Persecuciones Papales
HASTA ahora nuestra historia de las Persecuciones se ha limitado Principalmente al
mundo pagano. Llegamos ahora a un período en el que la persecución, bajo el ropaje del
cristianismo, cometió más enormidades que las que jamás infamaron los anales del
paganismo. Echando a un lado las máximas y el espíritu del Evangelio, la Iglesia papal,
armada con el poder de la espada, vejó a la Iglesia de Dios y la devastó durante varios
siglos, el período muy apropiadamente conocido como «las edades oscuras». Los reyes
de la tierra dieron su poder a la «Bestia», y se sometieron a ser pisoteados por las
miserables alimañas que a menudo ocuparon la silla papal, como en el caso de Enrique,
emperador de Alemania. La tempestad de la persecución papal se abatió primero contra
los Valdenses en Francia.
La persecución contra los Valdenses en Francia
Habiendo el papado introducido varias innovaciones en la Iglesia, y habiendo cubierto al
mundo cristiano con tinieblas y superstición, unos pocos, dándose cuenta clara de la
tendencia perniciosa de tales errores, decidieron exhibir la luz del Evangelio en su
verdadera pureza, y dispersar aquellas nubes que unos astutos sacerdotes habían
extendido sobre él, a fin de cegar al pueblo y oscurecer su verdadero resplandor.
El principal entre estos fue Berengario, que, alrededor del año 1000, predicó
denodadamente las verdades del Evangelio, según su primitiva pureza. Muchos,
convencidos, asintieron a su doctrina, y fueron, por ello, llamados berenganos. Berengario
fue sucedido por Pedro Bruis, que predicó en Toulouse, bajo la protección de un conde
llamado Ildefonso; todos los puntos de los reformadores, con sus razones para separarse
de la Iglesia de Roma, fueron publicados en un libro escrito por Bruis, bajo el título de
ANTICRISTO.
Para el año 1140 de Cristo, el número de reformados era muy grande, y la probabilidad
de su crecimiento alarmó al papa, que escribió a varios príncipes para que los desterraran
de sus dominios, y que emplearan a muchos eruditos para que escribieran contra sus
doctrinas.
En el 1147 d.C. eran llamados Henericianos, debido a Enrique de Toulouse, considerado
como su más eminente predicador, y debido a que no admitían ninguna prueba de religión
más que las que se pudieran deducir de las mismas Escrituras, el partido papista les dio el
nombre de apostólicos. Al final, Pedro Waldo, o Valdo, natural de Lyon, eminente por su
piedad y erudición, devino un enérgico oponente del papado; y desde aquel entonces, los
reformados recibieron la apelación de Valdenses.
El Papa Alejandro III, informado de estos sucesos por el obispo de Lyon, excomulgó a
Waldo y a sus seguidores, y ordenó al obispo que los exterminara, si era posible, de
sobre la faz de la tierra; así comenzaron las persecuciones papales contra los Valdenses.
Las actividades de Valdo y de los reformados suscitaron la primera aparición de los
inquisidores, porque el Papa Inocente III autorizó a ciertos monjes como inquisidores,
para que hicieran inquisición de y entregaran a los reformados al brazo secular. El proceso
era breve, por cuanto una acusación era considerada como prueba de culpa, y nunca se
concedió un juicio justo a los acusados.
El Papa, dándose cuenta de que estos crueles medios no surtían el efecto deseado, envió
a varios eruditos monjes a predicar entre los Valdenses, y a tratar de convencerlos de lo
erróneo de sus opiniones. Entre estos monjes había uno llamado Domingo, que se mostró
muy celoso por la causa del papado. Este Domingo instituyó una orden, que fue llamada
por su nombre, la orden de los frailes dominicos; y los miembros de esta orden han sido
desde entonces los principales inquisidores en las varias inquisiciones del mundo. El poder
de los inquisidores era ¡limitado. Procedían en contra de quien querían, sin consideración
de edad, sexo o rango. Por infames que fueran los acusadores, la acusación era
considerada válida-, incluso cuando recibían informaciones anónimas, enviadas por carta,
las consideraban como evidencia suficiente. Ser rico era un crimen _igual a la herejía-, por
ello, muchos que tenían dinero eran acusados de herejes, o de ser protectores de herejes,
para poder obligarlos a pagar por sus opiniones. Los más queridos amigos, los parientes
más próximos, no podían servir sin peligro a nadie que estuviera encarcelado debido a
cuestiones religiosas. Llevarles algo de paja a los encerrados, o darles un vaso de agua,
caía bajo la consideración de favorecer a los herejes, y eran por ello mismo perseguidos.
Ningún abogado osaba defender a su propio hermano, y la malicia de los perseguidores
incluso llegaba más allá de la tumba; se exhumaban los huesos de los ya muertos, y eran
quemados, como ejemplo para los vivos. Si alguien era acusado en su lecho de muerte de
ser seguidor de Waldo, sus posesiones quedaban confiscadas, y el heredero quedaba
privado de su herencia; y algunos fueron enviados a Tierra Santa, mientras que los
dominicanos se apoderaban de sus casas y propiedades, y, cuando los dueños volvían, a
menudo pretendían no conocerlos. Estas persecuciones persistieron durante varios siglos
bajo diferentes Papas y otros grandes dignatarios de la Iglesia Católica.
Persecuciones contra los Albigenses
Los albigenses eran gentes de religión reformada que vivían en el país de Albi. Fueron
condenados por su religión en el Concilio de Laterano, por orden del Papa Alejandro III.
Sin embargo, aumentaron tan prodigiosamente que muchas ciudades estaban habitadas
por personas sólo de su persuasión, y varios eminentes nobles abrazaron sus doctrinas.
Entre estos se encontraba Ramón, conde de Toulouse; Ramón, conde de Foix; el conde
de Beziers, etc.
El asesinato de un fraile llamado Pedro, en los dominios del conde de Toulouse, sirvió de
pretexto al Papa para perseguir al noble y a sus vasallos. Para emprender esta acción,
envió mensajeros por toda Europa, para levantar fuerzas para actuar militarmente contra
los albigenses, prometiendo el paraíso a todos los que acudieran a esta guerra, que
designó como Guerra Santa, y que portaran armas durante cuarenta días. También se
ofrecieron las mismas indulgencias que se ofrecían a todos los que acudían a las cruzadas
de Tierra Santa. El valiente conde defendió Toulouse y otros lugares con el valor más
arrojado y con variada fortuna contra los legados del Papa y contra Simón, conde de
Moriffort, un fanático noble católico. Incapaz de someter abiertamente al conde de
Toulouse, el rey de Francia, la reina madre y tres arzobispos levantaron otro formidable
ejército, y consiguieron arteramente que el conde de Toulouse acudiera a una conferencia,
en la que fue traicioneramente hecho prisionero, siendo obligado a aparecer descalzo y
descubierto delante de sus enemigos, y obligado a firmar una abyecta retractación. Esto
fue seguido de una dura persecución contra los albigenses, y de una orden expresa de que
no se les podía permitir a los laicos la lectura de las Sagradas Escrituras. También en el
año 1620 fue muy severa la persecución contra los albigenses. En 1648 se desató una
dura persecución por Lituania y Polonia. La crueldad de los cosacos fue tal que hasta los
mismos tártaros se avergonzaron de sus barbaridades. Entre otros que sufrieron estaba el
Reverendo Adrian Chalinski, que fue asado a fuego lento, y cuyos sufrimientos y forma de
morir exhiben los horrores que los adherentes del cristianismo han soportado de los
enemigos del Redentor.
La reforma del error papista fue muy pronto proyectada en Francia; porque en el siglo
decimotercero un arudito llamado Almerico, y seis de sus discípulos, fueron quemados en
París por afirmar que Dios no estaba más presente en el pan sacramental que en cualquier
otro pan; que era idolatría construir altares o santuarios a los santos, y que era ridículo
ofrecerles incienso.
Sin embargo, el martirio de Almerico y de sus discípulos no impidió que muchos se dieran
cuenta de la justeza de sus conceptos, y viendo la pureza de la religión reformada, de
manera que la fe en Cristo aumentaba de continuo, y no sólo se extendió por partes de
Francia, sino que la luz del Evangelio se difundió por varios otros países.
En el año 1524, en una ciudad de Francia llamada Melden, uno llamado Juan Clark puso
una nota en la puerta de la iglesia donde llamaba Anticristo al Papa. Por esta ofensa fue
azotado una y otra vez, y luego marcado en la frente con un hierro candente. Yendo luego
a Mentz, en Lorena, destruyó algunas imágenes, por lo que le cortaron la mano derecha y
la nariz, y le desgarraron los brazos y el pecho con tenazas. Soportó estas crueldades con
asombrosa entereza, e incluso se mantuvo suficientemente sereno como para cantar el
Salmo ciento quince, que prohibe la idolatría de manera expresa; después de esto fue
echado al fuego, y quemado hasta dejar sólo cenizas.
En varias partes de Francia, para este tiempo, muchas personas de convicciones
reformadas fueron azotadas, puestas al potro, flageladas y quemadas en la hoguera,
especialmente en París, Malda y el Limosín.
Un natural de Malda fue quemado al fuego lento, por decir que la Misa era una clara
negación de la muerte y pasión de Cristo. En el Limosín, un clérigo reformado llamado
Juan de Cadurco fue apresado y quemado en la hoguera.
A Francisco Bribard, secretario del cardenal de Pellay, le cortaron la lengua, y después
quemado, por hablar en favor de los reformados. Esto fue en 1545. Jaime Cobard, un
director de escuela en la ciudad de St. Michael, fue quemado en aquel mismo año por
decir: «La Misa es inútil y absurda»; alrededor de este mismo tiempo catorce hombres
fueron quemados en Malda, y sus mujeres obligadas a estar cerca y a contemplar la
ejecución.
En el año 1546, Pedro Chapot trajo una cantidad de Biblias en francés a Francia, y las
vendió públicamente. Por ello fue, llevado a juicio, sentenciado y ejecutado pocos días
después. Poco tiempo después, un paralítico de Meaux, un director de una escuela en
Fera, llamado Esteban Poliot, y un hombre llamado John English, fueron quemados por la
fe.
El señor Blondel, un rico joyero, fue prendido en el año 1548 en Lyon, y enviado a París;
allí fue quemado por su fe por orden del tribunal en el 1549. Herbert, un joven de
diecinueve años, fue lanzado a las llamas en Dijon; también sufrió esto Florent Venote en
el mismo año.
En el año 1554, dos hombres de religión reformada, junto con el hijo y la hija de uno de
ellos, fueron prendidos y encarcelados en el castillo de Niveme. Al ser interrogados,
confesaron su fe, y se ordenó su ejecución; al ser untados con grasa, azufre y pólvora,
ellos exclamaron: «Saladla, salad esta carne pecaminosa y corrompida.» Les coitaron
entonces la lengua, y fueron después lanzados a las llamas, que pronto los consumieron,
debido a las sustancias combustibles con las que habían sido cubiertos.
La matanza de San Bartolomé en París, etc.
En el día veintidós de agosto de 1572 comenzó este acto diabólico de sanguinaria
brutalidad. La intención era destruir de un solo golpe la raíz del árbol protestante, que
hasta entonces sólo había sufrido parcialmente en sus ramas. El rey de Francia había
arteramente propuesto un matrimonio entre su hermana y el príncipe de Navarra, capitán y
príncipe de los protestantes. Este imprudente matrimonio fue celebrado en París el 18 de
agosto por el Cardenal de Borbón, sobre un alto catafalco construido con este propósito.
Comieron con gran pompa con el obispo, y cenaron con el rey en París. Cuatro días
después, el príncipe (Coligny), al salir del Consejo, fue herido por disparos en ambos
brazos; entonces le dijo a Maure, el ministro de su difunta madre: «Oh, mi hermano, ahora
veo que ciertamente Dios me ama, pues que he sido herido por Su más santa causa.»
Aunque Vidam le aconsejó que huyera, permaneció en París, y fue poco después muerto
por Bemjus, que después dijo que jamás había visto a nadie afrontar la muerte con mayor
valor que el almirante.
Los soldados fueron dispuestos para que al darse cierta señal se lanzaran en el acto a
efectuar la matanza por diversas partes de la ciudad. Cuando hubieron dado muerte al
almirante, lo echaron por una ventana a la calle, donde le cortaron la cabeza, que fue
enviada al Papa. Los salvajes papistas, todavía enfurecidos contra él, le cortaron los
brazos y sus miembros privados, y, después de haberlo arrastrado tres días por las calles,
lo colgaron por los pies fuera de la ciudad. Después de él mataron a muchas personas
grandes y honorables que eran protestantes, como el Conde de la Rochfoucault, Telinius,
yerno del almirante, Antonio, Clarimontus, el marqués de Ravely, Lewes Bussius,
Bandineus, Pluvialius, Burneius, etc., y, lanzándose contra el común del pueblo,
continuaron durante muchos días esta matanza; durante los primeros días mataron a diez
mil de todo rango y condición. Los cuerpos fueron echados a los ríos, y la sangre corría
como arroyos por las calles, y el río parecía ser de sangre. Tan furiosa era aquella ira
infernal que dieron muerte a todos los papistas que eran considerados como no muy
adictos a su diabólica religión. Desde París, la destrucción se extendió a todos los
rincones del reino.
En Orleans fueron muertos mil hombres, mujeres y niños; y seis mil en Rouen.
En Meldith doscientos fueron encarcelados, y más tarde sacados uno por uno y
cruelmente asesinados.
En Lyon se dio muerte a ochocientos. Aquí, niños colgados del cuello de sus padres, y
padres abrazando afectuosos a sus hijos, fueron alimento de las espadas y de las
sanguinarias mentes de aquellos que se llaman a sí mismos la Iglesia Católica. Aquí
trescientos fueron asesinados en la casa del obispo, y los impíos monjes no querían
consentir que fueran enterrados.
En Augustobona, al enterarse la gente de la matanza en París, cerraron las puertas para
que ningún protestante pudiera escapar, y buscando diligentemente a cada miembro de la
Iglesia reformada, los encarcelaron y dieron muerte de la más bárbara manera. Estas
mismas crueldades tuvieron lugar en Avaricum, Troys, Toulouse, Rouen y en muchos
otros lugares, yendo de ciudad en ciudad, villas y pueblos, por todo el reino.
Como corroboración de esta horrorosa carnicería, citamos la siguiente apropiada e
interesante narración, escrita por un católico-romano sensible y erudito:
«Las nupcias del joven rey de Navarra (nos dice este autor) con la hermana del rey de
Francia fueron solemnizadas con gran pompa; y todas las expresiones de afecto, todas las
protestas de amistad y todos los juramentos sagrados entre los hombres fueron
profusamente prodigados por Catalina, la mina madre, y por el rey; durante todo esto, el
resto de la corte no pensó en nada más que en festejos, teatro, y bailes de máscaras. Al
final, a las doce de la medianoche, la víspera de San Bartolomé, se dio la señal. De
inmediato, las casas de los protestantes fueron forzadas a una. El almirante Coligny,
alarmado por la conmoción, saltó de la cama, cuando un grupo de asesinos se precipitó
en su dormitorio. Iban encabezados por un tal Besme, que había sido criado en el seno de
la familia de los Guisas. Este miserable traspasó con su espada el pecho del almirante, y
también le dio un corte en la cara. Besme era alemán, y siendo después tomado por los
protestantes, los de La Rochela lo hubieran querido meter en la ciudad para colgarlo y
despedazarlo; pero fue muerto por un tal Bretanville. Enrique, el joven duque de Guisa,
que después constituyó la liga católica, y que fue asesinado en Blois, se estuvo de pie a la
puerta hasta que concluyó la horrenda camicería, y gritó: «¡Besme! ¿Ya está?» Después
de esto, aquellos rufianes arrojaron el cuerpo por la ventana, y Goligny espiró a los pies
del de Guisa.
»El conde de Teligny también cayó víctima. Se había casado, hacía unos diez meses, con
la hija de Coligny. Su rostro era tan hermoso que los rufianes, cuando se adelantaron para
matarlo, se sintieron llenos de compasión; pero otros, más bárbaros, se precipitaron
adelante y lo asesinaron.
»Mientras tanto, todos los amigos de Coligny fueron asesinados por todo París; hombres,
mujeres y niños eran asesinados de manera indistinta y todas las calles estaban llenas de
cuerpos agonizantes. Algunos sacerdotes, sosteniendo el crucifijo en una mano y una daga
en la otra, corrían hacia los cabecillas de los asesinos, y los exhortaban enérgicamente a
no perdonar ni a parientes ni a amigos.
»Tavannes, mariscal de Francia, un soldado ignorante y supersticioso, que unía la furia de
la religión a la ira de partido, se lanzó a caballo por las calles de París gritando a sus
hombres: «¡Que corra la sangre! ¡Que corra la sangre! Sangrar es tan sano en agosto
como en mayo». En las memorias de la vida de este entusiasta, escritas por su hijo, se nos
dice que el padre, en su lecho de muerte, y al hacer una confesión general de sus
acciones, el sacerdote le dijo, sorprendido: «¡Cómo! ¿Y ninguna mención de la matanza
de San Bartolomé?», a lo que Tavannes contestó: «Esto lo considero una acción meritoria,
que lavará todos mis pecados». ¡Qué horrendos sentimientos puede inspirar un falso
espíritu de la religión!
»El palacio del rey fue uno de los principales escenarios de la matanza. El rey de Navarra
tenía su alojamiento en el Louvre, y todos sus criados eran protestantes. Muchos de estos
fueron muertos en la cama junto con sus mujeres; otros, huyendo desnudos, fueron
perseguidos por los soldados por las varias estancias de palacio, incluso hasta la
antecámara del rey. La joven esposa de Enrique de Navarra, despertada por la terrible
conmoción, temiendo por su marido y por su propia vida, arrebatada de horror, y medio
muerta, saltó de su cama para echarse a los pies de su hermano el rey. Pero apenas si
había abierto la puerta de su cámara cuando algunos de sus criados protestantes se
precipitaron dentro buscando refugio. Los soldados siguieron de inmediato,
persiguiéndolos delante de la princesa y matando a uno que se lanzó debajo de su cama.
Otros dos, heridos con alabardas, cayeron a los pies de la reina, que quedó cubierta de
sangre.
»El conde de la Rochefoucault, un joven noble, en gran favor del rey por su aire atractivo,
su cortesía y una cierta dicha peculiar en el giro de su conversación, había pasado la
velada hasta las once con el monarca, en una placentera familiaridad, y había estado
dando rienda suelta, con el mayor humor, a las salidas de su imaginación. El monarca
sintió un cierto remordimiento, y tocado por una especie de compasión, le invitó, dos o
tres veces, a que no fuera a casa, sino que se quedara en el Louvre. El conde le dijo que
debía volver con su mujer, y entonces el rey ya no le apremió más, sino que se dijo: «
¡Que vaya! Veo que Dios ha decretado su muerte! » Dos horas después era asesinado.
»Muy pocos de los protestantes escaparon de la furia de sus fanáticos perseguidores.
Entre ellos estaba el joven La Force (después el famoso maríscal de La Force), un niño
de unos diez años de edad, cuya liberación fue sumamente notable. Su padre, su hermano
mayor y él mismo fueron apresados por los soldados del Duque de Anjou. Estos asesinos
se lanzaron sobre los tres, golpeándolos a capricho, con lo que cayeron uno sobre otro. El
más pequeño no recibió un solo golpe, sino que, aparentando que estaba muerto, escapó
al siguiente día; su vida, preservada de esta manera maravillosa, duró ochenta y cinco
años.
»Muchas de las pobres víctimas huyeron hacia la ribera, y algunos nadaron para pasar el
Sena y dirigirse a los suburbios de St. Germaine. El rey los vio desde su ventana, que
dominaba el río, y se dedicó a disparar contra ellos con una carabina que le cargaba para
esto uno de sus pajes. Mientras tanto la reina madre, imperturbable y serena en medio de
la matanza, mirando desde un balcón animaba a los asesinos y se reía ante los gemidos de
los agonizantes. Esta bárbara reina estaba animada de una agitada ambición, y
perpetuamente cambiaba de partido a fin de saciarla.
»Poco tiempo después de estos horrendos sucesos, la corte francesa trató de paliarlos
mediante formas legales. Pretendieron justificar la matanza mediante una calumina,
acusando al almirante de conspiración, lo que nadie creyó. El parlamento recibió órdenes
de actuar contra la memoria de Coligny, y su cadáver fue colgado con cadenas en unas
horcas de Montfaucon. El mismo rey fue a contemplar aquel insólito espectáculo.
Entonces uno de sus cortesanos fue a aconsejarle que se retirara, haciéndole notar la
hedor del cadáver, a lo que el rey replicó: «Un enemigo muerto huele bien». Las masacres
del día de San Bartolomé están pintadas en el salón real del Vaticano en Roma, con la
siguiente inscripción: Potifex, Coligny necem probat, esto es: «El Papa aprueba la muerte
de Coligny».
»El joven rey de Navarra fue eximido por cuestión política y no por piedad de la reina
madre, manteniéndolo prisionero hasta la muerte del rey, a fin de que fuera seguridad y
prenda de la sumisión de aquellos protestantes que pudieron huir.
»Esta horrorosa carnicería no se limitó meramente a la ciudad de París. Ordenes
semejantes fueron enviadas desde la corte a los gobernadores de todas las provincias en
Francia, ¡de manera que al cabo de una semana unos
cien mil protestantes fueron despedazados en diferentes partes del reino! Sólo dos o tres gobernadores
rehusaron obedecer las órdenes del rey. Uno de estos, llamado Montmorrin, gobernador de Auvernia,
escribió al rey la siguiente carta, que merece ser tmnsmifida a la más lejana posteridad:
»SEÑOR: He recibido una orden, con el sello de vuestra majestad, de dar muerte a todos
los protestantes en mi provincia. Tengo demasiado respeto pam vuestra majestad pam no
creer que la carta sea un fmude; pero si la orden (Dios no lo quiera) fuera genuina, tengo
demasiado respeto por vuestra majestad para obedeceria.»
En Roma hubo un horrendo gozo, tan grande que señalaron un día de festejos, y un
jubileo, ¡con una gran indulgencia para todos los que lo guardaran y mostraran toda
expresión de júbilo que pudieran imaginar! Y el hombre que dio la primera noticia recibió
1000 coronas del cardenal de Lorena por su impío mensaje. El rey también ordenó que el
día fuera conmemorado con toda demostración de gozo, habiendo llegado a la conclusión
de que toda la raza de los Hugonotes estaba extinta.
Muchos de los que dieron grandes cantidades de dinero como rescate fueron de
inmediato muertos; y varias ciudades que recibieron la promesa del rey de protección y
seguridad, fueron objeto de una matanza general tan pronto como se entregaron, en base
de esta promesa, a sus generales o capitanes.
En Burdeos, por instigación de un malvado monje, que solía apremiar a los papistas a la
matanza en sus sermones, doscientas sesenta y cuatro personas fueron cruelmente
muertas; algunos de ellos eran senadores. Otro de la misma piadosa fraternidad causó una
matanza similar en Agendicum, en Maine, donde el populacho, por la satánica sugerencia
de los santos inquisidores, se lanzaron contra los protestantes, matándolos, saqueando sus
casas, y derribando su iglesia.
El duque de Guisa, entrando en Blois, permitió que sus soldados se lanzaran al saqueo, y
que mataran o ahogaran a todos los protestantes que pudieran encontrar. En esto no
perdonaron ni edad ni sexo; violando a las mujeres, luego las asesinaban; de ahí se dirigió
a Mere, y cometió las mismas atrocidades durante muchos días. Aquí encontraron a un
ministro llamado Cassebonio, y lo arrojaron al río.
En Anjou mataron a un ministro llamado Albiacus; muchas mujeres fueron también
violadas y asesinadas allí; entre ellas había dos hennanas que fueron violadas delante de su
padre, a quien los asesinos ataron a una pared para que las viera, y luego les dieron
muerte a ellas y a él.
El gobernador de Turin, después de haber dado una enorme cantidad de dinero por su
vida, fue cruelmente golpeado con garrotes, desnudado de sus ropas, y colgado de los
pies, con su cabeza y torso en el río; antes que muriera le abrieron el vientre, le arrancaron
las entrañas, y las arrojaron al río; luego llevaron su corazón por la ciudad clavado en una
lanza.
En Barre se comportaron con gran crueldad, incluso con los niños pequeños, a los que
abrían en canal, arrancando sus entrañas, las que, por el furor que llevaban, mordían con
sus dientes. Los que habían huído al castillo fueron casi colgados cuando se rindieron. Así
lo hicieron en la ciudad de Matiscon, considerando como un juego cortarles los brazos y
las piernas y luego matarlos; como entretenimiento para sus visitantes, a menudo arrojaban
a los protestantes desde un risco alto al río, diciendo: «¿No has visto nunca a alguien saltar
tan bien?»
En Penna, trescientos fueron degollados inhumanamente, tras haberles prometido
seguridad; y cuarenta y cinco en Albia, un domingo. En Nome, aunque se rindió bajo la
condición de que se les ofreciera seguridad, se vieron los más horrendos espectáculos.
Personas de ambos sexos y de toda condición fueron asesinados indiscriminadamente-,
las calles resonaban con clamores de dolor, y la sangre corria; las casas encendidas por el
fuego que los soldados habían arrojado dentro. Una mujer, sacada a rastras de su
escondrijo junto con su marido, fue primero violada por los brutales soldados, y luego,
con una espada que le mandaron sostener, la forzaron con sus propias manos en las
entrañas de su marido.
En Samarobridge asesinaron más de cien protestantes, después de prometerles paz; en
Antisidor dieron muerte a cien, y arrojaron a muchos al río. Cien que habían sido
encarcelados en Orleans fueron muertos por la enfurecida multitud.
Los protestantes de La Rochela, aquellos que habían podido escapar milagrosamente a la
furia del infierno y se habían refugiado allá, viendo lo mal que les había ido a los que se
habían sometido a aquellos demonios que se pretendían santos, se mantuvieron firmes por
sus vidas; y algunas otras ciudad
HASTA ahora nuestra historia de las Persecuciones se ha limitado Principalmente al
mundo pagano. Llegamos ahora a un período en el que la persecución, bajo el ropaje del
cristianismo, cometió más enormidades que las que jamás infamaron los anales del
paganismo. Echando a un lado las máximas y el espíritu del Evangelio, la Iglesia papal,
armada con el poder de la espada, vejó a la Iglesia de Dios y la devastó durante varios
siglos, el período muy apropiadamente conocido como «las edades oscuras». Los reyes
de la tierra dieron su poder a la «Bestia», y se sometieron a ser pisoteados por las
miserables alimañas que a menudo ocuparon la silla papal, como en el caso de Enrique,
emperador de Alemania. La tempestad de la persecución papal se abatió primero contra
los Valdenses en Francia.
La persecución contra los Valdenses en Francia
Habiendo el papado introducido varias innovaciones en la Iglesia, y habiendo cubierto al
mundo cristiano con tinieblas y superstición, unos pocos, dándose cuenta clara de la
tendencia perniciosa de tales errores, decidieron exhibir la luz del Evangelio en su
verdadera pureza, y dispersar aquellas nubes que unos astutos sacerdotes habían
extendido sobre él, a fin de cegar al pueblo y oscurecer su verdadero resplandor.
El principal entre estos fue Berengario, que, alrededor del año 1000, predicó
denodadamente las verdades del Evangelio, según su primitiva pureza. Muchos,
convencidos, asintieron a su doctrina, y fueron, por ello, llamados berenganos. Berengario
fue sucedido por Pedro Bruis, que predicó en Toulouse, bajo la protección de un conde
llamado Ildefonso; todos los puntos de los reformadores, con sus razones para separarse
de la Iglesia de Roma, fueron publicados en un libro escrito por Bruis, bajo el título de
ANTICRISTO.
Para el año 1140 de Cristo, el número de reformados era muy grande, y la probabilidad
de su crecimiento alarmó al papa, que escribió a varios príncipes para que los desterraran
de sus dominios, y que emplearan a muchos eruditos para que escribieran contra sus
doctrinas.
En el 1147 d.C. eran llamados Henericianos, debido a Enrique de Toulouse, considerado
como su más eminente predicador, y debido a que no admitían ninguna prueba de religión
más que las que se pudieran deducir de las mismas Escrituras, el partido papista les dio el
nombre de apostólicos. Al final, Pedro Waldo, o Valdo, natural de Lyon, eminente por su
piedad y erudición, devino un enérgico oponente del papado; y desde aquel entonces, los
reformados recibieron la apelación de Valdenses.
El Papa Alejandro III, informado de estos sucesos por el obispo de Lyon, excomulgó a
Waldo y a sus seguidores, y ordenó al obispo que los exterminara, si era posible, de
sobre la faz de la tierra; así comenzaron las persecuciones papales contra los Valdenses.
Las actividades de Valdo y de los reformados suscitaron la primera aparición de los
inquisidores, porque el Papa Inocente III autorizó a ciertos monjes como inquisidores,
para que hicieran inquisición de y entregaran a los reformados al brazo secular. El proceso
era breve, por cuanto una acusación era considerada como prueba de culpa, y nunca se
concedió un juicio justo a los acusados.
El Papa, dándose cuenta de que estos crueles medios no surtían el efecto deseado, envió
a varios eruditos monjes a predicar entre los Valdenses, y a tratar de convencerlos de lo
erróneo de sus opiniones. Entre estos monjes había uno llamado Domingo, que se mostró
muy celoso por la causa del papado. Este Domingo instituyó una orden, que fue llamada
por su nombre, la orden de los frailes dominicos; y los miembros de esta orden han sido
desde entonces los principales inquisidores en las varias inquisiciones del mundo. El poder
de los inquisidores era ¡limitado. Procedían en contra de quien querían, sin consideración
de edad, sexo o rango. Por infames que fueran los acusadores, la acusación era
considerada válida-, incluso cuando recibían informaciones anónimas, enviadas por carta,
las consideraban como evidencia suficiente. Ser rico era un crimen _igual a la herejía-, por
ello, muchos que tenían dinero eran acusados de herejes, o de ser protectores de herejes,
para poder obligarlos a pagar por sus opiniones. Los más queridos amigos, los parientes
más próximos, no podían servir sin peligro a nadie que estuviera encarcelado debido a
cuestiones religiosas. Llevarles algo de paja a los encerrados, o darles un vaso de agua,
caía bajo la consideración de favorecer a los herejes, y eran por ello mismo perseguidos.
Ningún abogado osaba defender a su propio hermano, y la malicia de los perseguidores
incluso llegaba más allá de la tumba; se exhumaban los huesos de los ya muertos, y eran
quemados, como ejemplo para los vivos. Si alguien era acusado en su lecho de muerte de
ser seguidor de Waldo, sus posesiones quedaban confiscadas, y el heredero quedaba
privado de su herencia; y algunos fueron enviados a Tierra Santa, mientras que los
dominicanos se apoderaban de sus casas y propiedades, y, cuando los dueños volvían, a
menudo pretendían no conocerlos. Estas persecuciones persistieron durante varios siglos
bajo diferentes Papas y otros grandes dignatarios de la Iglesia Católica.
Persecuciones contra los Albigenses
Los albigenses eran gentes de religión reformada que vivían en el país de Albi. Fueron
condenados por su religión en el Concilio de Laterano, por orden del Papa Alejandro III.
Sin embargo, aumentaron tan prodigiosamente que muchas ciudades estaban habitadas
por personas sólo de su persuasión, y varios eminentes nobles abrazaron sus doctrinas.
Entre estos se encontraba Ramón, conde de Toulouse; Ramón, conde de Foix; el conde
de Beziers, etc.
El asesinato de un fraile llamado Pedro, en los dominios del conde de Toulouse, sirvió de
pretexto al Papa para perseguir al noble y a sus vasallos. Para emprender esta acción,
envió mensajeros por toda Europa, para levantar fuerzas para actuar militarmente contra
los albigenses, prometiendo el paraíso a todos los que acudieran a esta guerra, que
designó como Guerra Santa, y que portaran armas durante cuarenta días. También se
ofrecieron las mismas indulgencias que se ofrecían a todos los que acudían a las cruzadas
de Tierra Santa. El valiente conde defendió Toulouse y otros lugares con el valor más
arrojado y con variada fortuna contra los legados del Papa y contra Simón, conde de
Moriffort, un fanático noble católico. Incapaz de someter abiertamente al conde de
Toulouse, el rey de Francia, la reina madre y tres arzobispos levantaron otro formidable
ejército, y consiguieron arteramente que el conde de Toulouse acudiera a una conferencia,
en la que fue traicioneramente hecho prisionero, siendo obligado a aparecer descalzo y
descubierto delante de sus enemigos, y obligado a firmar una abyecta retractación. Esto
fue seguido de una dura persecución contra los albigenses, y de una orden expresa de que
no se les podía permitir a los laicos la lectura de las Sagradas Escrituras. También en el
año 1620 fue muy severa la persecución contra los albigenses. En 1648 se desató una
dura persecución por Lituania y Polonia. La crueldad de los cosacos fue tal que hasta los
mismos tártaros se avergonzaron de sus barbaridades. Entre otros que sufrieron estaba el
Reverendo Adrian Chalinski, que fue asado a fuego lento, y cuyos sufrimientos y forma de
morir exhiben los horrores que los adherentes del cristianismo han soportado de los
enemigos del Redentor.
La reforma del error papista fue muy pronto proyectada en Francia; porque en el siglo
decimotercero un arudito llamado Almerico, y seis de sus discípulos, fueron quemados en
París por afirmar que Dios no estaba más presente en el pan sacramental que en cualquier
otro pan; que era idolatría construir altares o santuarios a los santos, y que era ridículo
ofrecerles incienso.
Sin embargo, el martirio de Almerico y de sus discípulos no impidió que muchos se dieran
cuenta de la justeza de sus conceptos, y viendo la pureza de la religión reformada, de
manera que la fe en Cristo aumentaba de continuo, y no sólo se extendió por partes de
Francia, sino que la luz del Evangelio se difundió por varios otros países.
En el año 1524, en una ciudad de Francia llamada Melden, uno llamado Juan Clark puso
una nota en la puerta de la iglesia donde llamaba Anticristo al Papa. Por esta ofensa fue
azotado una y otra vez, y luego marcado en la frente con un hierro candente. Yendo luego
a Mentz, en Lorena, destruyó algunas imágenes, por lo que le cortaron la mano derecha y
la nariz, y le desgarraron los brazos y el pecho con tenazas. Soportó estas crueldades con
asombrosa entereza, e incluso se mantuvo suficientemente sereno como para cantar el
Salmo ciento quince, que prohibe la idolatría de manera expresa; después de esto fue
echado al fuego, y quemado hasta dejar sólo cenizas.
En varias partes de Francia, para este tiempo, muchas personas de convicciones
reformadas fueron azotadas, puestas al potro, flageladas y quemadas en la hoguera,
especialmente en París, Malda y el Limosín.
Un natural de Malda fue quemado al fuego lento, por decir que la Misa era una clara
negación de la muerte y pasión de Cristo. En el Limosín, un clérigo reformado llamado
Juan de Cadurco fue apresado y quemado en la hoguera.
A Francisco Bribard, secretario del cardenal de Pellay, le cortaron la lengua, y después
quemado, por hablar en favor de los reformados. Esto fue en 1545. Jaime Cobard, un
director de escuela en la ciudad de St. Michael, fue quemado en aquel mismo año por
decir: «La Misa es inútil y absurda»; alrededor de este mismo tiempo catorce hombres
fueron quemados en Malda, y sus mujeres obligadas a estar cerca y a contemplar la
ejecución.
En el año 1546, Pedro Chapot trajo una cantidad de Biblias en francés a Francia, y las
vendió públicamente. Por ello fue, llevado a juicio, sentenciado y ejecutado pocos días
después. Poco tiempo después, un paralítico de Meaux, un director de una escuela en
Fera, llamado Esteban Poliot, y un hombre llamado John English, fueron quemados por la
fe.
El señor Blondel, un rico joyero, fue prendido en el año 1548 en Lyon, y enviado a París;
allí fue quemado por su fe por orden del tribunal en el 1549. Herbert, un joven de
diecinueve años, fue lanzado a las llamas en Dijon; también sufrió esto Florent Venote en
el mismo año.
En el año 1554, dos hombres de religión reformada, junto con el hijo y la hija de uno de
ellos, fueron prendidos y encarcelados en el castillo de Niveme. Al ser interrogados,
confesaron su fe, y se ordenó su ejecución; al ser untados con grasa, azufre y pólvora,
ellos exclamaron: «Saladla, salad esta carne pecaminosa y corrompida.» Les coitaron
entonces la lengua, y fueron después lanzados a las llamas, que pronto los consumieron,
debido a las sustancias combustibles con las que habían sido cubiertos.
La matanza de San Bartolomé en París, etc.
En el día veintidós de agosto de 1572 comenzó este acto diabólico de sanguinaria
brutalidad. La intención era destruir de un solo golpe la raíz del árbol protestante, que
hasta entonces sólo había sufrido parcialmente en sus ramas. El rey de Francia había
arteramente propuesto un matrimonio entre su hermana y el príncipe de Navarra, capitán y
príncipe de los protestantes. Este imprudente matrimonio fue celebrado en París el 18 de
agosto por el Cardenal de Borbón, sobre un alto catafalco construido con este propósito.
Comieron con gran pompa con el obispo, y cenaron con el rey en París. Cuatro días
después, el príncipe (Coligny), al salir del Consejo, fue herido por disparos en ambos
brazos; entonces le dijo a Maure, el ministro de su difunta madre: «Oh, mi hermano, ahora
veo que ciertamente Dios me ama, pues que he sido herido por Su más santa causa.»
Aunque Vidam le aconsejó que huyera, permaneció en París, y fue poco después muerto
por Bemjus, que después dijo que jamás había visto a nadie afrontar la muerte con mayor
valor que el almirante.
Los soldados fueron dispuestos para que al darse cierta señal se lanzaran en el acto a
efectuar la matanza por diversas partes de la ciudad. Cuando hubieron dado muerte al
almirante, lo echaron por una ventana a la calle, donde le cortaron la cabeza, que fue
enviada al Papa. Los salvajes papistas, todavía enfurecidos contra él, le cortaron los
brazos y sus miembros privados, y, después de haberlo arrastrado tres días por las calles,
lo colgaron por los pies fuera de la ciudad. Después de él mataron a muchas personas
grandes y honorables que eran protestantes, como el Conde de la Rochfoucault, Telinius,
yerno del almirante, Antonio, Clarimontus, el marqués de Ravely, Lewes Bussius,
Bandineus, Pluvialius, Burneius, etc., y, lanzándose contra el común del pueblo,
continuaron durante muchos días esta matanza; durante los primeros días mataron a diez
mil de todo rango y condición. Los cuerpos fueron echados a los ríos, y la sangre corría
como arroyos por las calles, y el río parecía ser de sangre. Tan furiosa era aquella ira
infernal que dieron muerte a todos los papistas que eran considerados como no muy
adictos a su diabólica religión. Desde París, la destrucción se extendió a todos los
rincones del reino.
En Orleans fueron muertos mil hombres, mujeres y niños; y seis mil en Rouen.
En Meldith doscientos fueron encarcelados, y más tarde sacados uno por uno y
cruelmente asesinados.
En Lyon se dio muerte a ochocientos. Aquí, niños colgados del cuello de sus padres, y
padres abrazando afectuosos a sus hijos, fueron alimento de las espadas y de las
sanguinarias mentes de aquellos que se llaman a sí mismos la Iglesia Católica. Aquí
trescientos fueron asesinados en la casa del obispo, y los impíos monjes no querían
consentir que fueran enterrados.
En Augustobona, al enterarse la gente de la matanza en París, cerraron las puertas para
que ningún protestante pudiera escapar, y buscando diligentemente a cada miembro de la
Iglesia reformada, los encarcelaron y dieron muerte de la más bárbara manera. Estas
mismas crueldades tuvieron lugar en Avaricum, Troys, Toulouse, Rouen y en muchos
otros lugares, yendo de ciudad en ciudad, villas y pueblos, por todo el reino.
Como corroboración de esta horrorosa carnicería, citamos la siguiente apropiada e
interesante narración, escrita por un católico-romano sensible y erudito:
«Las nupcias del joven rey de Navarra (nos dice este autor) con la hermana del rey de
Francia fueron solemnizadas con gran pompa; y todas las expresiones de afecto, todas las
protestas de amistad y todos los juramentos sagrados entre los hombres fueron
profusamente prodigados por Catalina, la mina madre, y por el rey; durante todo esto, el
resto de la corte no pensó en nada más que en festejos, teatro, y bailes de máscaras. Al
final, a las doce de la medianoche, la víspera de San Bartolomé, se dio la señal. De
inmediato, las casas de los protestantes fueron forzadas a una. El almirante Coligny,
alarmado por la conmoción, saltó de la cama, cuando un grupo de asesinos se precipitó
en su dormitorio. Iban encabezados por un tal Besme, que había sido criado en el seno de
la familia de los Guisas. Este miserable traspasó con su espada el pecho del almirante, y
también le dio un corte en la cara. Besme era alemán, y siendo después tomado por los
protestantes, los de La Rochela lo hubieran querido meter en la ciudad para colgarlo y
despedazarlo; pero fue muerto por un tal Bretanville. Enrique, el joven duque de Guisa,
que después constituyó la liga católica, y que fue asesinado en Blois, se estuvo de pie a la
puerta hasta que concluyó la horrenda camicería, y gritó: «¡Besme! ¿Ya está?» Después
de esto, aquellos rufianes arrojaron el cuerpo por la ventana, y Goligny espiró a los pies
del de Guisa.
»El conde de Teligny también cayó víctima. Se había casado, hacía unos diez meses, con
la hija de Coligny. Su rostro era tan hermoso que los rufianes, cuando se adelantaron para
matarlo, se sintieron llenos de compasión; pero otros, más bárbaros, se precipitaron
adelante y lo asesinaron.
»Mientras tanto, todos los amigos de Coligny fueron asesinados por todo París; hombres,
mujeres y niños eran asesinados de manera indistinta y todas las calles estaban llenas de
cuerpos agonizantes. Algunos sacerdotes, sosteniendo el crucifijo en una mano y una daga
en la otra, corrían hacia los cabecillas de los asesinos, y los exhortaban enérgicamente a
no perdonar ni a parientes ni a amigos.
»Tavannes, mariscal de Francia, un soldado ignorante y supersticioso, que unía la furia de
la religión a la ira de partido, se lanzó a caballo por las calles de París gritando a sus
hombres: «¡Que corra la sangre! ¡Que corra la sangre! Sangrar es tan sano en agosto
como en mayo». En las memorias de la vida de este entusiasta, escritas por su hijo, se nos
dice que el padre, en su lecho de muerte, y al hacer una confesión general de sus
acciones, el sacerdote le dijo, sorprendido: «¡Cómo! ¿Y ninguna mención de la matanza
de San Bartolomé?», a lo que Tavannes contestó: «Esto lo considero una acción meritoria,
que lavará todos mis pecados». ¡Qué horrendos sentimientos puede inspirar un falso
espíritu de la religión!
»El palacio del rey fue uno de los principales escenarios de la matanza. El rey de Navarra
tenía su alojamiento en el Louvre, y todos sus criados eran protestantes. Muchos de estos
fueron muertos en la cama junto con sus mujeres; otros, huyendo desnudos, fueron
perseguidos por los soldados por las varias estancias de palacio, incluso hasta la
antecámara del rey. La joven esposa de Enrique de Navarra, despertada por la terrible
conmoción, temiendo por su marido y por su propia vida, arrebatada de horror, y medio
muerta, saltó de su cama para echarse a los pies de su hermano el rey. Pero apenas si
había abierto la puerta de su cámara cuando algunos de sus criados protestantes se
precipitaron dentro buscando refugio. Los soldados siguieron de inmediato,
persiguiéndolos delante de la princesa y matando a uno que se lanzó debajo de su cama.
Otros dos, heridos con alabardas, cayeron a los pies de la reina, que quedó cubierta de
sangre.
»El conde de la Rochefoucault, un joven noble, en gran favor del rey por su aire atractivo,
su cortesía y una cierta dicha peculiar en el giro de su conversación, había pasado la
velada hasta las once con el monarca, en una placentera familiaridad, y había estado
dando rienda suelta, con el mayor humor, a las salidas de su imaginación. El monarca
sintió un cierto remordimiento, y tocado por una especie de compasión, le invitó, dos o
tres veces, a que no fuera a casa, sino que se quedara en el Louvre. El conde le dijo que
debía volver con su mujer, y entonces el rey ya no le apremió más, sino que se dijo: «
¡Que vaya! Veo que Dios ha decretado su muerte! » Dos horas después era asesinado.
»Muy pocos de los protestantes escaparon de la furia de sus fanáticos perseguidores.
Entre ellos estaba el joven La Force (después el famoso maríscal de La Force), un niño
de unos diez años de edad, cuya liberación fue sumamente notable. Su padre, su hermano
mayor y él mismo fueron apresados por los soldados del Duque de Anjou. Estos asesinos
se lanzaron sobre los tres, golpeándolos a capricho, con lo que cayeron uno sobre otro. El
más pequeño no recibió un solo golpe, sino que, aparentando que estaba muerto, escapó
al siguiente día; su vida, preservada de esta manera maravillosa, duró ochenta y cinco
años.
»Muchas de las pobres víctimas huyeron hacia la ribera, y algunos nadaron para pasar el
Sena y dirigirse a los suburbios de St. Germaine. El rey los vio desde su ventana, que
dominaba el río, y se dedicó a disparar contra ellos con una carabina que le cargaba para
esto uno de sus pajes. Mientras tanto la reina madre, imperturbable y serena en medio de
la matanza, mirando desde un balcón animaba a los asesinos y se reía ante los gemidos de
los agonizantes. Esta bárbara reina estaba animada de una agitada ambición, y
perpetuamente cambiaba de partido a fin de saciarla.
»Poco tiempo después de estos horrendos sucesos, la corte francesa trató de paliarlos
mediante formas legales. Pretendieron justificar la matanza mediante una calumina,
acusando al almirante de conspiración, lo que nadie creyó. El parlamento recibió órdenes
de actuar contra la memoria de Coligny, y su cadáver fue colgado con cadenas en unas
horcas de Montfaucon. El mismo rey fue a contemplar aquel insólito espectáculo.
Entonces uno de sus cortesanos fue a aconsejarle que se retirara, haciéndole notar la
hedor del cadáver, a lo que el rey replicó: «Un enemigo muerto huele bien». Las masacres
del día de San Bartolomé están pintadas en el salón real del Vaticano en Roma, con la
siguiente inscripción: Potifex, Coligny necem probat, esto es: «El Papa aprueba la muerte
de Coligny».
»El joven rey de Navarra fue eximido por cuestión política y no por piedad de la reina
madre, manteniéndolo prisionero hasta la muerte del rey, a fin de que fuera seguridad y
prenda de la sumisión de aquellos protestantes que pudieron huir.
»Esta horrorosa carnicería no se limitó meramente a la ciudad de París. Ordenes
semejantes fueron enviadas desde la corte a los gobernadores de todas las provincias en
Francia, ¡de manera que al cabo de una semana unos
cien mil protestantes fueron despedazados en diferentes partes del reino! Sólo dos o tres gobernadores
rehusaron obedecer las órdenes del rey. Uno de estos, llamado Montmorrin, gobernador de Auvernia,
escribió al rey la siguiente carta, que merece ser tmnsmifida a la más lejana posteridad:
»SEÑOR: He recibido una orden, con el sello de vuestra majestad, de dar muerte a todos
los protestantes en mi provincia. Tengo demasiado respeto pam vuestra majestad pam no
creer que la carta sea un fmude; pero si la orden (Dios no lo quiera) fuera genuina, tengo
demasiado respeto por vuestra majestad para obedeceria.»
En Roma hubo un horrendo gozo, tan grande que señalaron un día de festejos, y un
jubileo, ¡con una gran indulgencia para todos los que lo guardaran y mostraran toda
expresión de júbilo que pudieran imaginar! Y el hombre que dio la primera noticia recibió
1000 coronas del cardenal de Lorena por su impío mensaje. El rey también ordenó que el
día fuera conmemorado con toda demostración de gozo, habiendo llegado a la conclusión
de que toda la raza de los Hugonotes estaba extinta.
Muchos de los que dieron grandes cantidades de dinero como rescate fueron de
inmediato muertos; y varias ciudades que recibieron la promesa del rey de protección y
seguridad, fueron objeto de una matanza general tan pronto como se entregaron, en base
de esta promesa, a sus generales o capitanes.
En Burdeos, por instigación de un malvado monje, que solía apremiar a los papistas a la
matanza en sus sermones, doscientas sesenta y cuatro personas fueron cruelmente
muertas; algunos de ellos eran senadores. Otro de la misma piadosa fraternidad causó una
matanza similar en Agendicum, en Maine, donde el populacho, por la satánica sugerencia
de los santos inquisidores, se lanzaron contra los protestantes, matándolos, saqueando sus
casas, y derribando su iglesia.
El duque de Guisa, entrando en Blois, permitió que sus soldados se lanzaran al saqueo, y
que mataran o ahogaran a todos los protestantes que pudieran encontrar. En esto no
perdonaron ni edad ni sexo; violando a las mujeres, luego las asesinaban; de ahí se dirigió
a Mere, y cometió las mismas atrocidades durante muchos días. Aquí encontraron a un
ministro llamado Cassebonio, y lo arrojaron al río.
En Anjou mataron a un ministro llamado Albiacus; muchas mujeres fueron también
violadas y asesinadas allí; entre ellas había dos hennanas que fueron violadas delante de su
padre, a quien los asesinos ataron a una pared para que las viera, y luego les dieron
muerte a ellas y a él.
El gobernador de Turin, después de haber dado una enorme cantidad de dinero por su
vida, fue cruelmente golpeado con garrotes, desnudado de sus ropas, y colgado de los
pies, con su cabeza y torso en el río; antes que muriera le abrieron el vientre, le arrancaron
las entrañas, y las arrojaron al río; luego llevaron su corazón por la ciudad clavado en una
lanza.
En Barre se comportaron con gran crueldad, incluso con los niños pequeños, a los que
abrían en canal, arrancando sus entrañas, las que, por el furor que llevaban, mordían con
sus dientes. Los que habían huído al castillo fueron casi colgados cuando se rindieron. Así
lo hicieron en la ciudad de Matiscon, considerando como un juego cortarles los brazos y
las piernas y luego matarlos; como entretenimiento para sus visitantes, a menudo arrojaban
a los protestantes desde un risco alto al río, diciendo: «¿No has visto nunca a alguien saltar
tan bien?»
En Penna, trescientos fueron degollados inhumanamente, tras haberles prometido
seguridad; y cuarenta y cinco en Albia, un domingo. En Nome, aunque se rindió bajo la
condición de que se les ofreciera seguridad, se vieron los más horrendos espectáculos.
Personas de ambos sexos y de toda condición fueron asesinados indiscriminadamente-,
las calles resonaban con clamores de dolor, y la sangre corria; las casas encendidas por el
fuego que los soldados habían arrojado dentro. Una mujer, sacada a rastras de su
escondrijo junto con su marido, fue primero violada por los brutales soldados, y luego,
con una espada que le mandaron sostener, la forzaron con sus propias manos en las
entrañas de su marido.
En Samarobridge asesinaron más de cien protestantes, después de prometerles paz; en
Antisidor dieron muerte a cien, y arrojaron a muchos al río. Cien que habían sido
encarcelados en Orleans fueron muertos por la enfurecida multitud.
Los protestantes de La Rochela, aquellos que habían podido escapar milagrosamente a la
furia del infierno y se habían refugiado allá, viendo lo mal que les había ido a los que se
habían sometido a aquellos demonios que se pretendían santos, se mantuvieron firmes por
sus vidas; y algunas otras ciudad