“no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre…” Heb 10:25.
He aquí una breve cita tantísimas veces citada ¡valga la redundancia!
Sea que se nos hubiese aplicado o que nosotros mismos la usásemos para animar a otros, lo cierto es que ha cobrado tinte de dogma. Siendo claramente escritural ¿quién se atrevería a tenerla en poco?
Lamentablemente, es raro que se cite el versículo anterior: “Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras” (Heb 10:24), lo que es gracioso ¡pues de una iglesia así nadie querrá privarse! Con tan pocas palabras se nos describe una iglesia viva y que imparte vida.
Es cierto que no están dadas hoy las cosas en nuestra moderna sociedad para integrar una comunidad como la primitiva iglesia en Jerusalem (Hch 2:43-47; 3:32,33), pero al menos hay rasgos típicos de aquella que bien podrían darse en una congregación. Además, de hurgar en la historia del cristianismo, se podrá comprobar que así ha sucedido muchísimas veces dando origen a tremendos avivamientos espirituales. De una iglesia que arde espiritualmente, no hay brasa que quiera apartarse para acabar afuera apagándose.
Lo primero que conviene distinguir, es que no es lo mismo congregarse como iglesia que “asistir a la iglesia”, lo que es también un dicho impropio, porque a la iglesia NO SE VA ¡iglesia SE ES! “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18:20).
En muchas partes esto se hace patente las mañanas del domingo, habiéndome sorprendido este “deporte espiritual” transitando por la ruta en ciudades de los Estado Unidos. Visto el edificio de una “iglesia” (ya sabemos que el edificio no lo es sino la asamblea de los hermanos reunidos), contiguo al mismo aparece atestado de vehículos el lugar de aparcamiento. Las familias descienden de sus coches formal y elegantemente vestidos (lo que está muy bien); saludan a los que estuvieran en la puerta; entran, se sientan y permanecen sentados, silenciosos y reverentes, esperando el comienzo del culto. Se paran y vuelven a sentar tantas veces como quien dirija esa parte de la reunión los invite a ello. No se ven las caras sino las nucas de los que están sentados adelante. Oyen el sermón, dicen algún amén que otro, cantan y gachas las cabezas, de ojos cerrados comparten las oraciones. En algunos lugares, pasan bolsas de mano en mano para depositar sus ofrendas o las recogen en bandejas. Concluida la reunión, se paran, salen con cierta prisa, saludando apenas a algunos que otros que se juntan a la salida. El apuro es solo para llegar a tiempo al restaurante para conseguir mesa. Esos lugares se ven también atestados por estas elegantes familias. Luego volverán a casa para cambiarse de ropa y concurrir a algún campo deportivo. Todos ellos están bien convencidos de que se están congregando como Dios manda. En realidad, NO SE CONGREGAN, solo ASISTEN. Pero impuesta la costumbre ¿quién los convencerá?
Jamás me animaría a cuestionar la práctica de escuchar periódicamente la exposición de la Palabra de Dios; entonar himnos y cánticos espirituales y orar todos juntos. Que la comunión fraternal no pase de intercambiar sonrisas y algunos apretones de mano, siempre será mejor que nada.
Hay lugares y ocasiones en que las cosas pueden ser todavía notoriamente negativas. Ya en el primer siglo Pablo debía reprochar a los corintios: “no os congregáis para lo mejor, sino para lo peor” (1Co 11:17). Cuesta creer que con tantos elogios que el apóstol distingue a los corintios tuviera que decirles algo tan grave. ¡Congregarse para lo peor! ¿Pero podrá ser eso posible? Es inaudito, pero sin embargo, en algunos lugares así ha acontecido.
He aquí una breve cita tantísimas veces citada ¡valga la redundancia!
Sea que se nos hubiese aplicado o que nosotros mismos la usásemos para animar a otros, lo cierto es que ha cobrado tinte de dogma. Siendo claramente escritural ¿quién se atrevería a tenerla en poco?
Lamentablemente, es raro que se cite el versículo anterior: “Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras” (Heb 10:24), lo que es gracioso ¡pues de una iglesia así nadie querrá privarse! Con tan pocas palabras se nos describe una iglesia viva y que imparte vida.
Es cierto que no están dadas hoy las cosas en nuestra moderna sociedad para integrar una comunidad como la primitiva iglesia en Jerusalem (Hch 2:43-47; 3:32,33), pero al menos hay rasgos típicos de aquella que bien podrían darse en una congregación. Además, de hurgar en la historia del cristianismo, se podrá comprobar que así ha sucedido muchísimas veces dando origen a tremendos avivamientos espirituales. De una iglesia que arde espiritualmente, no hay brasa que quiera apartarse para acabar afuera apagándose.
Lo primero que conviene distinguir, es que no es lo mismo congregarse como iglesia que “asistir a la iglesia”, lo que es también un dicho impropio, porque a la iglesia NO SE VA ¡iglesia SE ES! “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18:20).
En muchas partes esto se hace patente las mañanas del domingo, habiéndome sorprendido este “deporte espiritual” transitando por la ruta en ciudades de los Estado Unidos. Visto el edificio de una “iglesia” (ya sabemos que el edificio no lo es sino la asamblea de los hermanos reunidos), contiguo al mismo aparece atestado de vehículos el lugar de aparcamiento. Las familias descienden de sus coches formal y elegantemente vestidos (lo que está muy bien); saludan a los que estuvieran en la puerta; entran, se sientan y permanecen sentados, silenciosos y reverentes, esperando el comienzo del culto. Se paran y vuelven a sentar tantas veces como quien dirija esa parte de la reunión los invite a ello. No se ven las caras sino las nucas de los que están sentados adelante. Oyen el sermón, dicen algún amén que otro, cantan y gachas las cabezas, de ojos cerrados comparten las oraciones. En algunos lugares, pasan bolsas de mano en mano para depositar sus ofrendas o las recogen en bandejas. Concluida la reunión, se paran, salen con cierta prisa, saludando apenas a algunos que otros que se juntan a la salida. El apuro es solo para llegar a tiempo al restaurante para conseguir mesa. Esos lugares se ven también atestados por estas elegantes familias. Luego volverán a casa para cambiarse de ropa y concurrir a algún campo deportivo. Todos ellos están bien convencidos de que se están congregando como Dios manda. En realidad, NO SE CONGREGAN, solo ASISTEN. Pero impuesta la costumbre ¿quién los convencerá?
Jamás me animaría a cuestionar la práctica de escuchar periódicamente la exposición de la Palabra de Dios; entonar himnos y cánticos espirituales y orar todos juntos. Que la comunión fraternal no pase de intercambiar sonrisas y algunos apretones de mano, siempre será mejor que nada.
Hay lugares y ocasiones en que las cosas pueden ser todavía notoriamente negativas. Ya en el primer siglo Pablo debía reprochar a los corintios: “no os congregáis para lo mejor, sino para lo peor” (1Co 11:17). Cuesta creer que con tantos elogios que el apóstol distingue a los corintios tuviera que decirles algo tan grave. ¡Congregarse para lo peor! ¿Pero podrá ser eso posible? Es inaudito, pero sin embargo, en algunos lugares así ha acontecido.