El principio y los subproductos
Alguien ha definido el atentado terrorista contra Estados Unidos como una "guerra de civilizaciones". Más bien es un enfrentamiento entre dos mundos, el occidental y el oriental. Es decir, entre dos religiones, cristianismo frente a panteísmo, y entre dos filosofías: la occidental, para la cual lo importante es el hombre, y la oriental, para la que lo relevante es la humanidad.
Dicho de otra forma, el desprecio por la vida humana está vigente tanto en Oriente, por su propia filosofía, como en Occidente, por la perversión de su propia condición, de sus propios valores. El mismo desprecio por la vida humana, por la persona, que han llevado a la internacional terrorista, presuntamente islámica, siempre oriental, a suicidarse y matar, al mismo tiempo, a miles de personas, es el mismo carácter suicida que ha implantado en Occidente el aborto o la eutanasia masivos. Si la vida y la persona deja de tener sentido, deja de tenerlo para uno mismo, para sus víctimas y para sus presuntos sucesores.
Cuando esos medios occidentales definen sus valores como democracia y libre mercado (que no son sino subproductos de la verdadera ideología occidental) entonces es que no hemos aprendido nada, absolutamente nada, de unos hechos que han conmocionado al mundo. Mucho más profundo, intelectualmente hablando, se ha mostrado George Bush, el hombre clave en el momento presente, al solicitar una oración a sus ciudadanos, no sólo por las víctimas, sino también por el mundo.
Y cuando, llenos de toda buenas intenciones, esos mismos editorialistas pregonan la necesidad de aprovechar el ataque sobre Estados Unidos para crear una nueva política de desarrollo, una mayor solidaridad económica, sin duda necesaria, olvidan que el librecambismo y el capitalismo son un subproducto más del mismo principio general: el hombre, hijo de Dios, tiene una dignidad infinita. Si no fuera hijo de Dios, sino consecuencia de no se sabe qué azar científico o telúrico, sus derechos no serían los que son.
¡Oh ceguera humana! ¿Es que no han reparado en cómo han reaccionado los esquemas capitalistas ante la masacre de Washington y Nueva York? Las bolsas cayeron en picado porque todo el mundo quería poner su dinero a salvo. Solo subió el petróleo, como fuente de energía básica para un posible periodo bélico. Mientras la gente huía del humo asfixiante en La Gran Manzana, los operadores del mercado de petróleo compraban a precios de locura, artificialmente elevados por sus propias peticiones de compra, y las petroleras, el euro (empleado como valor refugio) o el oro, incrementaban su precio con la misma velocidad con la que los desesperados caían al vacío desde las torres gemelas. Y todo ello sucedía en oficinas situadas a pocos kilómetros del escenario de los hechos o a muchos miles de kilómetros de distancia, pero con la cercanía que otorga la tecnología de compra-venta vigente en el universo financiero. ¿De verdad nos quieren hacer creer que ese colectivo de inversores e intermediarios, arquetipo del sistema financiero capitalista, son los profetas de una nueva sociedad basada en un liberalismo de rostro humano? ¡Anda ya! Si son esclavos de su propia metodología, que se ha convertido en su propia vida. ¿Cómo podemos confiar en un grupo de gente que escucha por la CNN cómo un avión se ha estrellado contra una torre repleta de personas y su primera reacción es comprar petróleo?
En la sesión del miércoles, en las bolsas europeas, los operadores suspiraban por una pronta respuesta a los atentados. Para ellos, que son los que mueven los mercados, eso tranquilizaría las bolsas. Esto es, a los financieros les tranquiliza la ley de la fuerza, que ellos denominan estabilidad. Por contra, el Gobierno norteamericano afirma que se lo va a tomar con calma: quiere identificar a los bárbaros y mejorar sus servicios de información, no lanzar un ataque indiscriminado (sería la opción más cómoda) contra no se sabe quién.
Y cuando los doctrinos afirman que lo necesario es expandir la democracia, de suyo bonísima, olvidan que contra la espiral de odio que denuncian no basta la mera tolerancia, sino el amor. Los pueblos del Tercer Mundo están hartos de que Occidente predique tolerancia mientras ellos se consumen en la miseria. Más bien interpretan tal alarde como un elegante desprecio de los pudientes. La democracia es maravillosa, pero sigue siendo un subproducto del principio general.
De igual modo, cuando nos topamos con sucesos como éstos, la muerte se convierte, no ya en algo posible, sino en algo probable y cercano, al igual que sucede en toda guerra abierta. Y la muerte es ese factor que borra de un plumazo todos los pretendidos encantos del relativismo y de nuestra progresía. Ante la muerte, la tolerancia y la multiculturalidad se disuelven como un azucarillo: es el momento en que el hombre busca principios donde agarrarse.
Por tanto, el mensaje para un cambio real sería: Occidente, sé tú mismo, vuelve a tus raíces. Sólo la verdad hace libres. Y ese principio generará el resto: generará, por ejemplo, que una empresa sea algo más que su cotización, y que las normas económicas no pueden consistir en el mero beneficio, o que las personas no pueden ser un factor más de la producción, o que la globalización, de suyo buena, no puede hacerse cerrando el paso de los impecunes a la riqueza, o que un nombre tenga derecho a expresar su opinión y a decidir su Gobierno. Para conseguirlo, la mera tolerancia no basta: se necesita respeto hacia el otro, que implica preocupación por su dignidad sagrada. No sólo respeto, sino la ley suprema de la caridad: el otro es una persona, hijo de Dios, por tanto, sujeto, nunca objeto. Ese es el cambio, lo otro no supone más que ponerle parches a una bicicleta ya muy desgastada, intentar modificar los subproductos sin acudir al principio que los sostiene, a los cimientos de la humanidad.
Occidente lleva 50 años suicidándose, en especial con una cultura de la muerte que ha sido imitada por los fanáticos orientales en su forma más prístina: la del suicidio físico y la muerte forzada. Esa es la recapitulación que tiene que hacerse, una especie de reconstrucción de las torres gemelas de Nueva York, en el corazón de toda la humanidad. Y si no, los más "siniestros presagios" de los que ahora hablan los medios informativos, en efecto, se harán realidad. Occidente destruirá no sé cuantos objetivos en Oriente, y éste responderá con nuevos ataques terroristas, justificados, asimismo, por la matanza de "sus" inocentes, hasta crear una rueda de acción-reacción que se convertirá en interminable. A fin de cuentas, por mucho menos que lo del martes han surgido las guerras más crueles de la humanidad.
Y sin ánimo de caer en el espíritu apocalíptico que parece animarnos a todos, el ataque sobre Estados Unidos tiene, en efecto, todos los síntomas de un aviso de la Providencia, para los creyentes, o de un aviso de la simple realidad, para los incrédulos. Es igual, unos y otros haríamos bien en tomar nota de la advertencia. Ningún momento mejor que éste. La historia enseña que el hombre sólo cambia el semáforo cuando un coche atropella a una anciana.
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El terrorismo "civiliza" la guerra
"El peor ataque sufrido por Estados Unidos desde Pearl Harbour". Pues no, la verdad es que los salvajes atentados terroristas sufridos el martes por la población norteamericana tienen poco que ver con Pearl Harbour. En efecto, los japoneses atacaron sin previo aviso a una nación oficialmente neutral, pero tras haber firmado una alianza con las potencias del Eje y con dos diferencias manifiestas: los japoneses de entonces se lanzaron contra una base militar, los terroristas de ahora han matado a oficinistas, bomberos y viandantes. Además, los japoneses, si bien violentaron el derecho internacional al atacar sin previa declaración de guerra, sabían que su ataque iba a provocar un enfrentamiento abierto con Estados Unidos, un enfrentamiento de Ejército contra Ejercito, donde las víctimas civiles iban a ser el inevitable complemento de la batalla entre dos formaciones militares, pero no el objetivo principal.
La guerra no es terrorismo porque la guerra tiene sus leyes éticas. El terrorismo, por contra, "civiliza" la guerra. El terrorista puede ser suicida, pero es cobarde. Es más, porque es cobarde es suicida. En primer lugar, habrá que distinguir entre fundamentalista y fanático: fundamentalista es aquel que está dispuesto a morir por sus ideales, fanático es aquel que está dispuesto a matar por ellos.
La guerra es horrible, y debe ser evitada a toda costa, pero el terrorismo es mucho peor, porque "civiliza" la violencia, convierte a toda la sociedad civil en su trinchera, se esconde en el anonimato y utiliza como escudo a toda la sociedad, empezando por sus próximos. Algún inductor, colaborador, informador, cómplice, o simple simpatizante de los atentados contra las torres gemelas puede ser su vecino, aquí en España o en cualquier lugar del mundo.
Ahora que el presidente Bush anuncia que los crímenes no quedarán impunes, su principal reto no es someter a los culpables, sino encontrarlos, e incluso demostrar que lo son, para que la comunidad internacional lo justifique y para que todos nos dejemos llevar por la justicia y no por la venganza. El terrorista recluta en su Ejército fantasmal a todos los que le rodean. Por contra, el expediente bélico se rige por unas leyes, por la transparencia y por el enfrentamiento valiente entre dos ejércitos. Por tanto, el principal problema del presidente Bush en este momento no es capturar a los culpables, sino encontrarlos.
La guerra no es un terrorismo de grandes dimensiones. La guerra "profesionaliza" la violencia, el terrorismo la "civiliza", implica en su aberración a toda la sociedad civil, quiera o no quiera. Además, las leyes de la guerra justa ya figuran impresas en la Biblia (los judíos, aunque no siempre las han cumplido, llevan a gala su respeto hacia las mismas). Y ese conjunto normativo se puede resumir en el principio de la legítima defensa, a su vez concretado en tres mandamientos, que se repiten en multitud de legislaciones desde que el mundo es mundo: no atacar, sino utilizar la violencia de forma defensiva; segundo, que los medios utilizados sean proporcionales a los del agresor; tercero, intentar no provocar más daños de los necesarios, no sólo entre la población civil, sino incluso entre la militar.
Las sospechas de los atentados contra estadounidenses se vierten sobre los islámicos. Muchos articulistas no han podido ocultar sus sentimientos más oscuros, y hablan de guerra religiosa. Es decir, están a un paso de pronunciar la frase maléfica: "Todas las religiones son iguales, e igualmente irracionales, provocan fanatismo y violencia". Sólo que es falso.
El Islam es una religión, respetable, como casi todo aquello en lo que creen millones de seres humanos, pero sólo una caricatura del Judeo-Cristianismo. Lleva en sí mismo el germen de la violencia. Une principios monoteístas propios de hebreos y cristianos con un poso oriental donde la colectividad se impone a la persona. Un islámico nunca rezará el padrenuestro, porque su Dios es creador, no padre, ni redentor.
Lo malo es que Occidente, que ha abjurado de muchos de sus principios, tiende a convertir la tolerancia en norma. Y la tolerancia resulta insuficiente para combatir al Islam. Occidente ha imitado a Oriente cuando ha aceptado que, para conseguir un fin político nobilísimo, puede sacrificarse a cualquiera que pasaba por allí. En ese momento se ha islamizado u orientalizado, y lleva todas las de perder. Porque los islámicos sí tienen principios, algunos aberrantes, pero principios. Y una idea cuajada siempre vencerá la ausencia de ideas, que es a lo que Occidente está llamando tolerancia.
El Cristianismo ha forjado la libertad occidental, pues no se entiende Cristianismo sin libertad. Por tanto, lo de "terrorismo religioso" es una ofensa, pero también es un error de enfoque para lo que ahora se nos viene encima.
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