HERMANO LORENZO (1605-1691) UN BUEN EJEMPLO A CONSIDERAR

Los franceses experimentaron abundantes tumultos y mucha inestabilidad durante el siglo XVII, incluida su participación en dos guerras que duraron más de treinta años. En medio de este entorno surgieron figuras espirituales de impresionante talla, tales como Blaise Pascal, Francisco de Sales, Madame Guyon y Francois Fénelon. Cada uno de ellos aportó dirección espiritual acerca del camino por recorrer para conectarse con Dios. Ninguno de ellos logró, sin embargo, tan profundo impacto como la vida de un humilde ayudante de cocina que residía en el corazón de París, en un monasterio de la Orden de los Carmelitas Descalzos.

El hermano Lorenzo demostró, por su sencilla devoción, en medio de las más mundanas actividades, que la vida en Cristo conseguían disfrutarla hasta las personas de la más modesta condición. Su humilde testimonio, sin embargo, nunca hubiera llegado a nosotros de no ser por los diálogos que sostuvo con él el cardenal Beaufort, quien se sintió seducido por el espíritu de reposado gozo que percibía en la vida de aquel sencillo hombre. El hermano Lorenzo le concedió cuatro entrevistas, bajo la condición de que no compartiera con otros el contenido de la plática. Solamente después de su muerte se publicó un pequeño libro, La práctica de la presencia de Dios, que en corto tiempo se convirtió en un libro de referencia para todos aquellos que buscaban una relación más profunda con Dios.

Lorenzo nació con el nombre de Nicolás Herman, en una familia de campesinos pobres. De joven buscó escaparse de la abrumadora penuria en que vivían sus padres alistándose en el ejército. En una de las batallas sufrió una herida severa y, aunque logró recuperarse, se vio obligado a abandonar la vida de soldado. Nunca se recuperó de aquellas lesiones, por lo que cojeaba cuando caminaba. En la vejez estas lesiones le ocasionaron mucho dolor. Trabajó por un tiempo como sirviente, pero lo frustraba su enorme torpeza.

La experiencia de contemplar un árbol deshojado y sin vida, en pleno invierno, lo transformó para siempre. Percibió que esa condición cambiaría con la llegada de la primavera, momento en que la vida volvería a manifestarse en las ramas del árbol. Lorenzo alcanzó a entender que él era como ese árbol. Podía experimentar un renacer intenso si le permitía a Cristo manifestar, en su interior, la vida que promete a aquellos que creen en su nombre.

Las escasas aptitudes que poseía Lorenzo para una vocación religiosa llevaron a las autoridades del monasterio a asignarle las más humildes tareas de la cocina. En medio del bullicio, las órdenes de sus superiores, y el tedioso trabajo de pelar papas y lavar ollas, Lorenzo descubrió que podía vivir una intensa relación de amor con el Señor. «Los hombres inventan muchos caminos y sistemas para conectarse con Dios —observaba—, los cuales terminan trayendo innecesarias complicaciones a la vida. Resulta mucho más sencillo si cumplimos las tareas de nuestro quehacer cotidiano enteramente por amor a él».

Las responsabilidades de cada día, por más mundanas que fueran, representaban para Lorenzo el medio ideal para experimentar el amor de Dios. El asunto por resolver no era lo sagrado o mundano de la tarea, sino la motivación con la que uno desempeña esas tareas. De ese modo, advertía: «No es necesario que se nos asignen grandes o importantes responsabilidades. Podemos también llevar adelante pequeñas tareas para el Señor. Puedo voltear la torta en la sartén y hacerlo por amor a Dios. Si no aparece otra tarea que deba completar, me postro, allí en la cocina, y lo adoro a él. Luego me levanto con más alegría que nunca. Si barro el piso, lo hago para él; por eso, esa tarea que llevo a cabo me llena el corazón».

El hermano Lorenzo había descubierto que, en medio del bullicio de la cocina, conseguía retirarse a un lugar quieto y solitario en su corazón, un espacio sagrado en el que disfrutaba de la más íntima y bella comunión con Dios. «Intento —señalaba— entrar a su presencia cuántas veces pueda, para adorarlo, para contemplar la hermosura de su rostro». Aunque muchas veces lidiaba con dificultades para lograr esta quietud interior, Lorenzo comprendió que esta lucha era parte de la experiencia que Dios había reservado para él y aprendió a amar el proceso de buscar el rostro de su Señor.

Lorenzo trabajó en la cocina por el resto de su vida, aunque por un tiempo lo trasladaron a la zapatería, donde reparaba las sandalias de sus hermanos. No obstante el humilde servicio que prestaba, muchos comenzaron a notar la hermosura de su personalidad, la quietud y el gozo con que vivía. Aunque él huía del reconocimiento que le querían dar, comenzaron a buscar sus consejos para poder vivir una vida similar a la que él gozaba. Le llegaban cartas de otras partes de Francia y él, con mucha diligencia, las respondía, siempre guiado por el mismo espíritu sencillo que lo caracterizaba. La sabiduría contenida en estos humildes escritos formaron parte del libro que se publicó, luego de su muerte.

«El secreto de mi vida —comentaba— es que he logrado vivir como si a la tierra la habitaran solamente dos personas: Dios y yo». Juntos, Lorenzo y el Señor cocinaban, realizaban las compras, fregaban los pisos, limpiaban las ollas y soportaban el desprecio de otros que se consideraban más importantes. Para vivir en esa comunión perenne con Dios se necesita disciplinar la mente y el corazón, que con tanta frecuencia se desvían hacia ocupaciones menos productivas. La falta de sofisticación y preparación teológica de Lorenzo le resultaron singularmente favorables, pues fijó sus ojos en la persona de Dios con una devoción poco común entre los hombres.

Las estrictas disciplinas de la Orden de los Carmelitas Descalzos tampoco le servían de mucho. Aunque él participaba de la rutina que era parte de la vida del monasterio, descubrió que no recibía mucho beneficio al repetir las oraciones y las rutinas asignadas para esos periodos. Su aparente «torpeza» para las cosas de Dios lo condujeron a complementar estos momentos formales con conversaciones más intimas y sencillas, durante el transcurso del día, que satisfacían mucho más su corazón. Sin darse cuenta, había descubierto el secreto de una vida plena en Dios, que es vivir al Señor todo el día, en todo lugar.

A los ochenta y seis años de edad el hermano Lorenzo partió para estar con su Señor. Pocas veces había salido del entorno del monasterio en el que transcurrió gran parte de su vida. El legado que dejó, sin embargo, se convirtió en uno de los clásicos de la literatura cristiana. Aunque contiene escasas treinta y tres páginas, ha sido reproducido en más idiomas y más formatos que cualquier otro libro, fuera de la Biblia. El testimonio de un humilde y pobre cocinero de monasterio sigue siendo, hasta el día de hoy, una de las más preciosas perlas en la historia del pueblo de Dios.

Extraído de Desarrollo Cristiano
 
El hermano Lorenzo demostró, por su sencilla devoción, en medio de las más mundanas actividades, que la vida en Cristo conseguían disfrutarla hasta las personas de la más modesta condición. Su humilde testimonio, sin embargo, nunca hubiera llegado a nosotros de no ser por los diálogos que sostuvo con él el cardenal Beaufort, quien se sintió seducido por el espíritu de reposado gozo que percibía en la vida de aquel sencillo hombre. El hermano Lorenzo le concedió cuatro entrevistas, bajo la condición de que no compartiera con otros el contenido de la plática. Solamente después de su muerte se publicó un pequeño libro, La práctica de la presencia de Dios, que en corto tiempo se convirtió en un libro de referencia para todos aquellos que buscaban una relación más profunda con Dios.

Lorenzo nació con el nombre de Nicolás Herman, en una familia de campesinos pobres. .... Trabajó por un tiempo como sirviente, pero lo frustraba su enorme torpeza.

La experiencia de contemplar un árbol deshojado y sin vida, en pleno invierno, lo transformó para siempre. Percibió que esa condición cambiaría con la llegada de la primavera, momento en que la vida volvería a manifestarse en las ramas del árbol. Lorenzo alcanzó a entender que él era como ese árbol. Podía experimentar un renacer intenso si le permitía a Cristo manifestar, en su interior, la vida que promete a aquellos que creen en su nombre.
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Las escasas aptitudes que poseía Lorenzo para una vocación religiosa llevaron a las autoridades del monasterio a asignarle las más humildes tareas de la cocina. En medio del bullicio, las órdenes de sus superiores, y el tedioso trabajo de pelar papas y lavar ollas, Lorenzo descubrió que podía vivir una intensa relación de amor con el Señor. «Los hombres inventan muchos caminos y sistemas para conectarse con Dios —observaba—, los cuales terminan trayendo innecesarias complicaciones a la vida. Resulta mucho más sencillo si cumplimos las tareas de nuestro quehacer cotidiano enteramente por amor a él».

En la pobreza de Espíritu el hombre halla un Tesoro inagotable, el SEÑOR celebra contigo y te dice "Eres rico".

Eres rico en aquello que mas agrada a Dios: en desprendimiento y humildad. El que alcanza esta condición obtiene de Dios MUCHO: Ser el amigo íntimo de Dios es uno de ellos, y estar en su Consejo de jueces es otro. DIOS te escucha como nunca antes y tus plegarias no serán ignoradas.
 
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Durante sus inquietudes mentales no consultaba con nadie; sino que sabiendo por la luz de la fe que Dios estaba presente, entonces se contentaba con dirigir todas sus acciones a Él; es decir, haciéndolas con el deseo de agradarle, sea cual fuera el resultado (La Práctica de la Presencia de Dios)