Apreciados hermanos: Vengo desde el comienzo leyendo este epígrafe, y tras los aportes de los hermanos Oso y Leonardo como que me ha vuelto el alma al cuerpo. Han respondido muy bien al ejemplo del hermano José Carlos, que me trajo recuerdos de Juana la Loca, que al morir su esposo, el archiduque, viajó junto a su cadáver de un lado a otro, negándose a darle sepultura.
Entre las mayores tradiciones evangélicas que se conservan en mi país, está esta de la "idolatría del viejo hombre". Probablemente pocas cosas
hayan conspirado tanto contra la santidad y espiritualidad de los creyentes, como este mito introducido quizá por algún misionero inglés despistado, pero de algún prestigio, pues nadie se ha atrevido a denunciar públicamente tal aberración. Es posible que esta falacia haya
campeado también por España y otras partes del Nuevo Mundo, por lo
que haremos bien en refutarla como se merece.
Lo más extraño, sin embargo, es que tal superchería (que no es otra cosa), hubiera calado hondo entre las Asambleas de Hermanos de mi país, tan celosas de la sana doctrina y con fobia indisimulada hacia todo
lo que no fuese "bíblico" o "escritural".
Para no aburrirles en este, mi primer aporte, con muchos textos, a vía
de presentación del asunto les brindaré un testimonio, de lo que existen todavía unos cuantos testigos.
Allá por la década de los años 60, y cuando andaba por mis 25 años, era responsable como "anciano" (junto a otros 4 hermanos) en el presbiterio de nuestra iglesia. Pasó entonces a congregarse con nosotros un hermano del interior del país, que a su vez había sido "anciano" (o "sobreveedor" como entonces se les decía), en la asamblea de hermanos libres de su ciudad. Don Juan, en broma se decía a sí mismo "vasco cabeza dura", por ser de tal ascendencia y su carácter fuerte y porfiado. Era un excelente hermano - ya con el Señor-, que tenía la gracía de recibir la corrección, y que sabía pedir perdón y disculparse. ¡Claro!, estaba muy entrenado en esto de pedir perdón, ya
que necesitaba hacerlo con frecuencia.
Varias veces se excusó ante mi por dejarse llevar de su temperamento arrebatado que le llevaba a tomar actitudes violentas:
- ¿Sabe qué pasa, hermano? ¡Es mi viejo hombre!
Al principio le manifesté comprensión, pues por su edad podía ser mi padre. Pero ante la reiteración de tal excusa, un día le respondí:
- ¡No, don Juan! No fue su viejo hombre el que pecó; Vd. ofendió.
- ¡Sí, ya sé que fui yo... pero mi viejo hombre!
- Le tengo noticias: ya no va más lo del viejo hombre.
- ¿Qué quiere decir usted?
- Que Dios terminó con su viejo hombre: ya no existe. Desde que se convirtió es usted un hombre nuevo.
- ¡Ya lo sé! Pero es la vieja naturaleza que todavía llevamos en este cuerpo, y hasta que el Señor venga y nos transforme, tenemos que llevarla.
- Pues no, don Juan, no es así. Cuando el Señor Jesús murió en la cruz,
no solamente llevó sobre su cuerpo en el madero, todos sus pecados, sino que lo llevó a usted mismo. Su viejo hombre fue crucificado juntamente con Cristo, murió junto con El, y fue sepultado junto con
El. Cuando usted fue bautizado, dio testimonio físico y visible por su
hundimiento en el agua, de la realidad espiritual que usted experimentó
el día que por creer en Cristo, pasó de muerte a vida. Cuando usted es
levantado del agua, testifica que sale de la sepultura como una nueva
creatura en Cristo, para vivir la vida de resurrección junto con Cristo,
y sentarse en lugares celestiales junto con El.
Al principio los duros ojos de don Juan parecían que iban a comerme,
luego se fueron suavizando, y finalmente dulcificando. Por supuesto,
tuve que explicarle mucho más ante la Biblia abierta, pues si no, jamás
hubiera admitido nada de cuanto pudiera decirle. Su lema era: "¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a ésto, es porque no les ha amanecido".
Me temo que no tanto por ignorancia, sino por mal adoctrinamiento,
todavía abunden en las iglesias creyentes esclavos de su vida pasada. Su
temperamento, vicios, pasiones y pecados son tolerados como una carga a la que deben resignarse. ¡Qué evangelio pobre obró en sus vidas, salvándoles el alma para la eternidad, pero no para su presente
vida! Esto produce vidas dobles y testimonios que no honran al Señor,
ni edifican su iglesia.
¿Cómo vamos ahora? ¿Me miran como don Juan al principio?
Proseguimos el diálogo, si Dios quiere, con vuestras apreciaciones al
tema.
Ricardo.