HISTORIA DE UNA MONJA

11 Diciembre 2007
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Cuando ya ha entrado la primavera me agrada ir a la sierra, huyendo del paisaje urbano, para adentrarme en el campo, disfrutar del aire libre y de la naturaleza, y percibir al pisar la hierba fresca y natural, ese agradable aroma que suena a vida nueva. Es un tiempo tibio y hermoso que nos reconforta al contemplar la belleza de las flores. Es una época en la que uno se siente feliz.
Y feliz me encontraba yo aquella mañana, cuando acompañado por Raquel, me dirigía hacia el convento de las monjas de clausura de Santa Clara, situado en Alcalá de Henares, en la provincia de Madrid.
Raquel, era una Licenciada en Farmacia, hija de un médico que yo visitaba habitualmente, por motivos profesionales y que ayudaba a su padre en su consulta hospitalaria. Tendría por entonces unos veinte años. Era una persona amable, noble y sincera. Poseía unas fuertes convicciones religiosas, que nos llevaban a mantener largas conversaciones sobre nuestro forma de ver y sentir la vida cristiana. Entre nosotros nació una bonita amistad, carente de cualquier otra especulación. Tomábamos café o comíamos juntos, cuando yo viajaba hasta Alcalá de Henares, para desarrollar mi trabajo. Pasados unos años, contrajo matrimonio en la Iglesia de los Santos Niños de la ciudad Alcalaína con un médico del servicio hospitalario de su padre, ceremonia a la que asistí, en compañía de Ana mi mujer. Por motivos profesionales de su marido, se trasladó a vivir a Lua Coruña. Al principio teníamos contacto telefónico, pero desgraciadamente haciendo gala de la célebre canción “dicen que la distancia, es el olvido…”, nuestras conversaciones, apenas existían.
Por su padre, el médico que yo visitaba, me enteré que fruto de su matrimonio, habían nacido dos hijos, de lo cual me alegré.
Han pasado casi 35 años cuando un día recibí una llamada inesperada. Se trataba de Raquel. Me dio mucha alegría oír de nuevo su voz, después de tanto tiempo. Quería verme para hablar conmigo y recordar aquellas intensas conversaciones sobre vida cristiana. Me comentó que no había tenido suerte en su matrimonio y terminó separándose. Su hijo mayor vivía su mundo en California y ella con su hija Rosalía que había decidido ingresar en un convento, volvieron a casa de su padre, viudo y jubilado, para vivir con él.
Recorríamos el camino que separa la casa de su padre del convento de Santa Clara, y me preguntaba como Rosalía, una chica joven, alegre y bella, había sentido la llamada de Dios para entregar su vida a la frialdad de la clausura. Que fuerza le impulsaba a comprender que le necesitaba en el interior de un convento, rompiendo con todo lo vivido hasta ese momento, cuando a El, se le puede servir en cualquier lugar.
Recuerdo que era el primer jueves de mes, día en que según Raquel, tenía asignado la familia para poder visitar personalmente a Rosalía. La encontramos esperándonos en una pequeña sala. Madre e hija se fundieron en un fuerte abrazo, mientras yo esperaba. Le ofrecí mi mano al saludarla y ella besó mi mejilla con dulzura. Creo recordar que sin saber porqué, se me escaparon algunas tímidas lágrimas, al ver su cara angelical que denotaba una felicidad muy especial. Raquel apretaba fuertemente la mano de su hija mientras conversaban. Sabes mamá, que para mí, esto no es un refugio, no es una huida del mundo, sino para amar al mundo y a Dios. Estoy feliz, contenta e ilusionada. Aquí me encuentro más cerca de Dios y noto su presencia a diario en cualquier lugar o circunstancia. Rezamos por todos los que están fuera. Por los que llevan en el corazón al demonio y no se dan cuenta. Por los que mueren en las carreteras, en atentados, en catástrofes, en abortos provocados. Pedimos por los matrimonios separados. Por los hijos abandonados. En fin mamá, rezamos por todos los que no conocen o no se acuerdan de Dios.
Sonó una campanilla indicándonos que el tiempo de visita se había consumado. Antes de nuestra despedida Rosalía nos dejó una última reflexión: Las tristezas y el sufrimiento forman parte de la vida. Unas vienen por nosotros y otras por los demás. Procurar no perder la esperanza y la alegría. A veces la vida os presentará su cara amarga, que debéis aceptar No olvidéis que navegamos entre rosas y espinas, entre dolores y alegrías. Tener presencia de Dios y os ayudará.
La puerta se cerró tras de nosotros. En el camino de regreso a casa de Raquel, apenas pudimos articular palabra. Solo nos quedaba la imagen de un alma conquistada por Dios.