El encuentro decisivo con Cristo

28 Enero 2001
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El encuentro supremo entre Dios y el hombre tiene lugar en Jesucristo, la Palabra divina, que se hace carne y pone su morada entre nosotros.
La revelación definitiva de Dios -como observaba en el siglo II san Ireneno, obispo de Lyon-, se cumplió "cuando el Verbo se hizo hombre, haciéndose semejante al hombre y al hombre semejante a él, para que, a través de la semejanza con el Hijo, el hombre llegara a ser precioso ante los ojos del Padre". Este abrazo íntimo entre la divinidad y la humanidad, que san Bernardo compara con el "beso" del que habla el Cantar de los Cantares, se da entre la persona de Cristo y quien entra en contacto con él.
Es un encuentro que tiene lugar en la vida cotidiana, en el tiempo y en el espacio. Es sugerente, en este sentido, que en el Evangelio de Juan (1, 35 y 42) encontremos una indicación cronológica precisa de un día y de una hora, de una localidad y de una casa, en la que residía Jesús. Hombres de vida sencilla son transformados, incluso en su mismo nombre, por aquel encuentro. Una vida atravesada por Cristo significa, de hecho, un profundo cambio en la propia historia cotidiana y en los propios proyectos. Cuando aquellos pescadores de Galilea se encuentran con Jesús en la playa del lago y escuchan su llamada, "llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron"". Es un cambio radical que no admite titubeos y encamina por una senda llena de dificultades, pero es sumamente liberador: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame".
Cuando Cristo se cruza con la vida de una persona, provoca inquietud en su conciencia, lee en su corazón, como sucede con la Samaritana, a quien le dice "todo lo que ha hecho". En especial, hace brotar el arrepentimiento y el amor, como le sucede a Zaqueo, quien da la mitad de sus bienes a los pobres y restituye cuatro veces más de lo que ha defraudado. Lo mismo le sucede a la pecadora arrepentida a la que se le perdonan los pecados "porque ha amado mucho" y a la adúltera a quien, en lugar de juzgarla, la exhorta a llevar una nueva existencia lejos del pecado. El encuentro con Jesús es semejante a una regeneración: da origen a la nueva criatura, capaz de un verdadero culto, que consiste en la adoración del Padre "en espíritu y en verdad".
Encontrar a Cristo en la senda de la propia vida, significa con frecuencia encontrar la curación física. A sus mismos discípulos Jesús les confiará la misión de anunciar el reino de Dios, la conversión y el perdón de los pecados, pero también la de curar a los enfermos, liberar de todo mal, consolar y apoyar. De hecho, los discípulos "predicaban la conversión, expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban". Cristo ha venido para buscar, encontrar y salvar al hombre entero. Como condición para la salvación, Jesús exige la fe, con la que uno se abandona plenamente a Dios, que actúa en él. De hecho, a la mujer que padecía flujo de sangre y, que como última esperanza había tocado la orla de su manto, le dice "Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad".
La venida de Cristo entre nosotros tiene como fin llevarnos al Padre. De hecho, "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado". Esta revelación histórica, hecha por Jesús, con gestos y palabras, nos llega a nosotros a través de la acción interior del Padre y la iluminación del Espíritu Santo. De este modo, se da una comunión trinitaria que comienza ya durante la existencia terrena y que tiene como meta la plenitud de la visión, cuando "seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es".
Ahora Cristo sigue caminando junto a nosotros a través de los senderos de la historia, en virtud de su promesa: "he aquí que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo". Está presente a a través de su Palabra, Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente, como sucedió en el caso de los apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la obediencia, es decir la escucha que cambia la vida. El cristiano se alimenta cada día del pan de la Palabra. Privado de él, está como muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo.

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Pues notorio es que sois carta de Cristo, expedida por nosotros mismos, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne que son vuestros
corazones.
2ª Corintios 3,3
 
¿Que es un carismatico renovado?