El Mérito Humano en la Obediencia de Cristo: Restaurando el Propósito Original de la Creación.

EstebanMT

Miembro senior
26 Abril 2025
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Una reflexión bíblica profunda revela que la obra de Jesucristo no solo representa la salvación del ser humano del pecado, sino también una reivindicación poderosa y necesaria del propósito original de Dios en la creación. Cuando el Verbo eterno se hizo carne (Juan 1:14), no solo asumió una naturaleza humana, sino que se sometió plenamente a las condiciones humanas, incluyendo la capacidad real de decidir y obedecer a Dios en plena libertad.

La Libertad Humana como Don Original

En Génesis, Dios declara la creación humana como "buena en gran manera" (Génesis 1:31). Parte esencial de esa bondad original era la capacidad otorgada al ser humano de obedecer libremente a Dios, manifestando así una voluntad alineada con la justicia divina. El problema nunca estuvo en la libertad misma, sino en el uso incorrecto y rebelde que el ser humano hizo de esta libertad.

Cristo, al venir en carne, no desprecia ni destruye esta libertad, sino que la reivindica plenamente a través de su obediencia voluntaria y perfecta al Padre (Filipenses 2:8). En Jesús vemos restaurada la verdadera humanidad, aquella que ejerce su libertad en plena sumisión amorosa a la voluntad de Dios.

Cristo y el Mérito de la Obediencia Humana

Las Escrituras nos enseñan claramente que Jesús, aunque era Hijo, "por lo que padeció aprendió la obediencia" (Hebreos 5:8). Este aprendizaje no implicó ignorancia previa, sino la experiencia real y humana de obedecer bajo condiciones auténticamente humanas, incluyendo la tentación y el sufrimiento. Esta obediencia es explícitamente reconocida por Dios como meritoria: "Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo" (Filipenses 2:9).

Si la obediencia de Cristo no tuviera mérito real, su exaltación no tendría fundamento. Pero precisamente porque Jesús cumplió perfectamente la ley, en una condición plenamente humana, su obediencia fue reconocida y recompensada por el Padre. Jesús, al vivir perfectamente bajo la autoridad divina, reivindica la justicia original de la creación y restaura la dignidad y propósito de la humanidad ante Dios.

La Reconciliación Fundada en el Mérito de Cristo

La reconciliación del hombre con Dios se alcanza porque Cristo, como representante humano, acumuló méritos suficientes a través de su obediencia perfecta. Pablo afirma esto claramente: "Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida" (Romanos 5:18).

La justicia de Cristo no es meramente imputada desde una perspectiva divina abstracta; se fundamenta en una obediencia auténtica, probada y aprobada. La muerte de Cristo es eficaz precisamente porque él fue un sacrificio sin mancha y sin culpa, resultado directo de una vida humana vivida en obediencia perfecta (Hebreos 9:14).

Restauración de la Imagen Original

En Cristo vemos restaurado plenamente el propósito original del ser humano como imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26-27). Jesús es el "segundo hombre", el verdadero Adán, que restituye aquello que el primer Adán perdió por su desobediencia (1 Corintios 15:47-49). Esta restauración no solo nos asegura la salvación, sino que también nos recuerda que el ideal divino para el hombre siempre fue una existencia libre, consciente y obediente.

Conclusión

La humanidad perfecta de Cristo no minimiza ni desprecia la capacidad humana original, sino que la exalta y reivindica. La vida de Jesús demuestra que la libertad humana, cuando se ejerce en obediencia y dependencia de Dios, es algo hermoso y aprobado por el Padre. Así, el mérito de Cristo es la base real y concreta de nuestra reconciliación con Dios, confirmando que la creación original del hombre como un ser libre, capaz de obedecer voluntariamente, era verdaderamente "buena en gran manera".
 

Mérito humano legítimo en Cristo: el segundo Adán y la nueva creación


El propósito de esta entrega es demostrar que la salvación cristiana proviene del mérito humano legítimo de Cristo, el Segundo Adán.
Partimos de la premisa bíblica de que el hombre caído no puede salvarse ni siquiera cooperar por sus propios méritos (Romanos 3:10–12; 8:8).
Sin embargo, Dios, en su gracia, eligió restaurar el diseño original del libre albedrío humano a través de la encarnación de un verdadero Hombre: Jesucristo.
Él, plenamente Dios y plenamente hombre, cumplió perfectamente la voluntad del Padre en su humanidad (Juan 6:38; Filipenses 2:6–8).
Este cumplimiento (su obediencia hasta la muerte) es el fundamento de la Nueva Alianza y es la única causa legítima de nuestra reconciliación con Dios (Romanos 5:19; Hebreos 8:6).

En la estructura que sigue, se expondrá:

  • La absoluta incapacidad del hombre caído para salvarse por sí mismo.
  • La identidad de Cristo como Hombre auténtico y Segundo Adán, y el valor de su obediencia.
  • Cómo su mérito humano restablece la honra de la creación y da origen a la Nueva Creación.
  • De qué modo Dios redime el libre albedrío en Cristo, manteniendo la responsabilidad humana sin caer en determinismo.
 

1. La incapacidad del hombre caído


La Biblia enseña que todos los hombres nacen bajo pecado por la desobediencia del primer Adán (Romanos 5:12–14). Al pecar Adán, la corrupción y la condenación pasaron a toda su descendencia: «por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte… por cuanto todos pecaron» (Romanos 5:12, 19).
En la práctica, esto significa que la naturaleza humana caída está incapacitada para agradar a Dios o ganar la salvación por sí misma (Romanos 3:10–12; 8:8).
Como escribe Pablo: «no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Romanos 3:12).
En otras palabras, la “carne” caída no da fruto espiritual bueno; «separados de mí nada podéis hacer», afirma Jesús (Juan 15:5). Por sí mismo, el hombre no puede ni cooperar eficientemente para su propia redención; no hay obra humana que pueda justificarlo (Efesios 2:8–9; Tito 3:5).

Aun la conciencia humana caída tiende al mal y no puede apartarse del pecado sin una intervención sobrenatural (Salmo 51:5; Romanos 8:7).
La Biblia enseña que la justicia de la ley nos condena (Romanos 3:20) y que Dios «hizo que todos los hombres pecaran» (Romanos 5:19) a causa de la debilidad heredada.
Por tanto, la primera conclusión bíblica es que ningún esfuerzo humano en la condición caída puede lograr justicia ante Dios. Esto no significa, sin embargo, que Dios suprimió la voluntad humana. Al contrario, Dios creó al hombre con libre albedrío (Génesis 1:26–27), pero esa facultad quedó deformada tras el pecado (Jeremías 17:9).
La Escritura no anula el libre albedrío; sólo afirma que por sí mismo, el hombre pecador no puede elegir el bien perfecto que agrade a Dios (Romanos 8:3–4).
Esto prepara la necesidad de un Interventor divino que haga posible nuestra redención.
 

2. Jesucristo, el Segundo Adán: obediencia y sustitución


Dios proveyó un Segundo Adán para reconciliar a la humanidad caída.
Jesús de Nazaret es presentado en la Escritura como el nuevo representante de la humanidad (1 Corintios 15:45–49).
Isaías describe que el Siervo de Dios llevaría sobre sí nuestras aflicciones y pecados, siendo castigado «para que nosotros quedemos tranquilos, y por sus llagas fuimos nosotros curados» (Isaías 53:5).
El apóstol Pablo explicita este paralelismo: «porque así como por la desobediencia de un hombre (Adán) los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de un hombre (Cristo) los muchos serán constituidos justos» (Romanos 5:19).

Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios a la vez (Juan 1:14), nacido de mujer y sujeto a la Ley (Gálatas 4:4–5).
Su humanidad le permitió ser el receptor de toda la realidad de nuestra condición y, al mismo tiempo, obraba con perfecta santidad.

Desde su concepción, Cristo participó de nuestra humanidad sin pecado; como confirma el himno paulino: «quien, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse; sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres.

Y hallado en condición humana, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte…» (Filipenses 2:6–8).
En efecto, Cristo aprendió la obediencia a través del sufrimiento: «aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió obediencia» (Hebreos 5:8).
Su vida obedeciendo la ley divina culmina en Gólgota, donde entrega voluntariamente su vida: «no he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió» (Juan 6:38).

En virtud de su obediencia perfecta, Jesús se convierte en sustituto real de la humanidad: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición…» (Gálatas 3:13).
La redención por la sangre del Cordero es efecto de la obediencia humana de Cristo: «Cristo, ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos, aparecerá por segunda vez…» (Hebreos 9:28).

Por su muerte sacrificial se establece la Nueva Alianza: «este es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados» (Marcos 14:24).
Cristo es, por tanto, el «autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Hebreos 5:9).
Él sirve como Mediador entre Dios y los hombres: «porque hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, hombre» (1 Timoteo 2:5).
En resumen, la obra sustitutiva de Jesús –su obediencia fiel hasta la cruz– cumple justicia y otorga vida a quienes están en Él.
 

3. El mérito humano de Cristo como fundamento de la reconciliación


Que Cristo actuase como verdadero hombre hace real su mérito humano ante Dios.
Su obediencia personal y voluntaria en la carne fue necesaria y tuvo valor ante el Padre.
El Nuevo Testamento enseña que por su obediencia muchos fueron constituidos justos (Romanos 5:19) y que, «así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22).
Esto confirma que la vida perfecta de Cristo invierte la muerte introducida por el primer Adán: donde Adán trajo “desobediencia” y condenación, Cristo trae “obediencia” y justificación.
La justicia proveniente de Dios se manifiesta justamente en esta obediencia obedeciente: «la justicia de Dios se revela por la fe en Jesucristo para todos los que creen» (Romanos 3:22).
No se trata de méritos propios nuestros, sino del mérito que Cristo, en su humanidad, obtiene por nosotros ante el juicio divino.

Así, la redención alcanzada es el resultado de su mérito personal, legítimo ante Dios: Jesús, haciendo la voluntad del Padre, «se hizo obediente hasta la muerte» (Filipenses 2:8), y de esa obediencia proviene nuestra justificación.

Dice la Escritura que Dios «muestra su justicia, a la vez que justifica en aquel que tiene fe en Jesús» (Romanos 3:26).
La fundamentación de la Nueva Alianza se basa en la obra humana de Jesús: «he aquí vengo… para hacer tu voluntad, oh Dios» (Hebreos 10:9).
Cada acto justo de Cristo (su adoración filial, su servicio, su entrega) y su obediencia hasta la cruz tienen un valor infinito, pues Él era el Hombre perfecto.
Por ese valor se restablecen las demandas de la justicia divina, permitiendo que la gracia de Dios fluya hacia nosotros sin violar su santidad.

La restitución del honor de la creación humana es otro aspecto central: como Hombre, Jesús glorifica al Padre con su vida íntegra (Juan 8:29), cumpliendo de hecho la designación del hombre como imagen y gloria de Dios (1 Corintios 11:7).
En su obediencia total, Él muestra que la voluntad humana es capaz de rendirse plenamente al cielo, indicando que el libre albedrío fue hecho para esto: para amar y obedecer al Señor en libertad.

Además, al ser él mismo restaurado a la gloria (Hebreos 12:2) y sentado a la diestra del Padre, reivindica la dignidad de la humanidad creada, pues «Cristo en nosotros es la esperanza de gloria» (Colosenses 1:27).
 

4. El Nuevo Pacto y la nueva creación en Cristo


La obediencia humana de Cristo no sólo salva al individuo sino que inaugura la nueva creación.
La Biblia afirma que en Cristo Dios hace todas las cosas nuevas (2 Corintios 5:17; Apocalipsis 21:5).
El hombre restaurado en Cristo vive bajo un nuevo orden donde el «pecado no reiné» (Romanos 6:9–11) y donde el Espíritu capacita al creyente para obrar conforme a la voluntad divina (Filipenses 2:13).
En efecto, «somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano» (Efesios 2:10).
Estas “buenas obras” no son meros intentos de salvarnos, sino frutos de la vida nueva que Cristo nos imparte.
La confianza en esta restauración nos llama, como Adam originales, a administrar la creación con justicia y libertad, tal como se diseñó originalmente (Mateo 25:21; 1 Pedro 4:10).

El fundamento del Nuevo Pacto está en la persona y sacrificio de Cristo. Jeremías profetizó que Dios haría «un nuevo pacto» con la casa de Israel y Judá (Jeremías 31:31–34).
En el Nuevo Testamento, Jesús mismo cita esta profecía al instituir la Cena, «este cáliz es el nuevo pacto en mi sangre» (1 Corintios 11:25).
El cumplimiento de ese pacto descansa en su vida humana ejemplar y en su donación. Porque Él vivió en perfecta obediencia, puede decirse de Él: «Nunca se apartó de lo justo» (Salmo 89:14 sobre el Mesías). Su obrar humano ofrece el «sacerdocio según el orden de Melquisedec» (Hebreos 7:17), representándonos ante Dios. Así, con Cristo como cabeza, todos los creyentes participan de los frutos de su obediencia (Filipenses 3:9).

La “nueva creación” en Cristo también implica la elección del hombre para la obediencia. Ya no somos esclavos del pecado, sino libres para servir (Romanos 6:18). Se nos manda amar a Dios con todo el corazón (1 Juan 5:3) y caminar en la luz (1 Juan 1:7), actitudes que solo la gracia de Cristo hace posibles. Sin embargo, la Biblia sigue presentando exhortaciones y llamados como si la voluntad humana tuviera un papel real: «He aquí, ahora el tiempo aceptable… he aquí, ahora el día de salvación» (2 Corintios 6:2); «escoge hoy a quién servirás» (Josué 24:15). Esto se armoniza con la nueva creación: Dios no anula la capacidad de decidir, la reforma. Bajo el Nuevo Pacto, el Espíritu Santo escribe la ley en nuestros corazones (Jeremías 31:33) para que obedezcamos voluntariamente, no por fatalidad.
 

5. El libre albedrío humano redimido


Contrario a una visión determinista, la Escritura subraya la responsabilidad humana en la salvación, aunque siempre bajo la gracia. Frases imperativas como «arrepentíos y convertíos» (Marcos 1:15) o «confiesa con tu boca al Señor Jesús» (Romanos 10:9) implican que el ser humano debe responder libremente al llamado divino. Dios invita y permite escoger: «Pone hoy delante de ti vida y muerte… Escoge, pues, la vida» (Deuteronomio 30:19). El Evangelio, en Cristo, es ofrecido a todos («todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo», Romanos 10:13), de modo que quien quiera pueda recibir la salvación (Apocalipsis 22:17). Jesús mismo asegura: «El que a mí viene, no le echo fuera» (Juan 6:37). Estas invitaciones confirman que, aunque Dios es soberano y actúa en nosotros (Juan 6:44), ha decidido darse a conocer de tal manera que nuestra libertad coopera con su gracia sin ser anulada.

Por ejemplo, en Filipenses 2:12–13 Pablo exhorta a «ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor; porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad». Aquí se ve una tensión paradójica: el creyente debe actuar («ocupaos»), pero es Dios quien impulsa ese querer y hacer. Esta es la redención del libre albedrío: Dios no lo quita, sino que lo transforma al alumbrar nuestra mente para que deseemos lo bueno. Así, la salvación, aunque enteramente obra de Dios, requiere la respuesta personal de fe y obediencia (Hebreos 5:9).

Este equilibrio bíblico socava toda idea de gracia meramente determinista. Si la salvación fuera resultado de una imposición divina unilateral, no tendría sentido que el Apóstol dijese «haced todo para la gloria de Dios» (1 Corintios 10:31) o que nos llamara a imitar a Cristo «como hijos amados» (Efesios 5:1). Dios no rehace al hombre como autómata, sino como persona nueva que libremente obra las buenas obras preparadas (Efesios 2:10). En definitiva, el justo uso del libre albedrío restaura la honradez del diseño original sin justificar la desobediencia; el problema fue siempre la caída de Adán, no el don de la libertad per se.

Conclusión

La Escritura deja claro que la salvación es entera obra de Cristo, pero también recalca que Él ganó esa salvación en su humanidad. Su vida de obediencia total, su mérito humano, es la causa eficiente de nuestra justificación.
Así se preserva la justicia divina y se confirma la bondad del diseño original: el hombre, en cuanto imagen de Dios, tenía llamado a vivir obedeciendo al Creador, y en Cristo ese llamado se cumple y nos es aplicado. Gracias a la Sustitución Real, podemos ser unidos a Jesús; en Él, su obediencia cuenta como nuestra, y de su cumplimiento perfecto fluye la Nueva Creación que incluye nuestra transformación.

En resumen, Cristo, el Segundo Adán, restauró con su mérito humano legítimo aquello que el primer Adán quebrantó.
La salvación proviene de esa obediencia humana de Cristo, que Él realizó voluntariamente sin violar en modo alguno el libre albedrío; más bien, lo elevó. Así, queda claro que la salvación es un don gratuito, recibido por fe, pero instituido sobre la base real de la santa obediencia de Cristo (Romanos 5:18–19; Filipenses 3:9).
Esto honra el carácter humano de la redención y reafirma que Dios no niega ni desperdicia la voluntad humana, sino que la redime en el amor perfecto de Jesús, nuestro redentor y Rey.

Fuentes Bíblicas: Génesis 1–3; Deuteronomio 30:19; Josué 24:15; Salmos 51:5; Isaías 53; Jeremías 31:31–34; Mateo 11:28–30; Marcos 14:24; Juan 1:14, 6:38, 8:29, 15:5; Romanos 3:10–12, 5:12–19, 8:7–8; 1 Corintios 15:22, 45–49; Gálatas 3:13; 4:4–5; Filipenses 2:6–8; Efesios 2:8–10; Filipenses 2:12–13; Colosenses 1:27; 1 Timoteo 2:5; Hebreos 5:8–9; 8:6–13; 9:15; 10:9–14; 12:24; Santiago 2:20–26; 1 Juan 1:7; Apocalipsis 21:5. (Las citas se presentan según la versión Reina-Valera u otra equivalente).