Una de las cosas que más he admirado en este mundo, ha sido las familias que son verdaderamente felices. Que derrochan un manantial de permanente alegría, aunque en estos tiempos, resulte un tanto raro decirlo y por supuesto teniendo en cuenta los clásicos problemas comunes que sufren toda clase de familias, en este mundo nuestro en el que vivimos.
Quizás porque yo la he vivido en el entorno de la mía, no acierto a comprender los motivos, que seguro tendrán, aquellas familias que mantienen un estado de desunión que conlleva una infelicidad, desgraciadamente casi permanente.
Por ello, yo disfruto cuando me encuentro entre familias sencillas que mantienen entre sus componentes, tal caudal de comprensión y cariño que incluso podrían repartir a otras familias, menos afortunadas que ellas, que luchan incansablemente por conseguir esa felicidad tan hermosa que aunque parezca difícil, es posible a poco que se lo propusieran.
Sin embargo y aunque sea una pena el reconocerlo, estoy convencido que actualmente, junto a las familias realmente felices, que por supuesto son muchísimas más que las que por desgracia carecen de ese don, existen otras familias en las que la felicidad no se ha conseguido o se está deteriorando.
Yo pienso, que parte de culpa de ello, son las cada día más frecuentes familias rotas, por separaciones o divorcios que cada vez proliferan más, en esa carrera desenfrenada que parece no tener final, pero que indudablemente conduce a la tragedia del fracaso familiar.
Y no cabe bajo ningún concepto, justificar la infelicidad de una familia bajo la absurda creencia de que el mundo actual está así. Más bien yo diría que el problema existe, sencillamente porque no soportamos nada. Sencillamente por la simple razón de que nuestra independencia económica nos permite no tolerar lo más mínimo y como consecuencia no aceptamos a nuestra pareja tal y como es con sus fallos y defectos. Y lo que es peor, olvidamos reconocer las virtudes que seguro tiene, por lo que la convivencia nos parece, algo insuperable.
En cualquier caso, si se llegaran a razonar algunos reproches de la pareja, sería más positivo antes de “tirar la totalla por la borda” y destrozar una familia, dedicarse unos minutos para destacar la lista de cosas buenas que ambos puedan tener y de este modo intentar ayudarse mutuamente a luchar contra esos posibles fallos, en lugar de condenarse sin más.
Pero me parece a mi, que entender que el auténtico amor verdadero no puede ser otra cosa que una entrega apasionada, sin esperar nada a cambio y buscando la felicidad de la persona amada fuera de egoísmos, desgraciadamente, solo lo creen los santos y unos cuantos ingenuos y locos.
Ante estas reflexiones, sería necesario recordar con frecuencia, el ejemplo recibido por la primera familia feliz de la historia del mundo. La Sagrada Familia compuesta por José modesto y noble carpintero, María una sencilla mujer y Jesús el niño pobre nacido en Belén.
Una familia que siguiendo la ley de Moisés, presentó a su hijo en el Templo para consagrarlo al Señor (Lc.2, 22ss.) encontrándose con el anciano Simeón, quien reconociendo al niño, lo tomó en sus brazos y alabó a Dios agradeciéndole el que sus ojos hubieran visto antes de morir, al salvador del pueblo de Israel.
De regreso a Galilea a su ciudad de Nazaret, el niño crecía y se desarrollaba lleno de sabiduría y descubriendo la vida como cualquier niño de su edad, creando la felicidad en esa familia Sagrada.
Cumplidos los doce años, la familia peregrinó a Jerusalén para cumplir con el precepto de asistir a las fiestas de Pascua. Una vez terminadas, los padres regresaron a Nazaret, perdiendo a su hijo que quedó en el Templo, sentado en medio de los Maestros de la Ley, sin pensar que debería haber avisado a sus padres, para evitarles la angustia de creer que se había perdido. Al encontrarlo Jesús volvió con sus padres y siguió obedeciéndoles.
Fue un niño normal, que se cansaría en las largas caminatas, sufriría los dolores propios de su niñez y sentiría hambre y sed estando a merced de todas las debilidades de los seres humanos.
Posiblemente vería algún día nublado motivado por esas pequeñas discusiones inevitables en cualquier familia, que nunca durarían más que una tormenta de verano. Ayudaba a su padre en el trabajo de carpintería y a su madre en las tareas del hogar. En definitiva, hasta que llegó la hora de comenzar la misión por la que su Padre Dios le envió al mundo, vivió en el entorno de una familia feliz.
Por todo ello, es hermoso que nos empeñemos en crear familias felices y cuidar con todas nuestras fuerzas para que existan matrimonios que vayan desterrando de sus conciencias, la idea de separación. Que los jóvenes adquieran el sentido de crear familias que vivan en felicidad, sin tener en cuenta todas esas quiebras que hoy tiene la vida familiar, sino únicamente procurando que el fruto que obtengan de su matrimonio, nazca en un ambiente de seguridad, para conseguir que la familia multiplique la vida de sus miembros en lugar de dividirlos.
Me viene a la memoria el positivo razonamiento de aquel filósofo que se preguntaba: ¿De que nos servirá conquistar y descubrir el mundo entero, sino amamos y somos amados por las cuatro o cinco personas que hemos elegido para formar una familia?
Sinceramente, opino que de nada.
Quizás porque yo la he vivido en el entorno de la mía, no acierto a comprender los motivos, que seguro tendrán, aquellas familias que mantienen un estado de desunión que conlleva una infelicidad, desgraciadamente casi permanente.
Por ello, yo disfruto cuando me encuentro entre familias sencillas que mantienen entre sus componentes, tal caudal de comprensión y cariño que incluso podrían repartir a otras familias, menos afortunadas que ellas, que luchan incansablemente por conseguir esa felicidad tan hermosa que aunque parezca difícil, es posible a poco que se lo propusieran.
Sin embargo y aunque sea una pena el reconocerlo, estoy convencido que actualmente, junto a las familias realmente felices, que por supuesto son muchísimas más que las que por desgracia carecen de ese don, existen otras familias en las que la felicidad no se ha conseguido o se está deteriorando.
Yo pienso, que parte de culpa de ello, son las cada día más frecuentes familias rotas, por separaciones o divorcios que cada vez proliferan más, en esa carrera desenfrenada que parece no tener final, pero que indudablemente conduce a la tragedia del fracaso familiar.
Y no cabe bajo ningún concepto, justificar la infelicidad de una familia bajo la absurda creencia de que el mundo actual está así. Más bien yo diría que el problema existe, sencillamente porque no soportamos nada. Sencillamente por la simple razón de que nuestra independencia económica nos permite no tolerar lo más mínimo y como consecuencia no aceptamos a nuestra pareja tal y como es con sus fallos y defectos. Y lo que es peor, olvidamos reconocer las virtudes que seguro tiene, por lo que la convivencia nos parece, algo insuperable.
En cualquier caso, si se llegaran a razonar algunos reproches de la pareja, sería más positivo antes de “tirar la totalla por la borda” y destrozar una familia, dedicarse unos minutos para destacar la lista de cosas buenas que ambos puedan tener y de este modo intentar ayudarse mutuamente a luchar contra esos posibles fallos, en lugar de condenarse sin más.
Pero me parece a mi, que entender que el auténtico amor verdadero no puede ser otra cosa que una entrega apasionada, sin esperar nada a cambio y buscando la felicidad de la persona amada fuera de egoísmos, desgraciadamente, solo lo creen los santos y unos cuantos ingenuos y locos.
Ante estas reflexiones, sería necesario recordar con frecuencia, el ejemplo recibido por la primera familia feliz de la historia del mundo. La Sagrada Familia compuesta por José modesto y noble carpintero, María una sencilla mujer y Jesús el niño pobre nacido en Belén.
Una familia que siguiendo la ley de Moisés, presentó a su hijo en el Templo para consagrarlo al Señor (Lc.2, 22ss.) encontrándose con el anciano Simeón, quien reconociendo al niño, lo tomó en sus brazos y alabó a Dios agradeciéndole el que sus ojos hubieran visto antes de morir, al salvador del pueblo de Israel.
De regreso a Galilea a su ciudad de Nazaret, el niño crecía y se desarrollaba lleno de sabiduría y descubriendo la vida como cualquier niño de su edad, creando la felicidad en esa familia Sagrada.
Cumplidos los doce años, la familia peregrinó a Jerusalén para cumplir con el precepto de asistir a las fiestas de Pascua. Una vez terminadas, los padres regresaron a Nazaret, perdiendo a su hijo que quedó en el Templo, sentado en medio de los Maestros de la Ley, sin pensar que debería haber avisado a sus padres, para evitarles la angustia de creer que se había perdido. Al encontrarlo Jesús volvió con sus padres y siguió obedeciéndoles.
Fue un niño normal, que se cansaría en las largas caminatas, sufriría los dolores propios de su niñez y sentiría hambre y sed estando a merced de todas las debilidades de los seres humanos.
Posiblemente vería algún día nublado motivado por esas pequeñas discusiones inevitables en cualquier familia, que nunca durarían más que una tormenta de verano. Ayudaba a su padre en el trabajo de carpintería y a su madre en las tareas del hogar. En definitiva, hasta que llegó la hora de comenzar la misión por la que su Padre Dios le envió al mundo, vivió en el entorno de una familia feliz.
Por todo ello, es hermoso que nos empeñemos en crear familias felices y cuidar con todas nuestras fuerzas para que existan matrimonios que vayan desterrando de sus conciencias, la idea de separación. Que los jóvenes adquieran el sentido de crear familias que vivan en felicidad, sin tener en cuenta todas esas quiebras que hoy tiene la vida familiar, sino únicamente procurando que el fruto que obtengan de su matrimonio, nazca en un ambiente de seguridad, para conseguir que la familia multiplique la vida de sus miembros en lugar de dividirlos.
Me viene a la memoria el positivo razonamiento de aquel filósofo que se preguntaba: ¿De que nos servirá conquistar y descubrir el mundo entero, sino amamos y somos amados por las cuatro o cinco personas que hemos elegido para formar una familia?
Sinceramente, opino que de nada.