Era una mañana hermosa, dorada y serena, cuando decidí adentrarme en el campo, disfrutar del aire libre y de la naturaleza y percibir al pisar la hierba fresca y natural, ese agradable aroma que suena a vida nueva. Un tiempo hermoso que nos reconforta al contemplar la belleza de las flores. Una época en la que uno se siente féliz.
Y feliz me encontraba yo aquella mañana cuando acompañado por Raquel, me dirigía hacia el convento de las monjas de Santa Clara situado, en la provincia de Madrid.
Raquel, era una Licenciada en Farmacia hija de un buen amigo mio, médico de profesión, al que conozco hace más de treinta años y al que me une una sincera amistad. Raquel por entonces tendría unos veinte años. Era una persona amable, noble y sincera.
Poseía unas fuertes convicciones religiosas, que nos llevaban a mantener largas conversaciones sobre nuestra manera de ver y sentir la vida cristiana.
Entre nosotros nació una bonita amistad carente de cualquier otra especulación. Tomábamos café o comíamos juntos con frecuencia cuando yo desarrollaba mi trabajo profesional como delegado de un laboratorio farmacéutico.
Pasados unos años Raquel contrajo matrimonio con un médico del servicio hospitalario del centro donde su padre ejercía la medicina. Ceremonia a la que asistí en compañía de mi esposa.
Por motivos profesionales de su marido tuvieron que trasladarse a vivir a Santander. Al principio manteníamos contacto telefónico, pero desgraciadamente haciendo gala de la célebre melodía “…dicen que la distancia es el olvido” nuestras conversaciones fueron dilatándose.
Por su padre me enteré que fruto de su matrimonio habían nacido dos hijos, de lo cual me alegré profundamente.
Han pasado casi treinta y cinco años cuando un día recibí una llamada inesperada. Se trataba de Raquel. Sentí una enorme emoción al oir de nuevo su voz. Deseaba verme para hablar conmigo y recordar aquellas intensas conversaciones que manteníamos sobre nuestra fe.
Me comentó que no había tenido mucha suerte en su matrimonio y terminaron separándose. Su hijo mayor vivía su mundo en California y ella con su hija Rosalía, que había decidido ingresar en un convento, volvieron al domicilio de su padre, viudo y jubilado, para vivir con él.
Un buen día recorriendo el camino que separaba la casa de su padre del convento, me preguntaba como Rosalía, una chica joven, alegre y bella había sentido la llamada de Dios para entregar su vida a la frialdad de un convento. Que fuerza interior la impulsaba para comprender que Dios la necesitaba en ese lugar, rompiendo toda su vida anterior cuando a Él se le puede servir en cualquier lugar.
Recuerdo que era el primer jueves de mes, día en que según Raquel tenían asignado por la Dirección para recibir personalmente a las familias.
La encontramos esperándonos en una pequeña sala. Madre e hija se fundieron en un fuerte abrazo. Le ofrecí mi mano para saludarla y ella besó mi mejilla con dulzura. Al ver su cara angelical cargada de ilusión y felicidad humedeció la mía.
Raquel apretaba fuertemente la mano de su hija mientras conversaban. Rosalía hablaba y hablaba de lo mucho que Dios le había concedido en aquella casa. Para mí, comentaba con alegría, esto no es un refugio, no es una huida del mundo, sino todo lo contrario, amar y servir al mundo a través de Dios. Estoy féliz, contenta e ilusionada. En este lugar me encuentro más cerca de Dios y a través de Él más cercana hacia los demás por quienes le pido constantemente. Rezo por los que andan por la vida sin encontrar ese camino que les conduzca a encontrar su fe perdida. Le pido a Dios por los que mueren en las carreteras, en atentados, en catástrofes, en abortos provocados. Por los matrimonios separados y por los niños abandonados.
A veces siento una voz interior que me dice en silencio que mi vida puede ser la Biblia que otros lean y por ello tengo la obligación de hacerles llegar ese mensaje que puedo ofrecerles… mi vida.
Pero el tiempo desconocedor de protocolos interrumpió nuestra conversación. Sonó una campanilla indicándonos que el tiempo de visita se había consumado. Antes de nuestra despedida Rosalía nos dejó una última reflexión: “Las tristezas y el sufrimiento forman parte de la vida. Unas vienen por nosotros y otras por los demás. Procurar no perder la esperanza y la alegría. A veces la vida os presentará su cara amarga, que debéis aceptar No olvidéis que navegamos entre rosas y espinas, entre dolores y alegrías. Tener presencia de Dios y os ayudará.
La puerta del convento se cerró tras salir nosotros. En el camino de regreso a casa de Raquel, apenas pudimos articular palabra.
Solo nos quedaba la imagen de un alma conquistada por Dios.
Y feliz me encontraba yo aquella mañana cuando acompañado por Raquel, me dirigía hacia el convento de las monjas de Santa Clara situado, en la provincia de Madrid.
Raquel, era una Licenciada en Farmacia hija de un buen amigo mio, médico de profesión, al que conozco hace más de treinta años y al que me une una sincera amistad. Raquel por entonces tendría unos veinte años. Era una persona amable, noble y sincera.
Poseía unas fuertes convicciones religiosas, que nos llevaban a mantener largas conversaciones sobre nuestra manera de ver y sentir la vida cristiana.
Entre nosotros nació una bonita amistad carente de cualquier otra especulación. Tomábamos café o comíamos juntos con frecuencia cuando yo desarrollaba mi trabajo profesional como delegado de un laboratorio farmacéutico.
Pasados unos años Raquel contrajo matrimonio con un médico del servicio hospitalario del centro donde su padre ejercía la medicina. Ceremonia a la que asistí en compañía de mi esposa.
Por motivos profesionales de su marido tuvieron que trasladarse a vivir a Santander. Al principio manteníamos contacto telefónico, pero desgraciadamente haciendo gala de la célebre melodía “…dicen que la distancia es el olvido” nuestras conversaciones fueron dilatándose.
Por su padre me enteré que fruto de su matrimonio habían nacido dos hijos, de lo cual me alegré profundamente.
Han pasado casi treinta y cinco años cuando un día recibí una llamada inesperada. Se trataba de Raquel. Sentí una enorme emoción al oir de nuevo su voz. Deseaba verme para hablar conmigo y recordar aquellas intensas conversaciones que manteníamos sobre nuestra fe.
Me comentó que no había tenido mucha suerte en su matrimonio y terminaron separándose. Su hijo mayor vivía su mundo en California y ella con su hija Rosalía, que había decidido ingresar en un convento, volvieron al domicilio de su padre, viudo y jubilado, para vivir con él.
Un buen día recorriendo el camino que separaba la casa de su padre del convento, me preguntaba como Rosalía, una chica joven, alegre y bella había sentido la llamada de Dios para entregar su vida a la frialdad de un convento. Que fuerza interior la impulsaba para comprender que Dios la necesitaba en ese lugar, rompiendo toda su vida anterior cuando a Él se le puede servir en cualquier lugar.
Recuerdo que era el primer jueves de mes, día en que según Raquel tenían asignado por la Dirección para recibir personalmente a las familias.
La encontramos esperándonos en una pequeña sala. Madre e hija se fundieron en un fuerte abrazo. Le ofrecí mi mano para saludarla y ella besó mi mejilla con dulzura. Al ver su cara angelical cargada de ilusión y felicidad humedeció la mía.
Raquel apretaba fuertemente la mano de su hija mientras conversaban. Rosalía hablaba y hablaba de lo mucho que Dios le había concedido en aquella casa. Para mí, comentaba con alegría, esto no es un refugio, no es una huida del mundo, sino todo lo contrario, amar y servir al mundo a través de Dios. Estoy féliz, contenta e ilusionada. En este lugar me encuentro más cerca de Dios y a través de Él más cercana hacia los demás por quienes le pido constantemente. Rezo por los que andan por la vida sin encontrar ese camino que les conduzca a encontrar su fe perdida. Le pido a Dios por los que mueren en las carreteras, en atentados, en catástrofes, en abortos provocados. Por los matrimonios separados y por los niños abandonados.
A veces siento una voz interior que me dice en silencio que mi vida puede ser la Biblia que otros lean y por ello tengo la obligación de hacerles llegar ese mensaje que puedo ofrecerles… mi vida.
Pero el tiempo desconocedor de protocolos interrumpió nuestra conversación. Sonó una campanilla indicándonos que el tiempo de visita se había consumado. Antes de nuestra despedida Rosalía nos dejó una última reflexión: “Las tristezas y el sufrimiento forman parte de la vida. Unas vienen por nosotros y otras por los demás. Procurar no perder la esperanza y la alegría. A veces la vida os presentará su cara amarga, que debéis aceptar No olvidéis que navegamos entre rosas y espinas, entre dolores y alegrías. Tener presencia de Dios y os ayudará.
La puerta del convento se cerró tras salir nosotros. En el camino de regreso a casa de Raquel, apenas pudimos articular palabra.
Solo nos quedaba la imagen de un alma conquistada por Dios.