Cuando escribo estos sencillos artículos y cuento historias de buenas gentes, con frecuencia suelo recibir mensajes de amigos que me dicen que eso que escribo o son fábulas que yo me invento o son casos extrañísimos que suceden tristemente muy de tarde en tarde. Porque según ellos, la actitud normal entre los hombres suele ser conformista o egoísta.
Sin embargo, estoy convencido que lo que ocurre es que la bondad tiene poca o muy mala prensa y no es noticiable y solo los asesinos, maltratadores y delincuentes son los que acaparan la mayoría de las noticias en los medios de información.
Está claro. El amor y las buenas personas permanecen invisibles. Si una madre maltrata a su hijo nos enteramos todos y si cinco millones de madres se sacrifican por los suyos, nadie habla de ello.
Yo recuerdo que en mis tiempos de juventud, al menos en los países desarrollados, existía una resignación abrumada de fe que nos consolaba poniendo la incidencia en manos de Dios a través de esa célebre frase “que sea lo que Dios quiera”, incluso si la tragedia arrastraba la muerte de un niño miembro de la familia nos consolábamos de su pérdida pensando: “Dios, así lo ha querido”-
Para mi, la muerte siempre es terrible aunque creas que te encuentras preparado para recibirla tanto para ti como para familiares o personas cercanas. Pero dentro de esta desgracia, la muerte de un niño de cualquier edad es todavía más terrible. Y con mayor grado cuando a través de los medios informativos te enteras que por países subdesarrollados donde impera la miseria, se siguen muriendo niños casi masivamente. Niños, que mueren de hambre, de frio y de infinidad de enfermedades que los mayores no pueden combatir por falta de medios.
Todo esto me obliga a dar continuamente gracias a Dios elevando mis oraciones al cielo para pedirle que acoja en su seno a todos los que mueren, especialmente niños, así como solicitar su perdón cuando me preocupa excesivamente y me hace templar ese pequeño constipado que sufre alguno de mis nietecillo, aunque sea lo más normal del mundo.
O cuando mi amigo Enrique, me dice que su último nieto –aunque haga el número seis- ha nacido con alguna anomalía en el pulmón o en el corazón y me haga exclamar: Dios mío, por qué tanto sufrimiento en esas criaturas tan inocentes que vienen a este mundo a enseñarnos a amar con su pureza y su bondad.
No obstante, estoy totalmente convencido de que allá en las altas, altísimas alturas donde divisamos el cielo azul y estrellado, Dios recibirá con un abrazo especial a todos los niños que prematuramente hayan dejado este mundo, convirtiéndolos en angelitos blancos, negros o mulatos que le rogarán por todos nosotros.
Aquí en la tierra rezaremos por ellos teniendo siempre presente lo que decía Séneca: “Los muertos siempre siguen viviendo en el recuerdo de los vivos”.