Sin duda, la misión que en nuestro tiempo y en nuestro mundo más trabajo cuesta realizar, es el consuelo. Consolar a quien acaba de sufrir un gran dolor es extremadamente difícil, por que nuestro corazón, desgraciadamente, no está precisamente sobrado para hacerlo.
Si me permiten una confidencia, les diré que yo muchas veces, me siento totalmente desarmado, sin saber que decir, ante el dolor de cualquier persona y temo que al pronunciar alguna palabra de aliento, no sea la adecuada o resulte vacía e inútil, cuando pienso que a veces lo importante y fundamental es callar y simple y llanamente, acompañarle sin malgastar ninguna palabra que no se sienta completamente, tendiendo muy en cuenta que en realidad solo Dios sabe consolar, para que vuelva a brillar la luz en su alma ensombrecida, como nos lo recordaba el Profeta Isaías: “Quiero consolaros, como consuela una madre”.
Pero si este dolor se produce en el entorno de unos buenos amigos que han sufrido esa terrible enfermedad como es el alzheimer, en la persona de Myriam de cincuenta y cuatro años de edad, la amada esposa de mi buen amigo y compañero Juan Enrique, la situación es mucho más dolorosa.
A mi viejo amigo le conozco hace más de treinta años. Ejercíamos la misma profesión en distintos laboratorios farmacéuticos, sin embargo coincidíamos en los mimos lugares de trabajo casi a diario. Desde siempre nos llevamos bien y nos teníamos simpatía, llegando a mantener una bonita amistad. Juan Enrique era una persona sencilla, cordial, correcta y amante de su esposa y de sus dos hijas.
Nuestra buena amistad, nos permitió involucrar a las respectivas familias, pasando ratos muy agradables, visitándonos con frecuencia y compartiendo mesa en cualquier restaurante. Recuerdo incluso que algún año disfrutamos las dos familias juntas, nuestras vacaciones de verano.
Myriam, fue afectada por esa cruel enfermedad de repente, en silencio y casi sin esperarla, como ocurre en esta clase de enfermedades irreversibles, dejando sumidos en el mayor de los dolores a su esposo e hijas.
He de confesar que estoy sufriendo en lo más profundo de mi corazón, la triste situación por la que pasan mis amigos. No he podido superar, los maravillosos recuerdos que me dejó una Myriam, alegre, divertida y optimista, cuando ahora pasa por mi lado y apenas percibe ese beso de cariño y esperanza que con los ojos humedecidos, dejo sellar en su rostro, mientras encerrada en su mundo continua su viaje a ninguna parte.
Y me faltan fuerzas para sin caer en la retórica, consolar a mi viejo amigo Juan Enrique y decirle que la enfermedad, es una parte de la naturaleza humana, que está ahí, pero que el ánimo no debe caer, aunque los humanos estemos tan indefensos ante los dolores del alma.
Que en estos momentos de angustia y desaliento, cuando la persona más necesita que le escuchen con el corazón para aligerarle el peso de su dolor y no le enferme su corazón, me gustaría le sirvieran de consuelo, las palabras dirigidas por Jesús al Padre en el huerto de Getsemaní: “Ojalá pasara de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Yo le diría, que seguramente ahora le llegarán algunas nostalgias que le traerán inevitables tristezas, recordando el pasado. Pero eso, pienso yo, también es vivir, amando lo que has vivido y abrazándote a ello, considerar que todo es posible conseguirlo con voluntad para seguir viviendo el presente y sobre todo para encarar el futuro, no como un sueño imposible, sino como una realidad que está en tu mano.
Creo sinceramente, que lo más necesario para mi buen amigo, sería llegar a la conclusión esperanzada de entender que el problema que ha llegado a su hogar, debe tratar de llevarlo con la mayor vitalidad posible, en beneficio propio y en el de sus dos hijas, confiando en el catedrático investigador del centro molecular Severo Ochoa de Madrid, que afirma que la solución del alzheimer, aunque parezca lejana, está en camino. Y por supuesto entregándose en las manos de Dios, de ese Dios Todopoderoso que a la vez es inmensamente Misericordioso.
Así las cosas, estoy convencido de que lo importante a veces no son las palabras de consuelo, repetidas incansablemente por quienes le rodean, sino el acercamiento personal y sincero que le pueda ayudar a seguir adelante, intentando no olvidar tampoco, ese tiempo pasado, ese tiempo que quizás fue mejor, pero que indudablemente formó parte de su vida.
Si me permiten una confidencia, les diré que yo muchas veces, me siento totalmente desarmado, sin saber que decir, ante el dolor de cualquier persona y temo que al pronunciar alguna palabra de aliento, no sea la adecuada o resulte vacía e inútil, cuando pienso que a veces lo importante y fundamental es callar y simple y llanamente, acompañarle sin malgastar ninguna palabra que no se sienta completamente, tendiendo muy en cuenta que en realidad solo Dios sabe consolar, para que vuelva a brillar la luz en su alma ensombrecida, como nos lo recordaba el Profeta Isaías: “Quiero consolaros, como consuela una madre”.
Pero si este dolor se produce en el entorno de unos buenos amigos que han sufrido esa terrible enfermedad como es el alzheimer, en la persona de Myriam de cincuenta y cuatro años de edad, la amada esposa de mi buen amigo y compañero Juan Enrique, la situación es mucho más dolorosa.
A mi viejo amigo le conozco hace más de treinta años. Ejercíamos la misma profesión en distintos laboratorios farmacéuticos, sin embargo coincidíamos en los mimos lugares de trabajo casi a diario. Desde siempre nos llevamos bien y nos teníamos simpatía, llegando a mantener una bonita amistad. Juan Enrique era una persona sencilla, cordial, correcta y amante de su esposa y de sus dos hijas.
Nuestra buena amistad, nos permitió involucrar a las respectivas familias, pasando ratos muy agradables, visitándonos con frecuencia y compartiendo mesa en cualquier restaurante. Recuerdo incluso que algún año disfrutamos las dos familias juntas, nuestras vacaciones de verano.
Myriam, fue afectada por esa cruel enfermedad de repente, en silencio y casi sin esperarla, como ocurre en esta clase de enfermedades irreversibles, dejando sumidos en el mayor de los dolores a su esposo e hijas.
He de confesar que estoy sufriendo en lo más profundo de mi corazón, la triste situación por la que pasan mis amigos. No he podido superar, los maravillosos recuerdos que me dejó una Myriam, alegre, divertida y optimista, cuando ahora pasa por mi lado y apenas percibe ese beso de cariño y esperanza que con los ojos humedecidos, dejo sellar en su rostro, mientras encerrada en su mundo continua su viaje a ninguna parte.
Y me faltan fuerzas para sin caer en la retórica, consolar a mi viejo amigo Juan Enrique y decirle que la enfermedad, es una parte de la naturaleza humana, que está ahí, pero que el ánimo no debe caer, aunque los humanos estemos tan indefensos ante los dolores del alma.
Que en estos momentos de angustia y desaliento, cuando la persona más necesita que le escuchen con el corazón para aligerarle el peso de su dolor y no le enferme su corazón, me gustaría le sirvieran de consuelo, las palabras dirigidas por Jesús al Padre en el huerto de Getsemaní: “Ojalá pasara de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Yo le diría, que seguramente ahora le llegarán algunas nostalgias que le traerán inevitables tristezas, recordando el pasado. Pero eso, pienso yo, también es vivir, amando lo que has vivido y abrazándote a ello, considerar que todo es posible conseguirlo con voluntad para seguir viviendo el presente y sobre todo para encarar el futuro, no como un sueño imposible, sino como una realidad que está en tu mano.
Creo sinceramente, que lo más necesario para mi buen amigo, sería llegar a la conclusión esperanzada de entender que el problema que ha llegado a su hogar, debe tratar de llevarlo con la mayor vitalidad posible, en beneficio propio y en el de sus dos hijas, confiando en el catedrático investigador del centro molecular Severo Ochoa de Madrid, que afirma que la solución del alzheimer, aunque parezca lejana, está en camino. Y por supuesto entregándose en las manos de Dios, de ese Dios Todopoderoso que a la vez es inmensamente Misericordioso.
Así las cosas, estoy convencido de que lo importante a veces no son las palabras de consuelo, repetidas incansablemente por quienes le rodean, sino el acercamiento personal y sincero que le pueda ayudar a seguir adelante, intentando no olvidar tampoco, ese tiempo pasado, ese tiempo que quizás fue mejor, pero que indudablemente formó parte de su vida.