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EL SILENCIO DE DIOS
En 1999 llegó a mis manos un artículo de Antonio Jiménez Ortiz sobre el secularismo y la indiferencia religiosa. Este artículo trajo luces iluminadoras pero, a la vez, creó en mi una enorme inquietud por este tema. Mas aún, introdujo nuevos problemas, nacieron nuevas dificultades. El hilo conductor era siempre la misma sutil pregunta ¿porqué nos cuesta tanto al creyente estar en el mundo, vivir y manifestar nuestra fe? ¿Porqué el mundo no demanda razón de nuestra fe? ¿Por qué, cuando lo hacemos, nuestras palabras no tienen sentido? Pareciera como si nuestro Dios hubiese hecho un silencio y nos obligase a los creyentes a dar una respuesta personal y creadora. Era como si de repente, quienes antes venían en busca de consejo y sabiduría, ahora nos obligasen a tener un pensamiento imaginador e intuitivo. Parecía como si los hechos viniesen a demostrar que la religión había dejado de ser y, como decía Nietche, nosotros habíamos matado a Dios y éramos “los mas asesinos de los asesinos”.
El ateismo creciente es, teológicamente, el gran problema de nuestro tiempo. Mas aún, es un fenómeno relativamente nuevo, no ya en el sentido de que haya habido algún caso de ateismo individual, gente crítica con la religión como Epicuro o Lucrecio pero que daban por supuesta la existencia de Dios o de los dioses, sino también en sentido de quienes montan su vida sobre la negación de Dios. Es un fenómeno de tal calibre que está exigiendo un redoblado esfuerzo de comprensión, porque algo tan grande no ocurre así porque sí. Una comprensión teórica del ateismo va unida al gran proclamador, Nietzche, con su muerte de Dios, pero requiere una discusión y un diálogo por parte de la teología que ya ha discurrido por diversos modelos de compresión.
Hubo una etapa inicial de choque frontal del ateismo y el mundo cristianizado cuando la Ilustración asomó en el horizonte de Occidente. Desde fuera se acusaba al cristianismo y, por consiguiente, a Dios de todos los males de la Humanidad. La acusación de atraso, opresión y oscurantismo, hasta opio del pueblo, expresiones que en parte contenían realidades irrefutables, el ateo esgrimía y confrontaba al cristianismo como algo monstruoso. Pero también el cristianismo decía del ateo que era un malvado, una mala persona, alguien de quien se podía esperar cualquier cosa, descontextualizando la frase de Dostoieski “si Dios no existe, todo está permitido”. Desgraciadamente esta actitud de conflicto no beneficiaba ni al ateo que puede ser una persona honesta consigo misma y con la sociedad, igual que un cristiano no puede ser descalificado por los enormes errores a lo largo de la Historia. Esta posición de diálogo está muy bien estudiada por Roger Garaudy en “Del anatema al diálogo” explicando lo implícito y lo explícito del ateo y del creyente. Un creyente explícito puede ser un ateo implícito y viceversa. Son los mismos temas del evangelio de Mateo 7:21: “No todo el que dice ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos”. No es la cabeza, sino el corazón transformado y con fe (pistica ) que monta su existencia en base a la llamada de ser íntimo.
Karl Rahner ha desarrollado con maestría el tema del “cristiano anónimo” sin desviarse ni al pluralismo ni al universalismo unitario. Si vivimos en un mundo real, con una única historia en la cual la humanidad está llamada a la salvación de Dios, que afecta a cada individuo y a la raíz más profunda de su ser, está claro que hablamos de algo que determina su destino. Mas concretamente dice Andrés Torres(1) “toda persona que viene al mundo está siempre “trabajada” por la gracia, que inscrita en su ser, le hace posible acoger libremente la salvación, o lo que es lo mismo, realizarse plenamente con la ayuda del Señor, que le llama a la comunión con Él. Mas concretamente aún: esa gracia es cristiana, pues no hay – ni ha habido ni habrá, otra salvación real que la realizada por Dios en Cristo”. “Por tanto, una persona que en el fondo de su ser siente la llamada de la justicia y se juega la vida por ella, aunque teóricamente se declare ateo, en definitiva –dice Rahner- está acogiendo la gracia de Cristo y viviendo de ella.
El hombre que procura ser honesto en la vida, porque en las raíces de su ser percibe la llamada a la honestidad, a los grandes valores que marcan la dirección de la dignidad y la fraternidad humanas, ese hombre, al responder a ellos, está en realidad respondiendo a la personal y concreta llamada de Dios en Cristo. Sin distinguir la voz de Dios y sin reconocer el rostro de Cristo, está siendo cristiano”. Sin duda que son palabras poco oídas y muy pocas veces dilucidadas en el campo teórico por el miedo a la secularización religiosa o a la mundanización de lo sagrado, pero que no dejan de tener ese eco y realidad en el Evangelio: “Señor ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber..... Os aseguro que cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos mas pequeños, conmigo lo hicisteis”. (Mateo 25:37-40). La parábola del samaritano no se fija en las estructuras religiosas, sino en la respuesta de un corazón sensible a la injusticia. El vaso de agua que se da al mas pequeño, Dios lo recibe, sin que ninguna fe sea despreciada, pues Dios “en realidad, no está lejos de cada uno de nosotros, puesto que en Él vivimos, nos movemos y somos” (Hechos 17:28). Lo que hace la fe es dar al creyente un plús de felicidad y de gozo al saberla compartida con otros hombres que aunque sea a “tientas” (Hechos 17:27) buscan a Dios.
Manuel de León es pastor, Presidente del Consejo Evangélico de Asturias, ha dirigido la Revista "Asturias Evangélica" y ha publicado “ORBAYU" una revista de investigación histórica, cultural y sociológica del protestantismo en Asturias
© M. de León, I+CP (www.ICP-e.org), 2002 España
(1) Ateismo moderno y cristianismo: la afirmación del hombre
como lugar de encuentro. Andrés Torres. Creo en Dios Padre