Al regreso de mis vacaciones, me he traído en las maletas del alma, un descanso que necesitaba y el gozo de disfrutar de la compañía de mi esposa, hijos y nietos, además de la felicidad que produce el reencuentro con la naturaleza y con el mar, que tanto necesitamos los que vivimos en el cemento de las ciudades.
Y he vuelto a deleitarme con esas noches tranquilas y serenas, que te invitan a reflexionar, sentado en una butaca de lona en la terraza, contemplando la luna y las estrellas y recibiendo una brisa que huele a universo en paz que me produce momentos de felicidad.
Aunque en realidad, consciente y apenado de que no todo el mundo puede disfrutar de esa felicidad, también he transportado en esas mismas maletas, el gran dolor que me han producido el tremendo tifón acompañado de tormentas que ha causado inundaciones y muertes a más de 500 hermanos nuestros de Pekín.
O los terribles incendios (la mayoría provocados por personas sin escrúpulo alguno) y atentados que estamos sufriendo en España que se llevan por delante víctimas inocentes y familias padeciendo el azote del incendio que les ha arrebatado todo cuanto tenían, desde algún familiar a enseres, recuerdos o cualquier otra propiedad, que por muy pequeña que sea les ha dejado sumidos en las más duras de las miserias.
Y lo más terrible de esta historia, es la frialdad con la que recibimos estas trágicas noticias sobre grandes desgracias, cuando nos encontramos cómodamente sentados en el sillón de nuestro salón frente al televisor, escuchando esa voz interior “cómoda, irresponsable y por supuesto carente de amor” que te tranquiliza diciéndote… ¡que puedes hacer tu!
Pero uno, se tambalea, se resquebraja cuando escucha que hombres, mujeres y niños que viven en una parte de nuestro mundo, lo han perdido todo y sufren soledad, desesperación, frío y hambre. Y se le llena el corazón de pena, contemplando la desesperación de los hombres que tratan de buscar con vida entre los escombros de las casas destruidas a las posibles víctimas.
Sin embargo, soy consciente de que resulta difícil, muy difícil, el intentar consolar a esas familias que comienzan un incesante éxodo a pié, sin comida, sin agua y sin apenas ropa huyendo de una ciudad devastada, dispuestas a realizar un viaje a ninguna parte que les llevará a un destino desconocido en el que puedan rehacer sus vidas.
Y de este modo, el celebrante que oficiaba los funerales a los que asistí para rogar por las almas de los fallecidos, intentaba hacerles entender que Dios Padre que ante todo es amor, no envía catástrofes naturales ni por supuesto esos elementos devastadores que suceden en este mundo tan disparatado por no decir cruel, porque El mismo muere y sufre cada vez que nosotros morimos o sufrimos.
Nos comentaba a todos los asistentes que Dios, que es un Dios de vivos, no desea ni es responsable del sufrimiento ni del dolor humano. Que a El lo que le agrada es lo que brota de la lucha contra el sufrimiento, contra el mal y contra la injusticia. Y por ello nos manda valores para que los sufrimientos nos lleven a la felicidad. Una felicidad que no se consigue fuera, sino en nuestro interior, al ponernos sin condiciones bajo su poder misericordioso.
Cualquier pretensión de justificar el sufrimiento y el dolor humano, responsabilizando a Dios (continuó) no tiene sentido. Porque Dios opta por la felicidad del ser humano y por evitar o paliar los sufrimientos, según nos dejó bien demostrado a través de su vida pública.
El dolor es camino de resurrección (terminaba su comentario) porque desde que Jesús murió, entendemos que todo dolor sirve para algo y que en sus manos ningún dolor se pierde.
A la salida de la celebración religiosa, un familiar de los damnificados sumido en su desesperación más profunda, me preguntaba donde estaba Dios aquellos fatídicos días.
Y eso me hace recordar, la triste historia ocurrida en Auschwitz, el mayor campo hitleriano de exterminio de la historia de la humanidad, donde murieron más de cuatro millones de personas, buena parte de ellas de origen judío.
Por el simple hecho de robar dos personas judías unos trozos de pan, fueron condenados a morir ahorcados delante de sus compatriotas, para que este execrable acto sirviera de ejemplo.
El mayor de los condenados por su propio peso, murió enseguida. El segundo bastante más joven con un peso inferior no terminó de descoyuntarse y tardó más en morir. Alguien de los que presenciaban la brutal ejecución, indignado gritó ¿Dónde está Dios en este momento? Un rabino que andaba cerca, le calmó diciéndole, Dios en este instante hermano, está muriendo con él.
Ojalá entiendan estas inocentes víctimas, que deben tener confianza en Dios y una fe, que no es un sentimiento religioso que surge del corazón, sino que nace y se apoya en una palabra y promesa que Jesús hizo a su Pueblo, para ayudarnos a superar las crisis de nuestra vida, además de depositar toda nuestra esperanza en María como auxiliadora y consoladora de los afligidos.
Y finalmente no dudar porque Dios como dijo el rabino de Auschwitz, sufre con todos aquellos que sufren.
Y he vuelto a deleitarme con esas noches tranquilas y serenas, que te invitan a reflexionar, sentado en una butaca de lona en la terraza, contemplando la luna y las estrellas y recibiendo una brisa que huele a universo en paz que me produce momentos de felicidad.
Aunque en realidad, consciente y apenado de que no todo el mundo puede disfrutar de esa felicidad, también he transportado en esas mismas maletas, el gran dolor que me han producido el tremendo tifón acompañado de tormentas que ha causado inundaciones y muertes a más de 500 hermanos nuestros de Pekín.
O los terribles incendios (la mayoría provocados por personas sin escrúpulo alguno) y atentados que estamos sufriendo en España que se llevan por delante víctimas inocentes y familias padeciendo el azote del incendio que les ha arrebatado todo cuanto tenían, desde algún familiar a enseres, recuerdos o cualquier otra propiedad, que por muy pequeña que sea les ha dejado sumidos en las más duras de las miserias.
Y lo más terrible de esta historia, es la frialdad con la que recibimos estas trágicas noticias sobre grandes desgracias, cuando nos encontramos cómodamente sentados en el sillón de nuestro salón frente al televisor, escuchando esa voz interior “cómoda, irresponsable y por supuesto carente de amor” que te tranquiliza diciéndote… ¡que puedes hacer tu!
Pero uno, se tambalea, se resquebraja cuando escucha que hombres, mujeres y niños que viven en una parte de nuestro mundo, lo han perdido todo y sufren soledad, desesperación, frío y hambre. Y se le llena el corazón de pena, contemplando la desesperación de los hombres que tratan de buscar con vida entre los escombros de las casas destruidas a las posibles víctimas.
Sin embargo, soy consciente de que resulta difícil, muy difícil, el intentar consolar a esas familias que comienzan un incesante éxodo a pié, sin comida, sin agua y sin apenas ropa huyendo de una ciudad devastada, dispuestas a realizar un viaje a ninguna parte que les llevará a un destino desconocido en el que puedan rehacer sus vidas.
Y de este modo, el celebrante que oficiaba los funerales a los que asistí para rogar por las almas de los fallecidos, intentaba hacerles entender que Dios Padre que ante todo es amor, no envía catástrofes naturales ni por supuesto esos elementos devastadores que suceden en este mundo tan disparatado por no decir cruel, porque El mismo muere y sufre cada vez que nosotros morimos o sufrimos.
Nos comentaba a todos los asistentes que Dios, que es un Dios de vivos, no desea ni es responsable del sufrimiento ni del dolor humano. Que a El lo que le agrada es lo que brota de la lucha contra el sufrimiento, contra el mal y contra la injusticia. Y por ello nos manda valores para que los sufrimientos nos lleven a la felicidad. Una felicidad que no se consigue fuera, sino en nuestro interior, al ponernos sin condiciones bajo su poder misericordioso.
Cualquier pretensión de justificar el sufrimiento y el dolor humano, responsabilizando a Dios (continuó) no tiene sentido. Porque Dios opta por la felicidad del ser humano y por evitar o paliar los sufrimientos, según nos dejó bien demostrado a través de su vida pública.
El dolor es camino de resurrección (terminaba su comentario) porque desde que Jesús murió, entendemos que todo dolor sirve para algo y que en sus manos ningún dolor se pierde.
A la salida de la celebración religiosa, un familiar de los damnificados sumido en su desesperación más profunda, me preguntaba donde estaba Dios aquellos fatídicos días.
Y eso me hace recordar, la triste historia ocurrida en Auschwitz, el mayor campo hitleriano de exterminio de la historia de la humanidad, donde murieron más de cuatro millones de personas, buena parte de ellas de origen judío.
Por el simple hecho de robar dos personas judías unos trozos de pan, fueron condenados a morir ahorcados delante de sus compatriotas, para que este execrable acto sirviera de ejemplo.
El mayor de los condenados por su propio peso, murió enseguida. El segundo bastante más joven con un peso inferior no terminó de descoyuntarse y tardó más en morir. Alguien de los que presenciaban la brutal ejecución, indignado gritó ¿Dónde está Dios en este momento? Un rabino que andaba cerca, le calmó diciéndole, Dios en este instante hermano, está muriendo con él.
Ojalá entiendan estas inocentes víctimas, que deben tener confianza en Dios y una fe, que no es un sentimiento religioso que surge del corazón, sino que nace y se apoya en una palabra y promesa que Jesús hizo a su Pueblo, para ayudarnos a superar las crisis de nuestra vida, además de depositar toda nuestra esperanza en María como auxiliadora y consoladora de los afligidos.
Y finalmente no dudar porque Dios como dijo el rabino de Auschwitz, sufre con todos aquellos que sufren.