de
los inocentes y la profecía de Simeón, cosas que acontecían cerca de su casa.

Había sufrido toda la noche, y visto más o menos claramente muchas verdades
maravillosas, cuando la despertó el ruido de la turba que conducía a Jesús. Al
mirar hacia aquel lado, vio al Señor, el objeto de todos esos milagros que le
habían sido revelados, desfigurado, herido, maltratado por sus enemigos. Su
corazón se trastornó, y mandó en seguida llamar a Pilatos, y le contó, en medio
de su agitación, lo que le acababa de suceder. Ella no comprendía lo que todo
aquello significase, y no podía expresarlo bien; pero rogaba, suplicaba, instaba
a su marido enternecida a lo sumo.
Pilatos estaba atónito y perturbado; unía lo que le decía su mujer con las
noticias recogidas de un lado y de otro acerca de Jesús; se acordaba del furor
de los judíos, del silencio de Jesús y de sus maravillosas respuestas a sus
preguntas. Estaba agitado e inquieto; cedió a los ruegos de su mujer, y le dijo;
«He declarado que no hallaba ningún crimen en ese hombre. No le condenaré;
he reconocido toda la malicia de los judíos». Le habló también de lo que le
había dicho Jesús; prometió a su mujer no condenarle y le dio una prenda como
garantía de su promesa.

Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, lleno de orgullo y al mismo tiempo
de bajeza: no retrocedía ante las acciones más vergonzosas cuando
encontraba en ellas su interés, y al mismo tiempo se dejaba llevar por las
supersticiones mas ridículas cuando se hallaba en posición difícil. En estas
circunstancias de apuro, consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales ofrecía
incienso en lugar secreto de su casa, pidiéndoles auspicios.

Sus pensamientos eran confusos, y Satanás le inspiraba tan pronto
un proyecto como otro. Primero quería libertar a Jesús como inocente; después
temía que sus dioses se vengaran de él: libertado por él, Jesús parecíale una
especie de semidiós que podía hacerle daño. «Quizás, se decía a si mismo, es
una especie de Dios de los judíos; hay muchas profecías de un Rey de los
judíos, que debe reinar en todo el mundo: Ese es el Rey que los Magos de
Oriente han venido a buscar aquí; podría quizás elevarse sobre mis dioses y mi
Emperador, y yo tendría una gran responsabilidad si no muere. Quizás su
muerte será el triunfo de mis dioses». En seguida las visiones maravillosas de
su mujer le asaltaban el pensamiento, y tenían un gran peso en la balanza en
favor de la libertad de Jesús. Acabo decidiéndose por esta ultima opinión.
Quería ser justo, pero no podía serlo, pues había preguntado: «¿Qué es la
verdad?» y no había esperado la respuesta: «La verdad es Jesús de Nazaret,
Rey de los judíos». La mayor confusión reinaba en sus ideas, y él mismo no
sabia lo que quería.

El pueblo se aglomeraba sobre la plaza y en la calle por donde debían conducir a
Jesús a casa de Herodes. Los grupos se formaban en cierto orden, según el
sitio de donde cada uno había venido a la fiesta, y los fariseos, los más
rencorosos de todos los lugares adonde Jesús había enseñado, estaban con
sus compatriotas trabajando y excitando a los indecisos contra Jesús. Los
soldados romanos eran numerosos en el cuerpo de guardia del palacio de
Pilatos; todos los puestos importantes de la ciudad estaban también ocupados
por ellos.

XXX
Jesús delante de Herodes
El palacio del tetrarca Herodes estaba situado al Norte de la plaza, en la parte
nueva de la ciudad: no estaba lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados
romanos, la mayor parte originarios de los países situados entre Suiza e Italia,
se había juntado a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los
paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de maltratarlo.
Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba esperando en una sala
grande, sentado sobre cojines que formaban una especie de trono. Muchos
cortesanos y militares le acompañaban. Los príncipes de los sacerdotes
entraron y se pusieron a los lados; Jesús se quedó en la puerta. Herodes
estaba muy engreído al ver que Pilatos le reconocía, en presencia de los
sacerdotes judíos, el derecho de juzgar a un galileo. También se alegraba de
ver en su presencia, en tal estado de abatimiento, a Jesús, quien nunca se
había dignado presentársela. Juan había hablado de él en términos tan
magníficos, y tantas cosas decían las relaciones de los herodianos así como de
los espías, que su curiosidad estaba muy excitada. Disponíase a hacerle sufrir
un interrogatorio delante de los cortesanos y de los príncipes de los sacerdotes,
para mostrar su instrucción. Pilatos le mandó decir que no había hallado ningún
crimen en aquel hombre, y el hipócrita creyó que era un aviso para que tratase
con desprecio a los acusadores, lo que aumentó el furor de éstos. Así que
entraron, produjeron tumultuosamente las acusaciones; pero Herodes miraba a
Jesús con curiosidad, y cuando le vio tan desfigurado, cubierto de golpes, con
el pelo en desorden, la cara ensangrentada, su vestido manchado, aquel
príncipe voluptuoso y sin energía sintió una compasión mezclada de disgusto.
Profirió el nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia, y dijo a los
sacerdotes: «Lievadlo, limpiadlo; ¿cómo traéis a mi presencia un hombre tan
asqueroso y tan lleno de heridas?» Los alguaciles llevaron a Jesús al vestíbulo,
trajeron agua en un baño, y lo limpiaron, sin cesar de maltratarlo.
Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad; parecía que quería imitar
la conducta de Pilatos, pues también les dijo: «Bien se ve que ha caído entre
las manos de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes de tiempo». Los
príncipes de los sacerdotes reproducían con empeño sus quejas y sus
acusaciones. Cuando volvieron a presentar a Jesús delante de Herodes,
fingiendo compadecerse mandó que le trajeran un vaso de vino para reparar
sus fuerzas; pero Jesús meneó la cabeza, y no quiso beber. Herodes habló con
énfasis y largamente; repitió a Jesús todo lo que sabía de Él, le hizo muchas
preguntas, y le pidió que hiciera un prodigio. Jesús no respondía una palabra, y
estaba delante de él con los ojos bajos, lo que irritó a Herodes. Sin embargo,
disimuló el enojo y continuó sus preguntas. Primero quiso halagarle: «Duéleme
ver que acusaciones tan graves pesen sobre Ti; he oído hablar mucho de Ti;
sabes que me has ofendido en Tirza cuando libertaste, sin mi permiso, los
presos que había hecho allí; pero sin duda lo hiciste con buena intención.
Ahora que el gobernador romano te envía a mi para juzgarte, ¿qué tienes que
responder a todas esas acusaciones? ¿Te callas? Me han hablado mucho de
la sabiduría de tus discursos y de tus doctrinas; quisiera oírte responder a tus
acusadores. » ¿Qué dices? ¿Es verdad que eres el Rey de los judíos? Eres Tú
el Hijo de Dios? ¿Quién eres? Dicen que has hecho grandes milagros; haz
alguno delante de mí. Está en mi mano el darte la libertad. ¿Es verdad que has
dado la vista a ciegos de nacimiento, resucitado a Lázaro de entre los muertos,
y dado de comer a millares de hombres con unos cuantos panes? ¿Por qué no
respondes? Créeme: haz alguno de tus prodigios; eso te será de provecho».
Como Jesús continuaba callado, Herodes prosiguió con mas volubilidad:
«¿Quién eres Tú? ¿Quién te ha dado ese poder? ¿Por qué no lo posees ya?
Eres Tú ese hombre cuyo nacimiento se cuenta de una manera maravillosa?
Reyes del Oriente han venido a mi padre en demanda de ver a un Rey de los
judíos recién nacido: ¿es verdad, como cuentan, que ese niño eras Tú? ¿Y
cómo escapaste de la muerte que fue dada a tantos niños? ¿Cómo ha
sucedido eso? ¿Cómo transcurrió tanto tiempo sin hablarse de Ti? ¡Responde!
¿Qué especie de Rey eres Tu? ¡En verdad que no veo nada de regio en Ti!
Dicen que hace poco fuiste conducido en triunfo hasta el templo; ¿qué
significaba eso? ¡Habla, respóndeme!»
Todo ese flujo de palabras no obtuvo ninguna respuesta de parte de Jesús. Me
fue explicado que Jesús no le habló porque estaba excomulgado, a causa de

su casamiento adúltero con Herodías y de la muerte de Juan Bautista.

Anás y Caifás se aprovecharon del disgusto que le causaba el silencio de Jesús, y
comenzaron otra vez sus acusaciones: añadieron que había llamado a Herodes
zorra; y también trabajado mucho tiempo en desprestigio de su familia; que
había querido establecer una nueva religión, y celebrado la Pascua la víspera.
Herodes, aunque irritado contra Jesús, era siempre fiel a sus proyectos
políticos. No quería condenar a Jesús, porque sentía ante Él un terror secreto,
y tenía con frecuencia remordimiento de la muerte de Juan Bautista; además,
detestaba a los príncipes de los sacerdotes, que no habían querido excusar su
adulterio, y lo habían excluido de los sacrificios a causa de ese crimen.
Y, sobre todo, no quería condenar al que Pilatos había declarado inocente, y
era conveniente mostrarse obsequioso hacia el gobernador en presencia de los
príncipes de los sacerdotes. Llenó a Jesús de desprecios, y dijo a sus criados y
a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio: «Agarrad a
ese Insensato, y rendid a ese Rey burlesco los honores que merece; es más
bien un loco que un criminal».
Condujeron al Salvador a un gran patio, donde fue víctima de nuevos atropellos
y objeto de escarnio. Este patio lo formaban las paredes del palacio, y Herodes
veía aquel escándalo desde lo alto de una azotea. Anás y Caifás lo excitaron
otra vez a condenar a Jesús; pero Herodes les dijo, de modo que lo oyesen los
romanos: «Sería un crimen para mi el juzgarlo». Quería decir sin duda: «Un
crimen contra el juicio de Pilatos, que ha tenido la política de mandármelo».

Nuestro Señor sufría las brutalidades de una soldadesca desenfrenada y grosera, en cuyas manos
Herodes lo había entregado. Empujábanlo en el patio, y uno de ellos trajo un
gran saco blanco que estaba en el cuarto del portero, y que había tenido
algodón. Le hicieron un agujero con una espada, y con grandes risotadas se lo
echaron sobre la cabeza a Jesús. Otro soldado trajo un pedazo de tela
colorada, y se la pusieron al cuello. Entonces se inclinaban delante de Él, y a
empellones, lo injuriaban, le escupían, dábanle en la cara, porque no había
querido responder a su Rey. Le hacían mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo,
tiraban de Él como zarandeándole y, habiéndolo echado al suelo, lo arrastraron
hasta un arroyo que rodeaba el patio, de modo que su sagrada cabeza pegaba
contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo levantaron, y
comenzaron otra vez los oprobios.
Había cerca de doscientos criados y soldados de Herodes, y cada cual tenia a
gala inventar algún nuevo ultraje contra Jesús. En algunos era tal la inquina
que iban dispuestos a pegarle palos en la cabeza. Mirábalos Jesús con
sentimientos de compasión. El dolor le arrancaba suspiros y gemidos, pero les
servían de motivo para burlarse, y nadie tenia piedad de Él. Su cabeza estaba
ensangrentada, y lo vi caer tres veces bajo los golpes; y vi también a los
ángeles que lo ungían: me fue revelado que sin este socorro del cielo los
golpes que le daban hubieran sido mortales. Los filisteos que atormentaron a
Sansón en la cárcel de Gaza eran menos violentos y crueles que aquellos
hombres.
El tiempo urgía, los príncipes de los sacerdotes tenían que ir al templo, y
cuando supieron que todo estaba dispuesto según sus ordenes, pidieron otra
vez a Herodes que condenara a Jesús; pero él, en sus ideas relativas a Pilatos,
le mandó a Jesús cubierto con su vestido de escarnio.


XXXI
Jesús conducido de Herodes a Pilatos
Los enemigos de Jesús le condujeron de Herodes a Pilatos. Estaban
avergonzados de tener que volver al sitio adonde fuera ya declarado inocente.
Pero decídense en breve, y tomando otro camino mucho mas largo preséntanle
en medio de su humillación a otra parte de la ciudad, con lo que además dan
tiempo a sus agentes para que agiten los grupos, según sus proyectos. Ese
camino era áspero y desigual, y todo el tiempo que duró no cesaron de
maltratar a Jesús. La ropa que le habían puesto le impedía andar, se cayó
muchas veces en el lodo, y lo levantaron a patadas hiriéndole en la cabeza;
con ultrajes infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como del pueblo
que se juntaba en el camino. Jesús pedía a Dios no morir, para que así se
cumpliesen en uno su pasión y nuestra redención.
Eran las ocho y cuarto cuando llegaron al palacio de Pilatos. La multitud era
muy numerosa; los fariseos corrían en medio del pueblo y lo excitaban; Pilatos,
acordándose de la sedición de los celadores galileos en la última Pascua,
disponía de mil hombres que ocupaban el Pretorio, el cuerpo de guardia, las
entradas de la plaza y las de su palacio.
La Virgen, su hermana mayor María, hija de Helí; María, hija de Cleofás,
Magdalena y otras muchas santas mujeres, hasta veinte, estaban en un sitio
donde lo podían oír todo. Juan estaba también al principio. Jesús, cubierto con
su ropa de irrisión, iba insultado por el pueblo; pues los fariseos habían juntado
la canalla más insolente y más perversa del populacho. Un fámulo de Herodes
vino a decirle a Pilatos que su amo estaba lleno de gratitud por su fineza, y que
no habiendo visto en el célebre Galileo más que un loco, lo había tratado como
a tal, y se lo devolvía. Pilatos quedó satisfecho al ver que Herodes obrara como
él, no condenando a Jesús. Diole la enhorabuena, y reanudaron la amistad, de
enemigos que eran desde que el acueducto se había hundido.
Vuelto Jesús de nuevo a la casa de Pilatos, los alguaciles le hicieron subir la
escalera con la brutalidad ordinaria; pero se enredó en su vestido, y cayó sobre
los escalones de mármol blanco, que se tiñeron en sangre de su cabeza
sagrada. Los enemigos de Jesús habían tomado sus sitios a la entrada de la
plaza; el pueblo reía de su caída, y los soldados le golpeaban para levantarlo.

Pilatos estaba apoyado sobre su silla, especie de canapé, y la mesita colocada
delante de él; rodeábanle oficiales y escribientes. Se adelantó sobre la azotea,
y dijo a los acusadores de Jesús: «Me habéis traído a este hombre como a un
agitador del pueblo; le he interrogado delante de vosotros, y no le hallo
culpable del crimen que le imputáis; Herodes tampoco le juzga criminal. Por
consiguiente, voy a mandar que le azoten, y a darle suelta». Violentos
murmullos se elevaron entre los fariseos, y las distribuciones de dinero en el
pueblo se hicieron con mas actividad. Pilatos recibió con sumo desprecio aquella
demostración de protesta, y aún hubo de proferir alguna frase mordaz.
Por aquel entonces acudía el pueblo a él en solicitud de que, antes de la
celebración de la Pascua, y según una antigua costumbre, diese libertad a un
preso. Los fariseos, por medio de sus emisarios, imbuyeron a la multitud que
en modo alguno pidiesen la libertad de Jesús, sino su suplicio. Pilatos esperaba
que pedirían la libertad de Jesús, y tuvo la idea de darles a escoger entre Él y
un insigne criminal, llamado Barrabás, que horrorizaba a todo el pueblo. Había
cometido una muerte en una sedición; yo le he visto cometer otros muchos
crímenes: fue autor de sortilegios, y hasta había arrancado a algunas mujeres
el fruto que llevaban en sus entrañas.

Hubo un movimiento entre el pueblo en la plaza: un grupo se adelantó, llevando a su
cabeza oradores, que gritaron a Pilatos: «Haz lo que has hecho siempre por la
fiesta». Pilatos les dijo: «Es costumbre que liberte a un criminal en la Pascua.
¿Quién queréis que sea: Barrabás, o el Rey de los judíos, Jesús, que dicen que
es el ungido del Señor’?»
Pilatos, siempre indeciso, llamaba a Jesús Rey de los judíos, porque este
orgulloso romano quería mostrarles su desprecio atribuyéndoles un rey tan
pobre; pero dábale también ese nombre, porque abrigaba cierta persuasión de
que Jesús era, en efecto, el Rey milagroso, el Mesías prometido a los judíos;
después cedía a ese presentimiento que tenía de la verdad, viendo a las claras,
por otra parte, que los príncipes de los sacerdotes estaban llenos de envidia
contra Jesús. A la pregunta de Pilatos hubo alguna duda en la multitud , y varias
voces gritaron: «iBarrabás!» Pilatos, llamado en aquel instante por un criado de
su mujer, salió de la azotea, y éste, presentándole la prenda que él antes diera,
díjole: «Claudia Procla te recuerda la promesa de esta mañana». Mientras tanto
los fariseos y los príncipes de los sacerdotes bullían con grande agitación; las
turbas mostrábanse sobreexcitadas, amenazadoras. María, Magdalena, Juan y
las santas mujeres estaban en una esquina de la plaza, trémulas y llorando.
Aunque la Madre de Jesús sabía que su muerte era el único medio de
salvación para los hombres, sentíase llena de angustia y del deseo de
arrancarle al suplicio, y sufría todos los dolores que puede sentir una madre.
María oraba para que un crimen tan enorme no se consumara. Decía como
Jesús en el Huerto de los Olivos: «Si es posible, que este cáliz se aleje».
Aliéntala alguna esperanza, porque en el pueblo corría la voz de que Pilatos
intentaba libertar a Jesús.

No lejos de Ella agitábanse grupos de gente de
Cafarnaúm que Jesús había curado y enseñado; hacen como que no lo
conocen, y miraban a escondidas a las infelices mujeres cubiertas con los
velos. Pero María creía, y todos pensaban como Ella, que éstos a lo menos
rechazarían a Barrabás para libertar a su Bienhechor y su Salvador. Mas no fue
así.
Pilatos devolvió la prenda a su mujer, ratificándole el cumplimiento de su
promesa. Avanzó de nuevo sobre la azotea, y sentóse al lado de la mesita. Los
príncipes de los sacerdotes ocupaban sus asientos, y Pilatos volvió a gritar: «¿A
cuál de los dos queréis que salve?» Entonces resonó un grito unánime en la
plaza: «No queremos a ése, sino a Barrabás». Pilatos dijo: «¿Qué queréis que
haga con Jesús, que se llama Cristo?» Todos gritaron tumultuosamente;
«iCrucifícalo! ;Crucifícalo!» Pilatos preguntó por tercera vez: «Pero ¿qué mal ha
hecho? Yo no encuentro en Él crimen que merezca la muerte; voy a mandar
azotarlo y dejarlo». Pero el grito: «iCrucifícalo! iCrucifícalo!» se alzó por todas
partes como una tempestad infernal ; los príncipes de los sacerdotes y los
fariseos se agitaban vociferando como frenéticos. Entonces el débil Pilatos dio
libertad al malhechor Barrabás, y condenó a Jesús a la flagelación.

Entonces los alguaciles, pegando y empujando a Jesús con palos, le condujeron a la
plaza, en medio del tumulto y de la saña popular. Al Norte del palacio de
Pilatos, a poca distancia del cuerpo de guardia, había una columna destinada a
que los reos sufriesen, a ella atados, la pena de azotes. Los verdugos,
provistos de látigos, varas y cuerdas, los pusieron al pie de la misma. Eran seis
hombres atezados, de menos estatura que Jesús; tenían un cinturón alrededor
del cuerpo, y el pecho cubierto de una especie de cuero o tela burda; los
brazos iban desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados
por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más
perversos de entre ellos hacían el oficio de sayones en el Pretorio. Esos
hombres crueles habían ya atado a la propia columna y azotado hasta la
muerte a algunos pobres condenados. Parecían salvajes o demonios, y
estaban medio borrachos. Dieron de puñadas al Señor, le arrastraron con las
cuerdas, a pesar de que se dejaba conducir sin resistencia, y lo ataron
brutalmente a la piedra. Esta columna estaba sola, y no servía de apoyo a
ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto, extendiendo el
brazo, hubiera podido alcanzar a la parte superior. A media altura había anillas
y ganchos. No se puede expresar con qué barbarie esos tigres furiosos
arrastraron a Jesús: le arrancaron el manto de irrisión de Herodes, y
derribáronle casi al suelo. Jesús temblaba y se estremecía delante de la
columna. Se despojó Él mismo de sus vestidos con las manos hinchadas y
ensangrentadas. Mientras le pegaban, oró del modo más tierno, y volvió un
instante la cabeza hacia su Madre, que estaba partida de dolor en la esquina
de una de las alas de la plaza, y que cayó sin conocimiento en brazos de las
santas mujeres que la rodeaban. Jesús abrazó la columna; los verdugos le
ataron las manos, levantadas en alto, a un anillo de hierro que estaba arriba, y
estiraron tanto sus brazos, que sus pies, atados fuertemente a lo bajo de la
columna, tocaban apenas al suelo. El Santo de los Santos fue así extendido
con violencia sobre la columna de los malhechores; y dos de aquellos furiosos
comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado, desde la cabeza hasta los pies. Sus
látigos o sus varas parecían de madera blanca flexible: puede ser también que
fueran nervios de buey o correas de cuero duro y blanco.

El Salvador, el Hijo de Dios, verdadero Dios, y verdadero hombre, temblaba y
se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos dulces y claros se
oían como una oración en medio del ruido de los azotes. De cuando en
cuando los gritos del pueblo y de los fariseos zumban como estruendosa
tempestad, y cubren sus quejidos lastimeros con que alternan piísimas
bendiciones; clamaban; «¡Que muera! iCrucifícalo!», pues Pilatos estaba
todavía hablando con el pueblo. Y cuando quería decir algunas palabras en
medio del tumulto popular, una trompeta tocaba en demanda de silencio.
Entonces oíase de nuevo el crujir de los azotes, los sollozos de Jesús, las
imprecaciones de los verdugos y el balido de los corderos pascuales que se
lavaban en la piscina de las Ovejas. Ese balido acentuaba un espectáculo
tiernísimo: eran tristes voces que se unían a los gemidos de Jesús.

Yo vi jóvenes, monstruos de infamia, casi desnudos, que preparaban
varas frescas cerca del cuerpo de guardia; otros iban a buscar varas de espino.
Algunos alguaciles de los príncipes de los sacerdotes daban dinero a los
verdugos. Les trajeron también un cántaro que contenía una bebida espesa y
colorada, y bebieron hasta embriagarse. Pasado un cuarto de hora, los
sayones que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros dos. El cuerpo
del Salvador estaba cubierto de manchas negras, lívidas y coloradas, y su
sangre corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas.
Los segundos verdugos lanzáronse con rabia de hambrientos lobos sobre
Jesús; tenían otra especie de varas; eran de espino con nudos y puntas. Los
golpes rasgaron todo el cuerpo de Jesús; la sangre saltó a distancia, y ellos
tenían los brazos manchados. Jesús gemía, oraba y se estremecía. Muchos
forasteros pasaron por la plaza, montados sobre camellos, y alejáronse
poseídos de horror y de pena cuando el pueblo les explicó lo que ocurría. Eran
caminantes que habían recibido el bautismo de Juan, o que habían oído los
sermones de Jesús sobre la montaña. El tumulto y los gritos no cesaban
alrededor de la casa de Pilatos.
Otros nuevos verdugos pegaron a Jesús con correas, que tenían en las puntas
garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a tiras. ¡Ah! ¡Cómo
describir este tremendo y doloroso espectáculo! Sin embargo, su rabia no
estaba todavía satisfecha; desataron a Jesús, y atáronle de nuevo de espaldas
a la columna. No pudiendo sostenerse, le pasaron cuerdas sobre el pecho,
debajo de los brazos y por bajo de las rodillas, anudándole las manos detrás de
aquel potro de martirio. Entonces cayeron sobre Él. Uno de ellos le pegaba en
el rostro con saña indecible, con una vara nueva. El cuerpo del Salvador era
todo una llaga. Miraba a sus verdugos con los ojos llenos de sangre, y parecía
que les pedía misericordia; pero redoblaban su ira, y los gemidos de Jesús
eran cada vez más débiles.
La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora,
cuando un extranjero de clase inferior, pariente del ciego Ctesifón, curado por
Jesús, se precipitó sobre la columna con un hierro que tenía la figura de una
cuchilla, gritando, loco de indignación: «¡Basta! No peguéis a ese inocente
hasta hacerle morir». Los verdugos, hartos, se pararon sorprendidos; cortó
rápidamente las cuerdas atadas detrás de la columna, y fue a perderse entre la
multitud. Jesús cayó casi sin sentido al pie de la columna, sobre un charco de
sangre. Los verdugos le dejaron, y fuéronse a beber, llamando a los criados
que estaban en el cuerpo de guardia tejiendo la corona de espinas.
Mientras Jesús estaba caído al pie de la columna, vi a algunas mujeres
públicas, con cínico descaro, acercarse a Jesús agarradas por las manos. Se
pararon un instante mirándole con desprecio. En este momento el dolor de sus
heridas se redobló, y alzo hacia ellas la faz ensangrentada. Se alejaron
entonces, y los soldados les dijeron palabras desvergonzadas.
Durante la flagelación, vi muchas veces ángeles llorando alrededor de Jesús, y
oí su oración por nuestros pecados, que subía constantemente hacia su Padre,
en medio de los golpes que daban sobre Él. Cuando estaba tendido al pie de la
columna, vi a un ángel presentarle una cosa luminosa que le dio fuerzas. Los
soldados volvieron, y le pegaron patadas y palos, diciéndole que se levantara.
Habiéndole puesto en pie, no le dieron tiempo para cubrir sus carnes; echaron
sus ropas sobre los hombros, y con ellas limpióse la sangre que le inundaba el
rostro. Le condujeron al sitio adonde estaban sentados los príncipes de los
sacerdotes, que gritaron: «¡Que muera! ¡Que muera!» y volvían la cara con
repugnancia. Después lo condujeron al patio interior del cuerpo de guardia,
donde no había soldados, sino esclavos, alguaciles y chusma; en fin, la hez del
pueblo.
Como la ciudad andaba revuelta y en extremo agitada, Pilatos mandó venir un
refuerzo de la guarnición romana de la ciudadela Antonia. Esta tropa, puesta en
buen orden, rodeaba el cuerpo de guardia. Podían hablar, reír y burlarse de
Jesús, pero les estaba prohibido salirse de sus filas. Pilatos quería contener así
al pueblo. Había mil hombres.
 
XXXIII
María durante la flagelación de Jesús
Vi a la Virgen Santísima en éxtasis continuo mientras la flagelación de nuestro
divino Redentor. Ella vio y sufrió con amor y dolor indecibles todo lo que sufría
su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos, y sus ojos estaban
bañados en lágrimas. Cúbrela un velo y vésela tendida en los brazos de María
de Helí, su hermana mayor, que era ya vieja, y se parecía mucho a Ana, su
madre. María de Cleofás, hija de María de Helí, estaba también con Ella. Las
amigas de María y de Jesús, trémulas de dolor y de espanto, rodean a la
Virgen y lloran como si esperasen su sentencia de muerte. María lleva un
vestido largo, azul, y por encima una capa de lana blanca, con velo blanco
también, casi amarillo. Magdalena yace pálida y agobiada de pena: los cabellos
asoman en desorden debajo del manto.
Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a
Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de
tela. No sé si creía que Jesús seria libertado, y que su Madre necesitaría esa
tela para aplicarla a sus llagas, o si esa pagana compasiva sabia a qué uso la
Virgen Santísima destinaría su regalo. Habiendo vuelto en sí, María vio a su
Hijo, todo despedazado, conducido por los soldados; Jesús se limpió los ojos,
llenos de sangre, para mirar a su Madre. Ella extendió las manos hacia Él, y
siguió con los suyos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose
apartado el pueblo, María y Magdalena se aproximaron al sitio en donde Jesús
fuera azotado; escondidas por las otras santas mujeres y otras personas bien
intencionadas que las cercan, se bajan al suelo, junto a la columna, y limpian
por todas partes la sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla
había mandado.

XXXVI
Coronación de espinas

Durante la flagelación de Jesús, Pilatos habló muchas veces al pueblo, que una
vez gritó: «Es menester que muera, aunque debamos morir también nosotros».
Cuando Jesús fue conducido al cuerpo de guardia, gritaron también; «¡Que
muera! que muera!» Después hubo silencio. Pilatos dio ordenes a sus soldados,
y los príncipes de los sacerdotes mandaron a sus criados que les trajesen de
comer. Pilatos, con el espíritu agitado por sus supersticiones, se retiró algunos
instantes para consultar a sus dioses y ofrecerles incienso.
La Virgen y sus amigos se retiraron de la plaza, después de haber recogido la
sangre de Jesús. Vi que entraban con sus lienzos ensangrentados en una
casita poco distante. No sé de quién era.
La coronación de espinas se hizo en el patio interior del cuerpo de guardia
había allí cincuenta miserables, criados, carceleros, alguaciles, esclavos y otras
gentes de igual jaez. El pueblo estaba alrededor del edificio; pero pronto se vio
rodeado de mil soldados romanos, puestos en buen orden, cuyas risas y burlas
excitaban el ardor de los verdugos de Jesús, como los aplausos del público
excitan a los cómicos.
En medio del patio había un trozo de una columna; pusieron sobre él un
banquillo muy bajo, y lo llenaron de piedras agudas. Le quitaron a Jesús los
vestidos del cuerpo, cubierto de llagas, y le pusieron una capa vieja colorada
de un soldado, que no le llegaba a las rodillas. Lo arrastraron al asiento que le
habían preparado, y lo sentaron brutalmente. Entonces le pusieron la corona de
espinas alrededor de la cabeza, y la ataron fuertemente por detrás. Estaba
hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas
estaban vueltas a propósito hacia dentro. Habiéndosela atado, le pusieron una
caña en la mano; todo esto lo hicieron con una gravedad irrisoria, como si
realmente lo coronasen rey. Le quitaron la caña de las manos, y le pegaron con
tanta violencia en la corona de espinas, que los ojos del Salvador estaban
inundados de sangre. Se arrodillaron delante de Él, le hicieron burla, le
escupieron a la cara, y le abofetearon, gritándole: «¡Salve Rey de los Judíos!»
Después lo tiraron con su asiento, y lo volvieron a levantar con violencia.
No podría repetir todos los ultrajes que imaginaban estos hombres. Jesús
sufría una sed horrible; sus heridas le habían dado calentura, y tenía frío; su
carne estaba rasgada hasta los huesos, su lengua estaba contraída, y la
sangre sagrada que corría de su cabeza refrescaba su boca ardiente y
entreabierta. Jesús fue así maltratado por espacio de media hora en medio de
la risa, de los gritos y de los aplausos de los soldados formados alrededor del
Pretorio.

XXXVII
Ecce Homo
Jesús, cubierto con la capa encarnada, la corona de espinas sobre la cabeza, y
el cetro de caña en las manos atadas, fue conducido al palacio de Pilatos.
Estaba desconocido a causa de la sangre que le cubría los ojos, la boca y la
barba. Su cuerpo era una llaga; andaba encorvado y temblando. Cuando llegó
delante de Pilatos, este hombre cruel no pudo menos de temblar de horror y de
compasión, mientras el pueblo y los sacerdotes le insultaban y hacían burla,
Cuando Jesús subió los escalones, Pilatos se asomó al balcón: tocaron la
trompeta para anunciar que el gobernador quería hablar: se dirigió a los
príncipes de los sacerdotes y a todos los circunstantes, y les dijo: «Os lo
presento otra vez, para que sepáis que no hallo en Él ningún crimen».
Jesús fue conducido cerca de Pilatos, de modo que todo el pueblo podía verlo.
Era un espectáculo terrible y lastimoso la aparición del Hijo de Dios,
ensangrentado, con la corona de espinas, bajando sus ojos ante el pueblo,
mientras que Pilatos, sentándole con el dedo, gritaba a los judíos: «iEcce
Homo!» Los príncipes de los sacerdotes y sus adeptos, llenos de furia, gritaron:
«¡Que muera! ¡Que sea crucificado!» «¿No basta ya? (dijo Pilatos). Ha sido
tratado de manera que no le quedará gana de ser Rey». Pero estos furiosos
gritaban cada vez más; «¡Que muera! ¡Que sea crucificado!» Pilatos mando
tocar otra vez la trompeta, y dijo: «Entonces, tomadlo y crucificadlo, pues no
hallo en Él ningún crimen». Algunos de los sacerdotes gritaron: «Tenemos una
ley por la cual debe morir, pues se ha llamado Hijo de Dios». Estas palabras, se
ha llamado Hijo de Dios, despertaron los temores supersticiosos de Pilatos:
hizo conducir a Jesús aparte, y le preguntó de donde era. Jesús no respondió,
y Pilatos le dijo; «¡No me respondes? ¿No sabes que puedo crucificarte o
ponerte en libertad?» Y Jesús respondió: «No tendrías tu ese poder sobre Mí, si
no lo hubieses recibido de arriba: por eso el que me ha entregado en tus
manos ha cometido un gran pecado».
Claudia Procla, temiendo la incertidumbre de su marido, le mandó de nuevo su
prenda para recordarle su promesa. Pero él le dio una respuesta vaga y
supersticiosa, cuyo sentido era que se abandonaba a los dioses. Los enemigos
de Jesús, habiendo sabido los pasos de Claudia en su favor, esparcieron por el
pueblo que «los partidarios de Jesús habían seducido a la mujer de Pilatos; que
si lo ponían en libertad se uniría con los romanos, y que todos los judíos serian
exterminados».
Pilatos, en medio de su incertidumbre, estaba como un hombre ebrio: su razón
no sabía a qué medio apelar. Habló otra vez a los enemigos de Jesús; y viendo
que pedían su muerte con más violencia que nunca, agitado, incierto, quiso
obtener del Salvador una respuesta que lo sacara de este penoso estado:
volvió al Pretorio, y se estuvo solo con Él. «¿Será posible que sea un Dios?» se
decía a sí mismo, mirando a Jesús ensangrentado y desfigurado; después le
suplicó que le dijera si era Dios, si era el Rey prometido a los judíos, hasta
dónde se extendía su imperio, y de qué orden era su divinidad. No puedo
repetir más que el sentido de la respuesta de Jesús. El Salvador le habló con
gravedad y severidad: le dijo en qué consistía su reino y su imperio; después le
reveló todos los crímenes secretos que él había cometido; le predijo la suerte
miserable que le esperaba, y le anunció que el Hijo del hombre vendría a
pronunciar contra él un juicio justo.
Pilatos, medio atemorizado y medio irritado de las palabras de Jesús, volvió al
balcón, y dijo otra vez que quería libertar a Jesús. Entonces gritaron: «¡Si lo
libertas, no eres amigo del César!» Otros decían que lo acusarían delante del
Emperador de haber turbado su fiesta; que era menester acabar, porque a las
diez tenían que estar en el templo. Por todas partes se oía gritar: «¡Que sea
crucificado!» hasta encima de las azoteas, donde había muchos subidos.
Pilatos vio que sus esfuerzos eran inútiles. El tumulto y los gritos eran horribles,
y el pueblo estaba en tal estado de agitación, que podía temerse una
insurrección. Pilatos mandó que le trajesen agua; un criado se la echó sobre
las manos delante del pueblo, y él gritó desde los alto de la azotea: «Yo soy
inocente de la sangre de este Justo: vosotros responderéis de ella».
Inmediatamente se levantó un grito horrible y unánime de todo el pueblo, que
se componía de gentes de toda la Palestina; «¡Que su sangre caiga sobre
nosotros y sobre nuestros descendientes!»

XXXIX
Jesús condenado a muerte de cruz
Pilatos estaba más dudoso que nunca: su conciencia decía: «Jesús es
inocente»; su mujer decía: «Jesús es Santo»; su superstición decía: «Es el
enemigo de tus dioses»; su cobardía decía: «Es un Dios y se vengará». Irritado y
asustado al mismo tiempo de las últimas palabras que le había dicho Jesús,
hizo el último esfuerzo para salvarlo; pero los judíos le causaron un nuevo
terror amenazándolo con quejarse al Emperador. El miedo al Emperador le
determinó a hacer la voluntad de ellos, en contrario con la justicia, con su
propia convicción y con la palabra que le había dado a su mujer.

Cuando los judíos, habiendo pronunciado la maldición sobre sí y sobre sus
hijos, pidieron que esa sangre redentora que pide misericordia para nosotros
pidiera venganza contra ellos, Pilatos mandó hacer los preparativos para
pronunciar la sentencia. Mandó traer sus vestidos de ceremonia, se puso un
tocado en donde brillaba una piedra preciosa, y otra capa; pusieron también
delante de él un palo. Estaba rodeado de soldados, precedido de oficiales del
tribunal, y seguido de escribas con rollos de tabletas. Delante tenía un hombre
que tocaba la trompeta. Así fue desde su palacio hasta la plaza, donde había
enfrente de la columna de la flagelación un sitio elevado para pronunciar los
juicios. Este tribunal se llamaba Gabbata: era una elevación redonda, adonde
se subía por escalones. Había encima un asiento para Pilatos, y detrás un
banco para empleados inferiores. Alrededor había un gran numero de
soldados, y algunos estaban subidos sobre los escalones. Muchos de los
fariseos se habían ido ya al templo. No hubo más que Anás, Caifás y otros
veintiocho que vinieron al tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de
ceremonia. Los dos ladrones habían sido ya conducidos al tribunal cuando
Jesús fue presentado al pueblo. El Salvador, con su capa colorada y su corona
de espinas, fue conducido delante del tribunal, y puesto entre los dos
malhechores. Cuando Pilatos se sentó en su asiento, dijo a los judíos: «¡Ved
aquí a vuestro Rey!» y ellos respondieron: «iCrucifícalo!» «¿Queréis que
crucifique a vuestro Rey?», volvió a decir Pilatos. «¡No tenemos más Rey que
César!» gritaron los príncipes de los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más, y
comenzó a pronunciar el juicio. Los dos ladrones habían sido condenados
anteriormente al suplicio de la cruz, pero los príncipes de los sacerdotes habían
diferido su ejecución, porque querían hacer una afrenta mas a Jesús,
asociándolo en su suplicio a dos malhechores de la ultima clase. Las cruces de
los dos ladrones estaban al lado de ellos: la del Salvador no estaba todavía
porque no se había pronunciado su sentencia de muerte.
La Virgen Santísima, que se había retirado después de la flagelación, se
introdujo de nuevo en medio de la multitud para oír la sentencia de muerte de
su Hijo y de su Dios. Jesús estaba de pie en medio de los alguaciles, al pie de
los escalones del tribunal. La trompeta sonó para imponer silencio, y Pilatos
pronunció su sentencia sobre el Salvador con el desenfado de un cobarde.

Pilatos comenzó por un largo preámbulo, en el cual daba los nombres más
sublimes al emperador Tiberio; después expuso la acusación inventada contra
Jesús, que los príncipes de los sacerdotes habían condenado a muerte por
haber alterado la paz pública y violado su ley, haciéndose llamar Hijo de Dios y
Rey de los judíos, habiendo el pueblo pedido su muerte por voz unánime. El
miserable añadió que encontraba esa sentencia conforme a la justicia, él, que
no había cesado de proclamar la inocencia de Jesús; y al acabar, dijo:
«Condeno a Jesús de Nazaret, Rey de los judíos, a ser crucificado»; y mandó
traer la cruz. Me parece que rompió un palo largo, y que tiró los pedazos a los
pies de Jesús.
A estas palabras, la Madre de Jesús cayó sin conocimiento; ahora no había
duda; la muerte de su querido Hijo era cierta, la muerte más cruel e
ignominiosa. Juan y las santas mujeres se la llevaron, para que los hombres
cegados que la rodeaban no insultaran su dolor; mas apenas volvió en sí,
tuvieron que conducirla por todos los sitios adonde su Hijo había sufrido, y
adonde quería sufrir el sacrificio de sus lágrimas; así la Madre del Salvador
tomó posesión por la Iglesia de esos lugares santificados.
Pilatos escribió el juicio en su tribunal, y los que estaban detrás de él lo
copiaron tres veces.

Después escribió la inscripción de la cruz sobre una tablita de color oscuro. La sentencia
se transcribió muchas veces, y se envió a diferentes puntos. Los príncipes de
los sacerdotes se quejaron de que el juicio estaba en términos poco favorables
para ellos; objetaron también contra la inscripción, y pidieron que no se pusiera
«Rey de los Judíos», sino ·que se ha llamado Rey de los Judíos». Pilatos,
impaciente, les respondió lleno de cólera: «Lo que está escrito, escrito está».
Querían también que la cruz de Jesús no elevara su cabeza por encima de las
otras de los dos ladrones: sin embargo, era menester hacerla más alta, porque
por culpa de los obreros no había espacio para poner la inscripción de Pilatos.
Se valían de este pretexto para suprimir la inscripción, que les parecía injuriosa
para ellos. Mas Pilatos no quiso consentir, y tuvieron que alargar la cruz,
añadiéndole un nuevo pedazo.

Habiendo sido pronunciada la sentencia, Jesús fue entregado a los alguaciles
como una presa; le trajeron sus vestidos, que le habían quitado en casa de
Caifás; los habían guardado, y sin duda algunos hombres compasivos los
habían lavado, pues estaban limpios. Los hombres perversos que rodeaban a
Jesús le desataron las manos para poderlo vestir; arrancaron de su cuerpo,
lleno de llagas, la capa de lana colorada que le habían puesto por irrisión, y le
echaron su escapulario sobre las espaldas. Como la corona de espinas era
muy ancha e impedía que se le pusiese la túnica oscura, inconsútil, que le había
hecho su Madre, se la arrancaron de la cabeza, y todas sus heridas echaron
sangre de nuevo con indecibles dolores. Le pusieron también su vestidura de
lana blanca, su cinturón y su manto.
 
XXXIII
María durante la flagelación de Jesús
Vi a la Virgen Santísima en éxtasis continuo mientras la flagelación de nuestro
divino Redentor. Ella vio y sufrió con amor y dolor indecibles todo lo que sufría
su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos, y sus ojos estaban
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No creemos en falsas profetas como Ana Catalina Emmerick.​