CON EL EVANGELIO A LA CALLE
A veces la vida no es fácil. Con frecuencia, casi a diario, tropezamos con el dolor, los fracasos, la fructacción e incluso con las lágrimas. Necesitamos por ello con frecuencia fabricarnos pequeños o grandes paraisos aunque el tiempo se encarga de destruirlos como si de castillos de arena se tratase. Buscamos fabricar nuestra felicidad con el dinero, el poder, el prestigio, la seguridad, la efímera aventura amorosa o tal vez, con otros falsos remedios, como el alcohol o la droga que por supuesto pueden acabar por destruirnos.
Entiendo que el cristianismo no es una ideología ni una moral, sino un acontecimiento: encontrarse con Jesús de Nazaret. Y solo se es cristiano de verdad cuando de verdad se ha vivido la experiencia de un encuentro con Él.
Sin embargo la búsqueda y el encuentro con Jesús no es fácil, aún cuando sin apenas darnos cuenta nos crucemos a diario nuestras miradas. Unas miradas que puede decirnos más de mil palabras simplemente abriendo las puertas de nuestro corazón de par en par para encontrarnos cara a cara con Él y para recordarnos las palabras del Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo. Si alguno me abre, entraré y cenaré con él y él conmigo. Y le daré un nombre nuevo”
Para ello hemos de hacer un esfuerzo para no dejarnos llevar de las zancadillas que a diario se nos presentan a la hora de nuestros mejores propósitos superando los respetos humanos que nos impiden apearnos de nuestra falsa grandeza.
Está claro que si dejáramos entrar a Jesús en nuestro pequeño mundo, enconado y violento, florecería la paz como por encanto y la alegría abriría nuevas vías de relación entre los hombres. Porque el encuentro con Jesús ilumina la mirada, renueva la esperanza, rehace la vida, da sentido a la existencia y cambia nuestro sistema de valores y nuestra actitud ante los otros. Porque tenemos que aprender que la distancia más lejana que podemos estar de Dios, es la distancia de de una simple oración. Y además porque a veces creemos saber donde nos dirigimos y de pronto nos encontramos en medio de un desierto olvidándonos de que Jesús nos espera en cualquier parte del mundo.
Yo me pregunto ¿por qué no concertar una cita con Jesús, esta misma semana? Aunque tenga que apearme de autosuficiencias y orgullos… Podría ser en la intimidad de la familia, en el lugar de trabajo, en el campo o en el silencio de una reflexión. En cualquier lugar, pues Jesús no es un recuerdo ni una ideología sino un Señor viviente, con el que vale la pena encontrarse.
De este modo nos daremos cuenta que al situarnos frente a Jesús aunque todo nos parezca más o menos igual, sin embargo a partir de ese instante nada será lo mismo.
A veces la vida no es fácil. Con frecuencia, casi a diario, tropezamos con el dolor, los fracasos, la fructacción e incluso con las lágrimas. Necesitamos por ello con frecuencia fabricarnos pequeños o grandes paraisos aunque el tiempo se encarga de destruirlos como si de castillos de arena se tratase. Buscamos fabricar nuestra felicidad con el dinero, el poder, el prestigio, la seguridad, la efímera aventura amorosa o tal vez, con otros falsos remedios, como el alcohol o la droga que por supuesto pueden acabar por destruirnos.
Entiendo que el cristianismo no es una ideología ni una moral, sino un acontecimiento: encontrarse con Jesús de Nazaret. Y solo se es cristiano de verdad cuando de verdad se ha vivido la experiencia de un encuentro con Él.
Sin embargo la búsqueda y el encuentro con Jesús no es fácil, aún cuando sin apenas darnos cuenta nos crucemos a diario nuestras miradas. Unas miradas que puede decirnos más de mil palabras simplemente abriendo las puertas de nuestro corazón de par en par para encontrarnos cara a cara con Él y para recordarnos las palabras del Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo. Si alguno me abre, entraré y cenaré con él y él conmigo. Y le daré un nombre nuevo”
Para ello hemos de hacer un esfuerzo para no dejarnos llevar de las zancadillas que a diario se nos presentan a la hora de nuestros mejores propósitos superando los respetos humanos que nos impiden apearnos de nuestra falsa grandeza.
Está claro que si dejáramos entrar a Jesús en nuestro pequeño mundo, enconado y violento, florecería la paz como por encanto y la alegría abriría nuevas vías de relación entre los hombres. Porque el encuentro con Jesús ilumina la mirada, renueva la esperanza, rehace la vida, da sentido a la existencia y cambia nuestro sistema de valores y nuestra actitud ante los otros. Porque tenemos que aprender que la distancia más lejana que podemos estar de Dios, es la distancia de de una simple oración. Y además porque a veces creemos saber donde nos dirigimos y de pronto nos encontramos en medio de un desierto olvidándonos de que Jesús nos espera en cualquier parte del mundo.
Yo me pregunto ¿por qué no concertar una cita con Jesús, esta misma semana? Aunque tenga que apearme de autosuficiencias y orgullos… Podría ser en la intimidad de la familia, en el lugar de trabajo, en el campo o en el silencio de una reflexión. En cualquier lugar, pues Jesús no es un recuerdo ni una ideología sino un Señor viviente, con el que vale la pena encontrarse.
De este modo nos daremos cuenta que al situarnos frente a Jesús aunque todo nos parezca más o menos igual, sin embargo a partir de ese instante nada será lo mismo.