Este miniensayo debería hacer pensar a cristianos de distintas confesiones de persuasión futurista. Incluso podría inquietar a algunos de ellos. Sin embargo, se dirige más bien a dos grupos ajenos al Cuerpo de Cristo, como las sectas de los testigos de Jehová y los adventistas, especialmente a estos últimos.
En buen número de pasajes, fundamentalmente en los escritos de los profetas, la Biblia presenta coloridas descripciones que anunciaban desastres venideros para las personas a las que se dirigieron. Veamos algunas de ellas.
El profeta Miqueas, que vivía en el reino de Judá hacia mediados del siglo VIII a.C., escribió lo siguiente al comienzo de su libro:
«Oíd, pueblos todos; está atenta, tierra, y cuanto hay en ti. Jehová, el Señor, el Señor desde su santo templo, sea testigo contra vosotros. Porque Jehová sale de su lugar, desciende y camina sobre las alturas de la tierra. Los montes se derretirán debajo de él y los valles se hendirán como la cera delante del fuego, como las aguas que corren por una pendiente» (1:2-4). ¡Impresionantes palabras!, ¿verdad? ¡Montes que se derriten bajo los “pies” de Dios! ¡Valles que se abren y por los que discurre el magma! ¿A qué se refiere? ¿A un reblandecimiento de la litosfera como consecuencia de un intenso bombardeo de neutrinos? ¿A la erupción del Krakatoa? ¿Al “fin del mundo”? ¿A los “tiempos finales”? ¿A la “segunda venida” de Cristo? ¿A la “tercera”? Los aficionados al género de la religión-ficción suelen dejar volar su imaginación en pos de tal tipo de “explicaciones”, sobre todo cuando son “ayudados” por su “luz menor” (esa que dicen que les lleva a una “luz mayor”), que les muestra “verdades especiales” para este “último tiempo”.
Afortunadamente, no es preciso que los creyentes en la Biblia nos dejemos atontar con tan necias y descabelladas interpretaciones. El propio Miqueas explicó a qué se refería su colorido lenguaje. El versículo 1 aclara: «Palabra de Jehová que fue dirigida a Miqueas de Moreset en los días de Jotam, Acaz y Ezequías, reyes de Judá; lo que vio sobre Samaria y Jerusalén». Los versículos 5 y siguientes repiten que, en efecto, lo antes descrito por el profeta se refiere a la ruina de ambas ciudades y de los reinos que representaban. ¡Se trata de una predicción de lo que había de acontecer en pocos años en Samaria, capital de Israel, y, más de un siglo después, en Jerusalén, capital de Judá! Entonces, ¿es que hubo una intensa orogénesis en este territorio en los tiempos, digamos, del rey Oseas de Israel o en los de Sedequías de Judá? En realidad, no. Aunque es seguro que hubo incendios y todo tipo de calamidades y conmociones geopolíticas cuando los ejércitos asirios y los babilonios invadieron y arrasaron aquellas tierras, no hubo ninguna montaña que se derritiese formando lava ni se abrió ningún valle que cambiase el paisaje. ¡La predicción se refería a operaciones militares extranjeras contra las poblaciones hebreas!
Veamos otro pasaje similar del libro de Isaías. Isaías vivió en los siglos VIII y VII a.C. Uno de los pasajes de dicho libro afirma: «He aquí el día de Jehová viene: día terrible, de indignación y ardor de ira, para convertir la tierra en soledad y raer de ella a sus pecadores. Por lo cual las estrellas de los cielos y sus luceros no darán su luz; el sol se oscurecerá al nacer y la luna no dará su resplandor. Castigaré al mundo por su maldad y a los impíos por su iniquidad; haré que cese la arrogancia de los soberbios y humillaré la altivez de los tiranos. Haré más precioso que el oro fino al varón y más que el oro de Ofir al ser humano. Porque haré estremecer los cielos y la tierra se moverá de su lugar por la indignación de Jehová de los ejércitos, en el día del ardor de su ira» (13:9-13). ¿De qué habla este pasaje? ¿Del “día oscuro” que en 1780 sorprendió a algún pazguato de Nueva Inglaterra? ¿Del “milenio”? Ni lo uno ni lo otro. Un análisis del contexto revela que el profeta está vaticinando la caída de Babilonia, capital de los caldeos (vers. 19) ante los “medos” (vers. 17). El versículo 16 describe gráficamente la matanza de niños y la violación de mujeres de Babilonia que acompañarían a la captura de la ciudad. Es decir, ese lenguaje de anomalías celestes no se refiere a ninguna lluvia de meteoritos, sino a la destrucción del poderío de una ciudad de Mesopotamia en tiempos ya remotos.
Otro de los pasajes del libro de Isaías afirma: «Acercaos, naciones, juntaos para oír; y vosotros, pueblos, escuchad. Oiga la tierra y cuanto hay en ella, el mundo y todo lo que él produce. Porque Jehová está airado contra todas las naciones, indignado contra todo el ejército de ellas; las destruirá y las entregará al matadero. Los muertos de ellas serán arrojados, de sus cadáveres subirá el hedor y los montes se disolverán con la sangre de ellos. Todo el ejército de los cielos se disolverá, y se enrollarán los cielos como un libro; y caerá todo su ejército como se cae la hoja de la parra, como se cae la de la higuera. Porque en los cielos se embriagará mi espada» (34:1-5). ¿De qué habla este pasaje? ¿De una lluvia de Leónidas? ¿De la “segunda venida”? ¿Del “milenio”? De nada de todo ello. El pasaje continúa inmediatamente así: «descenderá sobre Edom para juicio, y sobre el pueblo de mi maldición. Llena está de sangre y de grasa la espada de Jehová: sangre de corderos y de machos cabríos, grasa de riñones de carneros, porque Jehová tiene sacrificios en Bosra y una gran matanza en tierra de Edom. Con ellos caerán búfalos, toros y becerros. Su tierra se embriagará de sangre y su polvo se llenará de grasa. Porque es día de venganza de Jehová, año de retribuciones en el pleito de Sión. Sus arroyos se convertirán en brea, su polvo en azufre y su tierra en brea ardiente. No se apagará de noche ni de día, sino que por siempre subirá su humo; de generación en generación quedará desolada y nunca jamás pasará nadie por ella» (vers. 5-10). O sea, todo ese lenguaje de estrellas que se disuelven, del cielo que se enrolla y de la sangre que derrite los montes se refiere a la desolación de Idumea en la antigüedad.
Otro pasaje que emplea un lenguaje similar fue escrito por el profeta Nahúm en la primera mitad del siglo VII a.C. Dice el profeta al comienzo de su libro: « Jehová marcha sobre la tempestad y el torbellino, y las nubes son el polvo de sus pies. Amenaza al mar y lo seca, y agota todos los ríos; el Basán y el Carmelo languidecen, y la flor del Líbano se marchita. Ante él tiemblan los montes, y los collados se derriten. La tierra se conmueve en su presencia, el mundo y todos los que en él habitan. ¿Quién puede resistir su ira? ¿Quién quedará en pie ante el ardor de su enojo? Su ira se derrama como fuego y ante él se quiebran las peñas» (1:3-6). ¿Se refiere Nahúm al “fin del mundo”? ¿A la “segunda venida” o cosa semejante? En realidad, no. El libro de Nahúm es una profecía sobre la cercanía de la destrucción de la antigua Nínive a manos de los medos. Nuevamente, el lenguaje metafórico del profeta anuncia operaciones militares contra una ciudad asiria.
Veamos otro llamativo pasaje, esta vez obra de Habacuc, quien escribió lo siguiente hacia el último tercio del siglo VII a.C.: «Dios viene de Temán; el Santo, desde el monte Parán. […] Su gloria cubrió los cielos, la tierra se llenó de su alabanza. Su resplandor es como la luz. Rayos brillantes salen de su mano; allí está escondido su poder. Delante de su rostro va la mortandad, y tras sus pies salen carbones encendidos. Se levanta y mide la tierra; mira, y se estremecen las naciones. Los montes antiguos se desmoronan, los collados antiguos se derrumban; pero sus caminos son eternos. […] Te ven los montes y temen; pasa la inundación; el abismo deja oír su voz y alza sus manos a lo alto. El sol y la luna se detienen en su lugar, a la luz de tus saetas que cruzan, al resplandor de tu refulgente lanza. Con ira pisas la tierra, con furor pisoteas las naciones. […] Caminas en el mar con tus caballos, sobre la mole de las muchas aguas. Oí, y se conmovieron mis entrañas; al oír la voz temblaron mis labios. Pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremecí. Tranquilo espero el día de la angustia que vendrá sobre el pueblo que nos ataca» (3:3-6, 10-12, 15-16). ¿De qué habla el profeta? ¿De la “segunda venida” de Cristo? ¿De la “tercera”? ¿De los agujeros dejados por la crucifixión en las manos o las muñecas de Jesús? ¿De algún terremoto? ¿De caballitos de mar? ¿Anuncia la angustia de alguna bestia apocalíptica? En realidad, el pasaje no habla de nada de todo ello. En gran parte, el texto no es ni tan siquiera predicción, sino más bien repaso de la historia de Israel: se suele interpretar que la referencia a Temán y Parán alude a la promulgación de la ley en Sinaí (Deut. 33:2); que las referencias a Cusán y Madián (vers. 7) aluden a la época de los jueces y que lo dicho del sol y la luna se refiere al “día largo” de Josué; los caballos sobre los que Dios caminó en el mar, «sobre la mole de las muchas aguas» probablemente sean los vientos que acompañaron la división del mar Rojo al comienzo del éxodo. Lo dicho en el pasaje sobre el aplastamiento de reinos y enemigos no se realiza a través de portentos aparatosos de origen extraterrestre, sino a través de ejércitos terrenales.
Podrían ponerse más ejemplos, pero esta selección es más que suficiente para aprender una sencilla lección IRREFUTABLE: El lenguaje de los profetas es poético, y usa libremente figuras alusivas a convulsiones en el mundo natural para vaticinar convulsiones en la esfera humana (revoluciones, guerras, invasiones, carnicerías en campos de batalla, ruinas de ciudades, deportaciones, etc.).
No sacar este tipo de conclusiones, que son aplicables IGUALMENTE al Nuevo Testamento, ha traído incontables males a lo largo de los siglos. La imaginativa aplicación “literal” (y atolondrada) de tales predicciones llevó a incontables desengaños. Cuando los piadosos cristianos de la época de Teodosio y de emperadores posteriores constataron que la naturaleza física del mundo en el que vivían, convertido ya al cristianismo, distaba mucho de los cielos nuevos y la tierra nueva que ellos se habían imaginado, llegaron a la conclusión de que la parusía (entendida como un acontecimiento aparatoso) no se había producido en su momento (el siglo I) y que había quedado “postergada” hasta “el fin de los tiempos”, en un futuro impreciso (noción desconocida para la iglesia apostólica). Así se generaron todo tipo de perversiones interpretativas ridículas, como el futurismo y el historicismo, y algunos se aplicaron a fabricarse su propio “cielo” en la tierra, y de ahí surgieron los movimientos monacales. Y, después, se han venido propalando todo tipo de engaños con falaces predicaciones sobre una parusía PERPETUAMENTE “inminente”, según han “revelado” las supuestas “señales de los tiempos” a distintas pandillas de iluminados “entendidos”.
Y eso es lo que hay. Es obvio que este tipo de consideración causará gran consternación en las filas de los sectarios, pero, realmente, hay muy poco que puedan hacer para resistirla. En realidad, sus previsibles protestas, intentos de difamación y demás tácticas son, de antemano, irrisorias e impotentes. Cualquiera que se tome la molestia de leer los escritos de los profetas puede comprobar inmediatamente la verdad palmaria de lo aquí afirmado. Y ello supone el golpe de gracia para las sectas milenaristas y otros tipos de futurismo. Naturalmente, quien prefiera no leer la Biblia, o dejarse guiar por la “luz menor”, puede creer el cuento de hadas que estime oportuno; ello solo servirá para hacer crónica su impotencia y su incompetencia expositiva.
En buen número de pasajes, fundamentalmente en los escritos de los profetas, la Biblia presenta coloridas descripciones que anunciaban desastres venideros para las personas a las que se dirigieron. Veamos algunas de ellas.
El profeta Miqueas, que vivía en el reino de Judá hacia mediados del siglo VIII a.C., escribió lo siguiente al comienzo de su libro:
«Oíd, pueblos todos; está atenta, tierra, y cuanto hay en ti. Jehová, el Señor, el Señor desde su santo templo, sea testigo contra vosotros. Porque Jehová sale de su lugar, desciende y camina sobre las alturas de la tierra. Los montes se derretirán debajo de él y los valles se hendirán como la cera delante del fuego, como las aguas que corren por una pendiente» (1:2-4). ¡Impresionantes palabras!, ¿verdad? ¡Montes que se derriten bajo los “pies” de Dios! ¡Valles que se abren y por los que discurre el magma! ¿A qué se refiere? ¿A un reblandecimiento de la litosfera como consecuencia de un intenso bombardeo de neutrinos? ¿A la erupción del Krakatoa? ¿Al “fin del mundo”? ¿A los “tiempos finales”? ¿A la “segunda venida” de Cristo? ¿A la “tercera”? Los aficionados al género de la religión-ficción suelen dejar volar su imaginación en pos de tal tipo de “explicaciones”, sobre todo cuando son “ayudados” por su “luz menor” (esa que dicen que les lleva a una “luz mayor”), que les muestra “verdades especiales” para este “último tiempo”.
Afortunadamente, no es preciso que los creyentes en la Biblia nos dejemos atontar con tan necias y descabelladas interpretaciones. El propio Miqueas explicó a qué se refería su colorido lenguaje. El versículo 1 aclara: «Palabra de Jehová que fue dirigida a Miqueas de Moreset en los días de Jotam, Acaz y Ezequías, reyes de Judá; lo que vio sobre Samaria y Jerusalén». Los versículos 5 y siguientes repiten que, en efecto, lo antes descrito por el profeta se refiere a la ruina de ambas ciudades y de los reinos que representaban. ¡Se trata de una predicción de lo que había de acontecer en pocos años en Samaria, capital de Israel, y, más de un siglo después, en Jerusalén, capital de Judá! Entonces, ¿es que hubo una intensa orogénesis en este territorio en los tiempos, digamos, del rey Oseas de Israel o en los de Sedequías de Judá? En realidad, no. Aunque es seguro que hubo incendios y todo tipo de calamidades y conmociones geopolíticas cuando los ejércitos asirios y los babilonios invadieron y arrasaron aquellas tierras, no hubo ninguna montaña que se derritiese formando lava ni se abrió ningún valle que cambiase el paisaje. ¡La predicción se refería a operaciones militares extranjeras contra las poblaciones hebreas!
Veamos otro pasaje similar del libro de Isaías. Isaías vivió en los siglos VIII y VII a.C. Uno de los pasajes de dicho libro afirma: «He aquí el día de Jehová viene: día terrible, de indignación y ardor de ira, para convertir la tierra en soledad y raer de ella a sus pecadores. Por lo cual las estrellas de los cielos y sus luceros no darán su luz; el sol se oscurecerá al nacer y la luna no dará su resplandor. Castigaré al mundo por su maldad y a los impíos por su iniquidad; haré que cese la arrogancia de los soberbios y humillaré la altivez de los tiranos. Haré más precioso que el oro fino al varón y más que el oro de Ofir al ser humano. Porque haré estremecer los cielos y la tierra se moverá de su lugar por la indignación de Jehová de los ejércitos, en el día del ardor de su ira» (13:9-13). ¿De qué habla este pasaje? ¿Del “día oscuro” que en 1780 sorprendió a algún pazguato de Nueva Inglaterra? ¿Del “milenio”? Ni lo uno ni lo otro. Un análisis del contexto revela que el profeta está vaticinando la caída de Babilonia, capital de los caldeos (vers. 19) ante los “medos” (vers. 17). El versículo 16 describe gráficamente la matanza de niños y la violación de mujeres de Babilonia que acompañarían a la captura de la ciudad. Es decir, ese lenguaje de anomalías celestes no se refiere a ninguna lluvia de meteoritos, sino a la destrucción del poderío de una ciudad de Mesopotamia en tiempos ya remotos.
Otro de los pasajes del libro de Isaías afirma: «Acercaos, naciones, juntaos para oír; y vosotros, pueblos, escuchad. Oiga la tierra y cuanto hay en ella, el mundo y todo lo que él produce. Porque Jehová está airado contra todas las naciones, indignado contra todo el ejército de ellas; las destruirá y las entregará al matadero. Los muertos de ellas serán arrojados, de sus cadáveres subirá el hedor y los montes se disolverán con la sangre de ellos. Todo el ejército de los cielos se disolverá, y se enrollarán los cielos como un libro; y caerá todo su ejército como se cae la hoja de la parra, como se cae la de la higuera. Porque en los cielos se embriagará mi espada» (34:1-5). ¿De qué habla este pasaje? ¿De una lluvia de Leónidas? ¿De la “segunda venida”? ¿Del “milenio”? De nada de todo ello. El pasaje continúa inmediatamente así: «descenderá sobre Edom para juicio, y sobre el pueblo de mi maldición. Llena está de sangre y de grasa la espada de Jehová: sangre de corderos y de machos cabríos, grasa de riñones de carneros, porque Jehová tiene sacrificios en Bosra y una gran matanza en tierra de Edom. Con ellos caerán búfalos, toros y becerros. Su tierra se embriagará de sangre y su polvo se llenará de grasa. Porque es día de venganza de Jehová, año de retribuciones en el pleito de Sión. Sus arroyos se convertirán en brea, su polvo en azufre y su tierra en brea ardiente. No se apagará de noche ni de día, sino que por siempre subirá su humo; de generación en generación quedará desolada y nunca jamás pasará nadie por ella» (vers. 5-10). O sea, todo ese lenguaje de estrellas que se disuelven, del cielo que se enrolla y de la sangre que derrite los montes se refiere a la desolación de Idumea en la antigüedad.
Otro pasaje que emplea un lenguaje similar fue escrito por el profeta Nahúm en la primera mitad del siglo VII a.C. Dice el profeta al comienzo de su libro: « Jehová marcha sobre la tempestad y el torbellino, y las nubes son el polvo de sus pies. Amenaza al mar y lo seca, y agota todos los ríos; el Basán y el Carmelo languidecen, y la flor del Líbano se marchita. Ante él tiemblan los montes, y los collados se derriten. La tierra se conmueve en su presencia, el mundo y todos los que en él habitan. ¿Quién puede resistir su ira? ¿Quién quedará en pie ante el ardor de su enojo? Su ira se derrama como fuego y ante él se quiebran las peñas» (1:3-6). ¿Se refiere Nahúm al “fin del mundo”? ¿A la “segunda venida” o cosa semejante? En realidad, no. El libro de Nahúm es una profecía sobre la cercanía de la destrucción de la antigua Nínive a manos de los medos. Nuevamente, el lenguaje metafórico del profeta anuncia operaciones militares contra una ciudad asiria.
Veamos otro llamativo pasaje, esta vez obra de Habacuc, quien escribió lo siguiente hacia el último tercio del siglo VII a.C.: «Dios viene de Temán; el Santo, desde el monte Parán. […] Su gloria cubrió los cielos, la tierra se llenó de su alabanza. Su resplandor es como la luz. Rayos brillantes salen de su mano; allí está escondido su poder. Delante de su rostro va la mortandad, y tras sus pies salen carbones encendidos. Se levanta y mide la tierra; mira, y se estremecen las naciones. Los montes antiguos se desmoronan, los collados antiguos se derrumban; pero sus caminos son eternos. […] Te ven los montes y temen; pasa la inundación; el abismo deja oír su voz y alza sus manos a lo alto. El sol y la luna se detienen en su lugar, a la luz de tus saetas que cruzan, al resplandor de tu refulgente lanza. Con ira pisas la tierra, con furor pisoteas las naciones. […] Caminas en el mar con tus caballos, sobre la mole de las muchas aguas. Oí, y se conmovieron mis entrañas; al oír la voz temblaron mis labios. Pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremecí. Tranquilo espero el día de la angustia que vendrá sobre el pueblo que nos ataca» (3:3-6, 10-12, 15-16). ¿De qué habla el profeta? ¿De la “segunda venida” de Cristo? ¿De la “tercera”? ¿De los agujeros dejados por la crucifixión en las manos o las muñecas de Jesús? ¿De algún terremoto? ¿De caballitos de mar? ¿Anuncia la angustia de alguna bestia apocalíptica? En realidad, el pasaje no habla de nada de todo ello. En gran parte, el texto no es ni tan siquiera predicción, sino más bien repaso de la historia de Israel: se suele interpretar que la referencia a Temán y Parán alude a la promulgación de la ley en Sinaí (Deut. 33:2); que las referencias a Cusán y Madián (vers. 7) aluden a la época de los jueces y que lo dicho del sol y la luna se refiere al “día largo” de Josué; los caballos sobre los que Dios caminó en el mar, «sobre la mole de las muchas aguas» probablemente sean los vientos que acompañaron la división del mar Rojo al comienzo del éxodo. Lo dicho en el pasaje sobre el aplastamiento de reinos y enemigos no se realiza a través de portentos aparatosos de origen extraterrestre, sino a través de ejércitos terrenales.
Podrían ponerse más ejemplos, pero esta selección es más que suficiente para aprender una sencilla lección IRREFUTABLE: El lenguaje de los profetas es poético, y usa libremente figuras alusivas a convulsiones en el mundo natural para vaticinar convulsiones en la esfera humana (revoluciones, guerras, invasiones, carnicerías en campos de batalla, ruinas de ciudades, deportaciones, etc.).
No sacar este tipo de conclusiones, que son aplicables IGUALMENTE al Nuevo Testamento, ha traído incontables males a lo largo de los siglos. La imaginativa aplicación “literal” (y atolondrada) de tales predicciones llevó a incontables desengaños. Cuando los piadosos cristianos de la época de Teodosio y de emperadores posteriores constataron que la naturaleza física del mundo en el que vivían, convertido ya al cristianismo, distaba mucho de los cielos nuevos y la tierra nueva que ellos se habían imaginado, llegaron a la conclusión de que la parusía (entendida como un acontecimiento aparatoso) no se había producido en su momento (el siglo I) y que había quedado “postergada” hasta “el fin de los tiempos”, en un futuro impreciso (noción desconocida para la iglesia apostólica). Así se generaron todo tipo de perversiones interpretativas ridículas, como el futurismo y el historicismo, y algunos se aplicaron a fabricarse su propio “cielo” en la tierra, y de ahí surgieron los movimientos monacales. Y, después, se han venido propalando todo tipo de engaños con falaces predicaciones sobre una parusía PERPETUAMENTE “inminente”, según han “revelado” las supuestas “señales de los tiempos” a distintas pandillas de iluminados “entendidos”.
Y eso es lo que hay. Es obvio que este tipo de consideración causará gran consternación en las filas de los sectarios, pero, realmente, hay muy poco que puedan hacer para resistirla. En realidad, sus previsibles protestas, intentos de difamación y demás tácticas son, de antemano, irrisorias e impotentes. Cualquiera que se tome la molestia de leer los escritos de los profetas puede comprobar inmediatamente la verdad palmaria de lo aquí afirmado. Y ello supone el golpe de gracia para las sectas milenaristas y otros tipos de futurismo. Naturalmente, quien prefiera no leer la Biblia, o dejarse guiar por la “luz menor”, puede creer el cuento de hadas que estime oportuno; ello solo servirá para hacer crónica su impotencia y su incompetencia expositiva.