En estos días en los que celebramos los acontecimientos que rodean la Navidad, me he parado a pensar teniendo como punto de referencia a San José, el recorrido interior que tuvo que hacer este hombre para descubrir en el Niño Jesús un don que Dios le otorgaba y que a él le correspondía acoger y custodiar.
San José tuvo que ser un hombre sencillo, porque Dios se revela a los sencillos con mayor facilidad. Tendría que ser alguien con mucha fe y mucha profundidad pero de pocas preguntas; solo las justas para saber que esperaba Dios de él. Y para ello con una suprema confianza en Dios y en María para no dudar de ella por más desconcertante y extraña que resultase su misión.
Alguien que aceptase la luz de la palabra sin reservas ante la voz del Espíritu. Alguien con una capacidad extraordinaria de amar a Dios para aceptar cualquier cosa que le pidiese y ver su Santa Mano en la mirada, en la sonrisa o en el llanto del Niño; Debía amar a María y tenerla en el centro de su corazón para de este modo leer a través de sus silencios y estar seguro con solo mirarla de la limpieza de su corazón y quedar discretamente a la puerta de su intimidad.
Y al final Dios definió que ese hombre fuera San José: la santidad vestida con túnica de carpintero hecha a golpes de martillo y perfumada con el amor de cada día.
Descendía de David, lo que le permitiría entroncar a Jesús con la herencia davídica y con su trabajo honrado de carpintero que permitiría a su familia vivir una vida digna.
Sin embargo para San José no fue el suyo un camino fácil. Por ser un asunto de Dios aceptaba ser padre del Niño aún sabiendo que no lo era, dándole nombre e identidad social a la criatura a pesar de su temor de acoger el mérito de una paternidad que no dependía de él: “No temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1 18-24).
Pero no existe duda de que José es uno de esos hombres que le tocó vivir pruebas importantes a través de las cuales Dios lleva adelante su proyecto de salvación y de gracia.
De este modo José nos puede enseñar que desde una fe honda se pueden aceptar los caminos de Dios. Que los hijos, antes que de sus padres, son hijos de Dios y por ello los padres deben buscar su plenitud de amor y de paz. Que los cristianos hemos de ver en cada hombre un hijo de Dios, al que amar y hacerle partícipe de una esperanza que tiene su fuente en un Dios hecho niño para la salvación de la humanidad.
Quizás José debería hablarnos en esta Navidad al corazón de cada uno de nosotros con la seguridad de que creemos que Dios se ha encarnado en un Niño, para recordarnos, aunque sea en un sueño, que tenemos la necesidad de dar testimonio de nuestra fe en un mundo hundido en la desconfianza.
Está claro que para poder hacer esto debemos soñar despiertos el mismo sueño de José y sentir la presencia de un Dios, que también en esta época de crisis nos está diciendo en sueños “No temas”.
¿No podrá ser esta invitación a no tener miedo, un hermoso lema para colocarlo, en este tiempo de temores y desconciertos, junto al belén del comedor o para colgarlo en el árbol de la Navidad’
Y así las cosas, Dios tenía que depositar toda su confianza en alguien que cuidara de Jesús y de María.
San José tuvo que ser un hombre sencillo, porque Dios se revela a los sencillos con mayor facilidad. Tendría que ser alguien con mucha fe y mucha profundidad pero de pocas preguntas; solo las justas para saber que esperaba Dios de él. Y para ello con una suprema confianza en Dios y en María para no dudar de ella por más desconcertante y extraña que resultase su misión.
Alguien que aceptase la luz de la palabra sin reservas ante la voz del Espíritu. Alguien con una capacidad extraordinaria de amar a Dios para aceptar cualquier cosa que le pidiese y ver su Santa Mano en la mirada, en la sonrisa o en el llanto del Niño; Debía amar a María y tenerla en el centro de su corazón para de este modo leer a través de sus silencios y estar seguro con solo mirarla de la limpieza de su corazón y quedar discretamente a la puerta de su intimidad.
Y al final Dios definió que ese hombre fuera San José: la santidad vestida con túnica de carpintero hecha a golpes de martillo y perfumada con el amor de cada día.
Descendía de David, lo que le permitiría entroncar a Jesús con la herencia davídica y con su trabajo honrado de carpintero que permitiría a su familia vivir una vida digna.
Sin embargo para San José no fue el suyo un camino fácil. Por ser un asunto de Dios aceptaba ser padre del Niño aún sabiendo que no lo era, dándole nombre e identidad social a la criatura a pesar de su temor de acoger el mérito de una paternidad que no dependía de él: “No temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1 18-24).
Pero no existe duda de que José es uno de esos hombres que le tocó vivir pruebas importantes a través de las cuales Dios lleva adelante su proyecto de salvación y de gracia.
De este modo José nos puede enseñar que desde una fe honda se pueden aceptar los caminos de Dios. Que los hijos, antes que de sus padres, son hijos de Dios y por ello los padres deben buscar su plenitud de amor y de paz. Que los cristianos hemos de ver en cada hombre un hijo de Dios, al que amar y hacerle partícipe de una esperanza que tiene su fuente en un Dios hecho niño para la salvación de la humanidad.
Quizás José debería hablarnos en esta Navidad al corazón de cada uno de nosotros con la seguridad de que creemos que Dios se ha encarnado en un Niño, para recordarnos, aunque sea en un sueño, que tenemos la necesidad de dar testimonio de nuestra fe en un mundo hundido en la desconfianza.
Está claro que para poder hacer esto debemos soñar despiertos el mismo sueño de José y sentir la presencia de un Dios, que también en esta época de crisis nos está diciendo en sueños “No temas”.
¿No podrá ser esta invitación a no tener miedo, un hermoso lema para colocarlo, en este tiempo de temores y desconciertos, junto al belén del comedor o para colgarlo en el árbol de la Navidad’
Y así las cosas, Dios tenía que depositar toda su confianza en alguien que cuidara de Jesús y de María.