EL ARREPENTIMIENTO DE LOS CREYENTES
"Arrepentíos, y creed al Evangelio." - Marcos 1:15.
1. Generalmente se cree que la fe y el arrepentimiento son nada más la puerta de la salvación; que son necesarios solamente en el comienzo de nuestra carrera cristiana. ¿O acaso no exhorta el Apóstol a los cristianos, a que vayan "adelante a la perfección, no echando otra vez el fundamento del arrepentimiento y de la fe" (Hebreos 6:1)?
2. Y no cabe duda que esto es cierto, que hay un arrepentimiento y una fe imprescindibles en el principio; a saber, un arrepentimiento que es la convicción de nuestra completa pecaminosidad y culpabilidad e incapacidad, y que este arrepentimiento es necesario para que podamos recibir el Reino de Dios, ese reino espiritual que dice el Señor Jesús que está dentro de nosotros (Lucas 19:21); y una fe que es el medio por el cual recibimos este Reino, que es "justicia y paz y gozo por el Espíritu Santo" (Romanos 14:17).
3. Pero, a pesar de esto, también hay una fe y un arrepentimiento, indispensables en cada etapa de nuestra carrera cristiana, y sin ellos, no es posible que corramos la carrera que nos es propuesta. Y este arrepentimiento y esta fe son tan necesarios para que continuemos y crezcamos en la gracia, como aquel arrepentimiento y aquella fe lo fueron para que entráramos en el Reino de Dios.
Más, ¿en qué sentido debemos nosotros arrepentirnos y creer después de haber sido justificados? Cuestión muy importante es ésta, y digna de la mayor atención.
I. EN QUE SENTIDO DEBE ARREPENTIRSE EL CREYENTE
1. El arrepentimiento del creyente es una especie de conocimiento de uno mismo, a saber, la conciencia de que somos pecadores, sí, pecadores culpables a incapaces, si bien sabemos que somos hijos de Dios.
2. Cuando hallamos por vez primera la redención en la sangre de Jesús, cuando el amor de Dios se derrama por vez primera en nuestro corazón, es natural que supongamos que ya no somos pecadores, y que todos nuestros pecados no sólo están cubiertos, sino también destruidos. Como ya no sentimos ninguna maldad en nuestro corazón, fácilmente creemos que ya no la hay en él. Y algunas personas sinceras llegan aun a imaginar esto, no sólo en el comienzo de la vida cristiana, sino también todo el tiempo después, creyendo erróneamente estar enteramente santificadas, cuando sólo estaban justificadas; y esto, a pesar del claro testimonio de la Escritura, la razón, y la experiencia.
Pero, si bien reconocemos que "todo aquel que cree, es nacido de Dios" (1 Juan 5:1), y que "cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado" (3:9), sin embargo, esto no significa que no siente el pecado dentro de su corazón; es cierto, ya no prevalece el pecado, pero allí permanece. Y la convicción del pecado que aún queda en nuestro corazón, es parte muy importante del arrepentimiento del cual estamos ahora tratando.
El pecado en el creyente
3. Porque aquel que imaginaba que todo pecado había desaparecido, no tarda mucho tiempo en sentir que aún hay orgullo en su corazón. Y tiene que --convencerse de que en muchos sentidos, ha tenido "más alto concepto de sí que el que debe tener" (Romanos 12:3), y que se ha alabado a sí mismo con soberbia espiritual, de algo que debiera provocarlo más bien a humildad, puesto que lo ha recibido de la gracia de Dios. Y sin embargo, a pesar de que ahora reconoce este orgullo, siente que no ha caído del favor divino.
4. Y tampoco tarda mucho en sentir que su corazón es voluntarioso, rebelde a la voluntad de Dios. La voluntad es parte de nuestra naturaleza humana; nuestro mismo bendito Salvador tuvo voluntad como hombre, o de otra manera: no hubiera sido hombre verdadero. Pero su voluntad humana siempre estuvo sujeta a la voluntad de su Padre; en todo momento y en toda ocasión, y aun en su más profunda aflicción, él podía decir: "No como yo quiero, sino como tú." (Mateo 26:39.)
Mas esto no pasa siempre, ni aun con el verdadero creyente en Cristo, sino que se siente frecuentemente que su voluntad se opone a la voluntad de Dios: desea ciertas cosas que son agradables a su naturaleza pero que desagradan a Dios; y en cambio, desea eludir ciertas cosas que son dolorosas a su naturaleza, pero que Dios quiere para provecho de él. El hecho de que el creyente, por muy firme que permanezca en la fe, tenga que luchar contra esta caprichosa voluntad, demuestra que ella realmente existe, y que él tiene conciencia de ello.
5. Lo mismo se puede afirmar del amor del mundo. Es cierto que cuando el creyente pasa "de muerte a vida" (Juan 5:24), no desea nada más sino sólo a Dios, y que puede decir en verdad: "¿A quién tengo yo en los cielos? Y fuera de ti, nada deseo en la tierra." (Salmo 73:25.) Pero esto no dura mucho tiempo; en el transcurso del tiempo, el creyente sentirá, aunque sólo sea en fugaces momentos, "la concupiscencia de la carne", o "la concupiscencia de los ojos", o "1a vanagloria de 1a vida" (1 Juan 2:16).
Es más, si no vela y ora continuamente, el creyente sentirá que la concupiscencia revive en él y lucha por hacerlo caer hasta casi arrancar de él toda fuerza para resistir. Sentirá los asaltos de los deseos desordenados, la propensión a amar a la criatura más que al Creador, sea ésta hijo o hija, padre o madre, esposo o esposa o aun el amigo del alma. Sentirá, de mil maneras diversas, el deseo de las cosas y los placeres terrenales. Y en consecuencia, se olvidará de Dios al no buscar en él toda su felicidad, convirtiéndose así en "amador de los deleites más que de Dios" (2 Timoteo 3:4).
6. ¡Y de cuántas diversas maneras asalta al alma "la concupiscencia de los ojos"! Aun en trivialidades como el vestido y los muebles, cosas que jamás satisfarán el deseo del espíritu inmortal; y sin embargo, con todo y que ya hemos probado "las virtudes del siglo venidero" (Hebreos 6:5), ¡cuán fácil es que caigamos otra vez en estos bajos y torpes deseos!
7. ¡Y qué difícil es aún para los hijos de Dios, el dominar por completo "la soberbia de la vida"! Esta no es otra cosa que el deseo y el deleite que se halla en la "gloria de los hombres" (Juan 5:41); el deseo y el placer de ser alabado, el temor de ser criticado. Y junto con esto, "la soberbia de la vida" consiste también en avergonzarse uno de aquello en lo cual debiéramos glorificarnos; el temor al hombre, que tantas redes tiende al alma para hacerla caer.
Y bien, ¿dónde está el hombre, aun entre aquellos que parecen más firmes en la fe, que no halle en sí mismo una o todas estas malas disposiciones, aunque sólo sea fugazmente y en poca intensidad? Con ello basta para que reconozca que aún permanece la raíz del mal en su corazón.
Pecado en lo más profundo del corazón
8. ¿0 no es cierto que además de las malas disposiciones contrarias al amor de Dios que ya hemos citado, también sentimos malas disposiciones contrarias al amor de nuestro prójimo?
¿Acaso no hemos sentido celos y suspicacias y prejuicios? ¡El que de vosotros esté limpio de este pecado, arroje contra su prójimo la piedra el primero! ¿Jamás nos ha tocado, siquiera levemente, la envidia, la amargura, el resentimiento, especialmente cuando vemos que otro disfruta algún bien que nosotros deseamos y no hemos podido alcanzar? ¿Jamás ha palpitado en nosotros el agravio, cuando alguien nos ha ofendido, y especialmente cuando esta persona estaba muy cerca, de nuestro corazón? ¿0 que jamás hemos sentido el ímpetu de la venganza, ante la injusticia o la ingratitud? ¿Y todo esto no indica cuánto hay en nuestro corazón, que es contrario al amor de nuestro prójimo?
9. Y la codicia, la torpe ambición, ¿habrá alguno, aun entre los verdaderos hijos de Dios, que esté libre de ella? Yo creo que no hay una sola persona nacida de Dios, que no haya sentido algún tiempo después alguna de estas pasiones. Por tanto, podemos afirmar como verdad indubitable, que la codicia, igual que el orgullo y la obstinación y la cólera, permanecen en el corazón aun de aquellos que han sido justificados.
El testimonio de San Pablo
10. Justamente, a causa de esta experiencia, es que muchas personas serias se han inclinado a creer que la última parte del capítulo siete de los Romanos se refiere a los regenerados, a los que ya han sido "justificados gratuitamente por la redención que es en Cristo Jesús" (Romanos 3:24).
Y en este sentido tienen razón: todavía queda, aun en los justificados, una mente que en cierta medida es carnal. (¿0 no dice el mismo Apóstol a los creyentes de Corinto: "Vosotros sois carnales?” (1 Corintios 3:3,4.) Queda en los justificados un corazón siempre inclinado a la apostasía, siempre dispuesto a apartarse del Dios vivo; queda en el corazón cierta propensión al orgullo, a la obstinación, a la cólera, a 1a venganza, al deleite mundano, sí, a toda maldad. Queda tal raíz de amargura, que en cualquier momento de negligencia espiritual, puede brotar; en fin, queda tal profundidad de corrupción, que si no fuera por la clara revelación de Dios, jamás podríamos nosotros imaginar.
Pues bien, la convicción de todo este pecado que aún queda en el corazón, es parte del arrepentimiento que los creyentes deben ejercitar.
Otras formas de este arrepentimiento
11. Nos convencemos de que el pecado aún permanece en nuestro corazón, también porque lo percibimos en nuestras palabras; a la verdad, muchas de nuestras palabras no están nada más contaminadas de pecado, sino que son todas han pecado. A esta clase de palabras pertenece toda conversación falta de caridad, todo chisme, toda murmuración, y toda indiscreción.
12. Y aun si hubiera persona que nunca cayera en esta tentación,-¿acaso no caería en el pecado de hablar palabras ociosas (Mateo 12:36)? Y aun si jamás pronunciara tales palabras, ¿acaso podrá estar seguro de que nunca hubo ocio ni maldad en el ánimo de su corazón?
13. Y también nos convencemos de que el pecado aun permanece en nuestro corazón, porque lo percibimos en nuestras acciones. ¿0 acaso no tenemos conciencia de que muchos de nuestros actos no son a la gloria de Dios, y que muchas veces ni siquiera tenemos esta intención?
14. Todavía más, ¿acaso no nos percatamos de que hemos incurrido en el pecado de omisión? ¿0 acaso no sabemos que mil y mil veces hemos dejado de hacer lo bueno, lo mismo para con nuestro prójimo, que para con Dios?
15. Y además de estas omisiones, ¿acaso no descubrimos en nosotros tantos defectos interiores que no es posible enumerarlos? Defectos de toda clase, defectos de amor y defectos de fe, en lo que debemos a Dios; y defectos de amor y defectos de conducta, en lo que debemos a nuestro prójimo.
16. Y también la convicción de culpa es otra forma de este arrepentimiento. El hecho de que hayamos sido justificados por Dios mediante la fe, no significa que no merezcamos el castigo del pecado. Dios nos perdona en virtud de la sangre de la expiación, pero esto no nos libra de que seamos acreedores de la condenación del infierno.
La convicción de incapacidad
17. La certidumbre de completa incapacidad es otra forma del arrepentimiento de los creyentes.
En primer lugar, esto significa que los creyentes saben que no pueden concebir de sí mismos ni un solo pensamiento bueno, ni alentar de sí mismos ni un solo deseo bueno, ni pronunciar de sí mismos ni una cola palabra buena, ni hacer de sí mismos ni una sola obra buena.
18. Y, en segundo lugar, esta conciencia de completa incapacidad significa que los creyentes saben que no pueden en lo absoluto librarse a sí mismos de su orgullo, ni de su obstinación, ni de su amor al mundo, ni de su ira, ni de su innata propensión al pecado; y que no pueden tampoco librarse a sí mismos de las palabras ociosas, ni de la intención de decirlas, ni de los pecados de omisión, ni de los defectos de amor, ni de conciencia de culpa, ni de convicción de incapacidad.
19. Y si acaso hubiere persona que creyese que sólo con estar justificado, puede expulsar de su corazón estos pecados, que haga él mismo la prueba. Que vea si acaso puede, con la gracia que ha recibido, echar de sí mismo el orgullo, la obstinación o toda forma de pecado interior. Que vea si acaso puede librar sus palabras y sus acciones de toda contaminación de maldad, y no incurrir jamás en ningún pecado de omisión. Que vea si acaso puede suplir sus innumerables defectos de amor.
La segunda limpieza
20. Lo cierto es que tan evidente es esta verdad, que casi todos los hijos de Dios esparcidos por todo el orbe, y por mucho que difieran entre sí en lo que toca a otros asuntos, están de acuerdo enteramente en este particular: que si bien podemos resistir y aun dominar el pecado exterior y el pecado interior, y podemos debilitar a nuestros enemigos más y más cada día, sin embargo, no podemos expulsarlos. Ni con toda la gracia que nos es dada en la justificación, podemos nosotros extirparlos. Ni con toda la vigilancia y oración de que seamos capaces, podremos limpiar completamente nuestras manos y nuestro corazón.
Por cierto que no podremos; a no ser que plazca al Señor hablar otra vez a nuestro corazón diciéndonos por segunda vez: "Sé limpio." Y sólo así la lepra será limpia por completo. (Marcos 1:40-42). Solo así será destruida la raíz de maldad y la mente carnal; sólo así el pecado innato dejará de ser.
Pero si no existe esta segunda limpieza, si no hay tal libramiento instantáneo después de la justificación, si no hay más que la obra de limpieza gradual, entonces conformémonos, lo mejor que podamos, con seguir llenos de pecado hasta la muerte. Y si esto es así, entonces continuaremos mereciendo el castigo, porque es imposible librarnos de la culpa mientras que el pecado permanezca en nuestro corazón; es más, en rigor de justicia, todo lo que pensemos y hablemos y hagamos, aumentará constantemente nuestra culpabilidad.
II. EN QUE SENTIDO DEBE CREER EL CRISTIANO PARA SER LIMPIO DE TODO PECADO
1. Mientras no experimentemos este arrepentimiento, este conocimiento de nosotros mismos, no podremos progresar en la vida cristiana, porque mientras no tengamos conciencia de enfermedad, no buscaremos la salud. Entonces, si ya hay en nosotros este arrepentimiento, ahora nos falta creer al Evangelio.
2. También esta fe es diferente de aquella que necesitamos para la justificación. Ahora se exige creer las buenas nuevas de la gran salvación que Dios ha aparejado para todo el pueblo. Esta fe significa creer que aquel que es "el resplandor de la gloria de su Padre, y la misma imagen de su substancia", es poderoso para "salvar eternamente a los que por medio de él se allegan a Dios" (Hebreos 1:3; 7:25). Esta fe significa creer que él es poderoso para salvarte de todo el pecado que aún permanece en tu corazón; que él es poderoso para librarte de todo el pecado que se aferra a tus palabras y a tus acciones; que él es poderoso para salvarte de los pecados de omisión, y para suplir toda falta o defecto que haya en ti.
Ciertamente, para el hombre esto es imposible; pero para Dios hecho Hombre, todas las cosas son posibles, porque nada difícil hay para aquel que ha dicho: "Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra." (Mateo 28:18). Pero su sola omnipotencia no es el único cimiento para nuestra fe, sino que ésta, se apoya segura en sus inmutables promesas.
Y él lo ha prometido una y mil veces, y de la manera más clara y precisa. Así lo leemos en la Ley: "Y circuncidará el Señor tu Dios tu corazón, y el corazón de tu simiente, para que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma." (Deuteronomio 30:6). Así también en los Salmos: "Él redimirá a Israel" (su pueblo) "de todos sus pecados". (Salmo 130:8). Así también en la profecía: "Y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias, y os daré corazón nuevo; y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis mandamientos, y que guardéis mis derechos, y los pongáis por obra." (Ezequiel 36:25-32). Y así también en el Nuevo Testamento: `Bendito el Señor Dios de Israel, que nos ha visitado y hecho redención a su pueblo; que sin temor, librados de nuestros enemigos, le sirvamos en santidad y rectitud delante de él, todos los días de nuestra vida." (Lucas 1:68-75.
3. Y no sólo puede, sino que también quiere todo esto; y lo quiere hacer ahora, mismo. Si tú lo dejas para mañana, entonces tú mismo te harás sordo y endurecerás tu corazón (Hebreos 3:7,8. Entonces, cree que él quiere salvarte hoy mismo, aun más, que él quiere salvarte ahora mismo. Cree solamente, y en este preciso momento descubrirás que "al que cree, todo es posible" (Marcos 9:23.
4. Y continúa creyendo en aquel que tu amó y se entregó a sí mismo por ti, que llevó tus pecados en su cuerpo sobre el madero, y que te libra de toda condenación por medio de la continua aplicación de su sangre (Gálatas 2:20; 1 Pedro 2:24; Romanos 8:1; 1 Juan 1:7). Y así, creciendo "de fe en fe" (Romanos 1:17), creyendo constantemente que somos limpios del pecado interior y de toda inmundicia del corazón, es que también somos salvos de toda esa culpa, de todo ese merecimiento de castigo, que antes sentíamos. Y así, por esta fe en su vida y en su muerte, en su resurrección y en su actual intercesión por nosotros, es que somos hechos enteramente limpios de corazón y de vida.
5. Y por medio de esta misma fe, sentimos a cada momento el poder de Cristo en nosotros, gracias al cual somos lo que somos, y podemos continuar y crecer en la vida espiritual, y gracias al cual recibimos su virtud para sentir y pensar, y para hablar y hacer lo que es agradable delante de él.
6. Así es entonces cómo en los hijos de Dios, el arrepentimiento y la fe se complementan mutuamente: El arrepentimiento nos hace sentir el pecado que permanece en nuestro corazón y que se aferra a nuestras palabras y acciones. Y la fe nos da la potencia de Dios en Cristo Jesús, que purifica nuestro corazón y limpia nuestras manos.
III. LA ABSOLUTA NECESIDAD DE LA ENTERA SANTIFICACION
1. De lo que se ha dicho, fácilmente podemos colegir lo peligrosa que es esa opinión que dice que somos enteramente santificados en el momento en que somos justificados. Es cierto que somos librados del dominio del pecado exterior, y que a la vez es quebrantado el poder del pecado interior; pero esto no significa en ninguna manera que con ello sea destruido el pecado interior, ni que sea quitada del corazón la raíz del orgullo, la obstinación, la ira y el amor del mundo.
El suponer lo contrario no es, como algunos piensan, una equivocación inocente a inofensiva; no, sino que causa muchísimo daño. Cierra por completo el camino para todo mejoramiento, porque haciéndonos creer que ya estamos sanos, mata en nosotros todo deseo de mayor sanidad; y creyéndonos ya santificados, es absurdo que esperemos hallar mayor libramiento de pecado, ni gradual, ni instantáneo.
2. Por el contrario, la profunda convicción de que todo el cuerpo del pecado está aún en nuestro corazón, debilitado, sí, pero no destruido, nos muestra más al1á de toda duda la absoluta necesidad de mejoramiento. Por eso es que los creyentes que no tienen profunda convicción de pecado, se ocupan tan poco de la entera santificación. No sienten ninguna inquietud a causa de la falta de ella, ni sienten ningún ardiente deseo de ella. Es necesario que se conozcan mejor a sí mismos, esto es, que se arrepientan en el sentido que ya hemos explicado; es preciso que Dios descorra el velo que cubre la "faz del monstruo, y les muestre el verdadero carácter de su alma.
Sólo entonces sentirán el peso de la carga del pecado, y gemirán implorando ser libres de ella. Sólo entonces, y no antes, clamarán en la agonía de su alma:
"Quebranta el yugo, Señor, de mi pecado interior,
y mi espíritu liberta, completamente;
no hallaré serenidad, más que en esa santidad
de perder mi vida en ti, enteramente."
3. Sólo así podremos entender el verdadero valor de la sangre de la expiación, porque sólo así sentiremos la urgente necesidad que de ella tenemos no sólo en la justificación, sino a cada momento después, para ser limpios de todo pecado. De otra manera, cada momento acumularíamos mayor culpa, lo cual nos expondría a cada momento a mayor condenación. Pero gracias a Dios que podemos cantar con entera certidumbre:
"Tu sangre nunca perderá,
oh Cristo, su poder;
y sólo en ella así podrá
el alma limpia ser."
Este arrepentimiento y esta fe, unidos mutuamente el uno con la otra, es lo que canta aquel himno que dice:
"Reconozco que culpable soy,
mas en ti, Señor, ya salvo estoy;
Cristo, escucha mi clamor:
lávame en tu sangre carmesí,
límpiame de todo mal en mí,
perfeccióname en amor."
4. Sólo así es que podremos tener profunda conciencia de que estamos completamente incapacitados para librarnos a nosotros mismos del mundo de maldad que permanece todavía en nuestro corazón y en nuestra vida. Y sólo así es que entonces podremos vivir en Cristo por la fe teniéndolo de veras como nuestro Rey, engrandeciéndolo en toda nuestra vida, y coronándolo como nuestro Señor. "Coronadle, santos todos, coronadle Rey de Reyes; coronadle, santos todos, coronad al Salvador". Sólo así se cumplirán realmente y profundamente estas nobles palabras, cuando nosotros nos desprendamos de nosotros mismos para ser absorbidos en él, cuando nos sumerjamos en la nada para qué él sea "el todo y en todos" (Colosenses 3:11). Y sólo así es que por su gracia, habiendo él destruido "toda altura que se levanta contra él", él mismo cautiva todo impulso y todo pensamiento, toda palabra y toda obra, "a la obediencia de Cristo" (2 Corintios 10:5), nuestro bendito Salvador.
"Arrepentíos, y creed al Evangelio." - Marcos 1:15.
1. Generalmente se cree que la fe y el arrepentimiento son nada más la puerta de la salvación; que son necesarios solamente en el comienzo de nuestra carrera cristiana. ¿O acaso no exhorta el Apóstol a los cristianos, a que vayan "adelante a la perfección, no echando otra vez el fundamento del arrepentimiento y de la fe" (Hebreos 6:1)?
2. Y no cabe duda que esto es cierto, que hay un arrepentimiento y una fe imprescindibles en el principio; a saber, un arrepentimiento que es la convicción de nuestra completa pecaminosidad y culpabilidad e incapacidad, y que este arrepentimiento es necesario para que podamos recibir el Reino de Dios, ese reino espiritual que dice el Señor Jesús que está dentro de nosotros (Lucas 19:21); y una fe que es el medio por el cual recibimos este Reino, que es "justicia y paz y gozo por el Espíritu Santo" (Romanos 14:17).
3. Pero, a pesar de esto, también hay una fe y un arrepentimiento, indispensables en cada etapa de nuestra carrera cristiana, y sin ellos, no es posible que corramos la carrera que nos es propuesta. Y este arrepentimiento y esta fe son tan necesarios para que continuemos y crezcamos en la gracia, como aquel arrepentimiento y aquella fe lo fueron para que entráramos en el Reino de Dios.
Más, ¿en qué sentido debemos nosotros arrepentirnos y creer después de haber sido justificados? Cuestión muy importante es ésta, y digna de la mayor atención.
I. EN QUE SENTIDO DEBE ARREPENTIRSE EL CREYENTE
1. El arrepentimiento del creyente es una especie de conocimiento de uno mismo, a saber, la conciencia de que somos pecadores, sí, pecadores culpables a incapaces, si bien sabemos que somos hijos de Dios.
2. Cuando hallamos por vez primera la redención en la sangre de Jesús, cuando el amor de Dios se derrama por vez primera en nuestro corazón, es natural que supongamos que ya no somos pecadores, y que todos nuestros pecados no sólo están cubiertos, sino también destruidos. Como ya no sentimos ninguna maldad en nuestro corazón, fácilmente creemos que ya no la hay en él. Y algunas personas sinceras llegan aun a imaginar esto, no sólo en el comienzo de la vida cristiana, sino también todo el tiempo después, creyendo erróneamente estar enteramente santificadas, cuando sólo estaban justificadas; y esto, a pesar del claro testimonio de la Escritura, la razón, y la experiencia.
Pero, si bien reconocemos que "todo aquel que cree, es nacido de Dios" (1 Juan 5:1), y que "cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado" (3:9), sin embargo, esto no significa que no siente el pecado dentro de su corazón; es cierto, ya no prevalece el pecado, pero allí permanece. Y la convicción del pecado que aún queda en nuestro corazón, es parte muy importante del arrepentimiento del cual estamos ahora tratando.
El pecado en el creyente
3. Porque aquel que imaginaba que todo pecado había desaparecido, no tarda mucho tiempo en sentir que aún hay orgullo en su corazón. Y tiene que --convencerse de que en muchos sentidos, ha tenido "más alto concepto de sí que el que debe tener" (Romanos 12:3), y que se ha alabado a sí mismo con soberbia espiritual, de algo que debiera provocarlo más bien a humildad, puesto que lo ha recibido de la gracia de Dios. Y sin embargo, a pesar de que ahora reconoce este orgullo, siente que no ha caído del favor divino.
4. Y tampoco tarda mucho en sentir que su corazón es voluntarioso, rebelde a la voluntad de Dios. La voluntad es parte de nuestra naturaleza humana; nuestro mismo bendito Salvador tuvo voluntad como hombre, o de otra manera: no hubiera sido hombre verdadero. Pero su voluntad humana siempre estuvo sujeta a la voluntad de su Padre; en todo momento y en toda ocasión, y aun en su más profunda aflicción, él podía decir: "No como yo quiero, sino como tú." (Mateo 26:39.)
Mas esto no pasa siempre, ni aun con el verdadero creyente en Cristo, sino que se siente frecuentemente que su voluntad se opone a la voluntad de Dios: desea ciertas cosas que son agradables a su naturaleza pero que desagradan a Dios; y en cambio, desea eludir ciertas cosas que son dolorosas a su naturaleza, pero que Dios quiere para provecho de él. El hecho de que el creyente, por muy firme que permanezca en la fe, tenga que luchar contra esta caprichosa voluntad, demuestra que ella realmente existe, y que él tiene conciencia de ello.
5. Lo mismo se puede afirmar del amor del mundo. Es cierto que cuando el creyente pasa "de muerte a vida" (Juan 5:24), no desea nada más sino sólo a Dios, y que puede decir en verdad: "¿A quién tengo yo en los cielos? Y fuera de ti, nada deseo en la tierra." (Salmo 73:25.) Pero esto no dura mucho tiempo; en el transcurso del tiempo, el creyente sentirá, aunque sólo sea en fugaces momentos, "la concupiscencia de la carne", o "la concupiscencia de los ojos", o "1a vanagloria de 1a vida" (1 Juan 2:16).
Es más, si no vela y ora continuamente, el creyente sentirá que la concupiscencia revive en él y lucha por hacerlo caer hasta casi arrancar de él toda fuerza para resistir. Sentirá los asaltos de los deseos desordenados, la propensión a amar a la criatura más que al Creador, sea ésta hijo o hija, padre o madre, esposo o esposa o aun el amigo del alma. Sentirá, de mil maneras diversas, el deseo de las cosas y los placeres terrenales. Y en consecuencia, se olvidará de Dios al no buscar en él toda su felicidad, convirtiéndose así en "amador de los deleites más que de Dios" (2 Timoteo 3:4).
6. ¡Y de cuántas diversas maneras asalta al alma "la concupiscencia de los ojos"! Aun en trivialidades como el vestido y los muebles, cosas que jamás satisfarán el deseo del espíritu inmortal; y sin embargo, con todo y que ya hemos probado "las virtudes del siglo venidero" (Hebreos 6:5), ¡cuán fácil es que caigamos otra vez en estos bajos y torpes deseos!
7. ¡Y qué difícil es aún para los hijos de Dios, el dominar por completo "la soberbia de la vida"! Esta no es otra cosa que el deseo y el deleite que se halla en la "gloria de los hombres" (Juan 5:41); el deseo y el placer de ser alabado, el temor de ser criticado. Y junto con esto, "la soberbia de la vida" consiste también en avergonzarse uno de aquello en lo cual debiéramos glorificarnos; el temor al hombre, que tantas redes tiende al alma para hacerla caer.
Y bien, ¿dónde está el hombre, aun entre aquellos que parecen más firmes en la fe, que no halle en sí mismo una o todas estas malas disposiciones, aunque sólo sea fugazmente y en poca intensidad? Con ello basta para que reconozca que aún permanece la raíz del mal en su corazón.
Pecado en lo más profundo del corazón
8. ¿0 no es cierto que además de las malas disposiciones contrarias al amor de Dios que ya hemos citado, también sentimos malas disposiciones contrarias al amor de nuestro prójimo?
¿Acaso no hemos sentido celos y suspicacias y prejuicios? ¡El que de vosotros esté limpio de este pecado, arroje contra su prójimo la piedra el primero! ¿Jamás nos ha tocado, siquiera levemente, la envidia, la amargura, el resentimiento, especialmente cuando vemos que otro disfruta algún bien que nosotros deseamos y no hemos podido alcanzar? ¿Jamás ha palpitado en nosotros el agravio, cuando alguien nos ha ofendido, y especialmente cuando esta persona estaba muy cerca, de nuestro corazón? ¿0 que jamás hemos sentido el ímpetu de la venganza, ante la injusticia o la ingratitud? ¿Y todo esto no indica cuánto hay en nuestro corazón, que es contrario al amor de nuestro prójimo?
9. Y la codicia, la torpe ambición, ¿habrá alguno, aun entre los verdaderos hijos de Dios, que esté libre de ella? Yo creo que no hay una sola persona nacida de Dios, que no haya sentido algún tiempo después alguna de estas pasiones. Por tanto, podemos afirmar como verdad indubitable, que la codicia, igual que el orgullo y la obstinación y la cólera, permanecen en el corazón aun de aquellos que han sido justificados.
El testimonio de San Pablo
10. Justamente, a causa de esta experiencia, es que muchas personas serias se han inclinado a creer que la última parte del capítulo siete de los Romanos se refiere a los regenerados, a los que ya han sido "justificados gratuitamente por la redención que es en Cristo Jesús" (Romanos 3:24).
Y en este sentido tienen razón: todavía queda, aun en los justificados, una mente que en cierta medida es carnal. (¿0 no dice el mismo Apóstol a los creyentes de Corinto: "Vosotros sois carnales?” (1 Corintios 3:3,4.) Queda en los justificados un corazón siempre inclinado a la apostasía, siempre dispuesto a apartarse del Dios vivo; queda en el corazón cierta propensión al orgullo, a la obstinación, a la cólera, a 1a venganza, al deleite mundano, sí, a toda maldad. Queda tal raíz de amargura, que en cualquier momento de negligencia espiritual, puede brotar; en fin, queda tal profundidad de corrupción, que si no fuera por la clara revelación de Dios, jamás podríamos nosotros imaginar.
Pues bien, la convicción de todo este pecado que aún queda en el corazón, es parte del arrepentimiento que los creyentes deben ejercitar.
Otras formas de este arrepentimiento
11. Nos convencemos de que el pecado aún permanece en nuestro corazón, también porque lo percibimos en nuestras palabras; a la verdad, muchas de nuestras palabras no están nada más contaminadas de pecado, sino que son todas han pecado. A esta clase de palabras pertenece toda conversación falta de caridad, todo chisme, toda murmuración, y toda indiscreción.
12. Y aun si hubiera persona que nunca cayera en esta tentación,-¿acaso no caería en el pecado de hablar palabras ociosas (Mateo 12:36)? Y aun si jamás pronunciara tales palabras, ¿acaso podrá estar seguro de que nunca hubo ocio ni maldad en el ánimo de su corazón?
13. Y también nos convencemos de que el pecado aun permanece en nuestro corazón, porque lo percibimos en nuestras acciones. ¿0 acaso no tenemos conciencia de que muchos de nuestros actos no son a la gloria de Dios, y que muchas veces ni siquiera tenemos esta intención?
14. Todavía más, ¿acaso no nos percatamos de que hemos incurrido en el pecado de omisión? ¿0 acaso no sabemos que mil y mil veces hemos dejado de hacer lo bueno, lo mismo para con nuestro prójimo, que para con Dios?
15. Y además de estas omisiones, ¿acaso no descubrimos en nosotros tantos defectos interiores que no es posible enumerarlos? Defectos de toda clase, defectos de amor y defectos de fe, en lo que debemos a Dios; y defectos de amor y defectos de conducta, en lo que debemos a nuestro prójimo.
16. Y también la convicción de culpa es otra forma de este arrepentimiento. El hecho de que hayamos sido justificados por Dios mediante la fe, no significa que no merezcamos el castigo del pecado. Dios nos perdona en virtud de la sangre de la expiación, pero esto no nos libra de que seamos acreedores de la condenación del infierno.
La convicción de incapacidad
17. La certidumbre de completa incapacidad es otra forma del arrepentimiento de los creyentes.
En primer lugar, esto significa que los creyentes saben que no pueden concebir de sí mismos ni un solo pensamiento bueno, ni alentar de sí mismos ni un solo deseo bueno, ni pronunciar de sí mismos ni una cola palabra buena, ni hacer de sí mismos ni una sola obra buena.
18. Y, en segundo lugar, esta conciencia de completa incapacidad significa que los creyentes saben que no pueden en lo absoluto librarse a sí mismos de su orgullo, ni de su obstinación, ni de su amor al mundo, ni de su ira, ni de su innata propensión al pecado; y que no pueden tampoco librarse a sí mismos de las palabras ociosas, ni de la intención de decirlas, ni de los pecados de omisión, ni de los defectos de amor, ni de conciencia de culpa, ni de convicción de incapacidad.
19. Y si acaso hubiere persona que creyese que sólo con estar justificado, puede expulsar de su corazón estos pecados, que haga él mismo la prueba. Que vea si acaso puede, con la gracia que ha recibido, echar de sí mismo el orgullo, la obstinación o toda forma de pecado interior. Que vea si acaso puede librar sus palabras y sus acciones de toda contaminación de maldad, y no incurrir jamás en ningún pecado de omisión. Que vea si acaso puede suplir sus innumerables defectos de amor.
La segunda limpieza
20. Lo cierto es que tan evidente es esta verdad, que casi todos los hijos de Dios esparcidos por todo el orbe, y por mucho que difieran entre sí en lo que toca a otros asuntos, están de acuerdo enteramente en este particular: que si bien podemos resistir y aun dominar el pecado exterior y el pecado interior, y podemos debilitar a nuestros enemigos más y más cada día, sin embargo, no podemos expulsarlos. Ni con toda la gracia que nos es dada en la justificación, podemos nosotros extirparlos. Ni con toda la vigilancia y oración de que seamos capaces, podremos limpiar completamente nuestras manos y nuestro corazón.
Por cierto que no podremos; a no ser que plazca al Señor hablar otra vez a nuestro corazón diciéndonos por segunda vez: "Sé limpio." Y sólo así la lepra será limpia por completo. (Marcos 1:40-42). Solo así será destruida la raíz de maldad y la mente carnal; sólo así el pecado innato dejará de ser.
Pero si no existe esta segunda limpieza, si no hay tal libramiento instantáneo después de la justificación, si no hay más que la obra de limpieza gradual, entonces conformémonos, lo mejor que podamos, con seguir llenos de pecado hasta la muerte. Y si esto es así, entonces continuaremos mereciendo el castigo, porque es imposible librarnos de la culpa mientras que el pecado permanezca en nuestro corazón; es más, en rigor de justicia, todo lo que pensemos y hablemos y hagamos, aumentará constantemente nuestra culpabilidad.
II. EN QUE SENTIDO DEBE CREER EL CRISTIANO PARA SER LIMPIO DE TODO PECADO
1. Mientras no experimentemos este arrepentimiento, este conocimiento de nosotros mismos, no podremos progresar en la vida cristiana, porque mientras no tengamos conciencia de enfermedad, no buscaremos la salud. Entonces, si ya hay en nosotros este arrepentimiento, ahora nos falta creer al Evangelio.
2. También esta fe es diferente de aquella que necesitamos para la justificación. Ahora se exige creer las buenas nuevas de la gran salvación que Dios ha aparejado para todo el pueblo. Esta fe significa creer que aquel que es "el resplandor de la gloria de su Padre, y la misma imagen de su substancia", es poderoso para "salvar eternamente a los que por medio de él se allegan a Dios" (Hebreos 1:3; 7:25). Esta fe significa creer que él es poderoso para salvarte de todo el pecado que aún permanece en tu corazón; que él es poderoso para librarte de todo el pecado que se aferra a tus palabras y a tus acciones; que él es poderoso para salvarte de los pecados de omisión, y para suplir toda falta o defecto que haya en ti.
Ciertamente, para el hombre esto es imposible; pero para Dios hecho Hombre, todas las cosas son posibles, porque nada difícil hay para aquel que ha dicho: "Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra." (Mateo 28:18). Pero su sola omnipotencia no es el único cimiento para nuestra fe, sino que ésta, se apoya segura en sus inmutables promesas.
Y él lo ha prometido una y mil veces, y de la manera más clara y precisa. Así lo leemos en la Ley: "Y circuncidará el Señor tu Dios tu corazón, y el corazón de tu simiente, para que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma." (Deuteronomio 30:6). Así también en los Salmos: "Él redimirá a Israel" (su pueblo) "de todos sus pecados". (Salmo 130:8). Así también en la profecía: "Y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias, y os daré corazón nuevo; y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis mandamientos, y que guardéis mis derechos, y los pongáis por obra." (Ezequiel 36:25-32). Y así también en el Nuevo Testamento: `Bendito el Señor Dios de Israel, que nos ha visitado y hecho redención a su pueblo; que sin temor, librados de nuestros enemigos, le sirvamos en santidad y rectitud delante de él, todos los días de nuestra vida." (Lucas 1:68-75.
3. Y no sólo puede, sino que también quiere todo esto; y lo quiere hacer ahora, mismo. Si tú lo dejas para mañana, entonces tú mismo te harás sordo y endurecerás tu corazón (Hebreos 3:7,8. Entonces, cree que él quiere salvarte hoy mismo, aun más, que él quiere salvarte ahora mismo. Cree solamente, y en este preciso momento descubrirás que "al que cree, todo es posible" (Marcos 9:23.
4. Y continúa creyendo en aquel que tu amó y se entregó a sí mismo por ti, que llevó tus pecados en su cuerpo sobre el madero, y que te libra de toda condenación por medio de la continua aplicación de su sangre (Gálatas 2:20; 1 Pedro 2:24; Romanos 8:1; 1 Juan 1:7). Y así, creciendo "de fe en fe" (Romanos 1:17), creyendo constantemente que somos limpios del pecado interior y de toda inmundicia del corazón, es que también somos salvos de toda esa culpa, de todo ese merecimiento de castigo, que antes sentíamos. Y así, por esta fe en su vida y en su muerte, en su resurrección y en su actual intercesión por nosotros, es que somos hechos enteramente limpios de corazón y de vida.
5. Y por medio de esta misma fe, sentimos a cada momento el poder de Cristo en nosotros, gracias al cual somos lo que somos, y podemos continuar y crecer en la vida espiritual, y gracias al cual recibimos su virtud para sentir y pensar, y para hablar y hacer lo que es agradable delante de él.
6. Así es entonces cómo en los hijos de Dios, el arrepentimiento y la fe se complementan mutuamente: El arrepentimiento nos hace sentir el pecado que permanece en nuestro corazón y que se aferra a nuestras palabras y acciones. Y la fe nos da la potencia de Dios en Cristo Jesús, que purifica nuestro corazón y limpia nuestras manos.
III. LA ABSOLUTA NECESIDAD DE LA ENTERA SANTIFICACION
1. De lo que se ha dicho, fácilmente podemos colegir lo peligrosa que es esa opinión que dice que somos enteramente santificados en el momento en que somos justificados. Es cierto que somos librados del dominio del pecado exterior, y que a la vez es quebrantado el poder del pecado interior; pero esto no significa en ninguna manera que con ello sea destruido el pecado interior, ni que sea quitada del corazón la raíz del orgullo, la obstinación, la ira y el amor del mundo.
El suponer lo contrario no es, como algunos piensan, una equivocación inocente a inofensiva; no, sino que causa muchísimo daño. Cierra por completo el camino para todo mejoramiento, porque haciéndonos creer que ya estamos sanos, mata en nosotros todo deseo de mayor sanidad; y creyéndonos ya santificados, es absurdo que esperemos hallar mayor libramiento de pecado, ni gradual, ni instantáneo.
2. Por el contrario, la profunda convicción de que todo el cuerpo del pecado está aún en nuestro corazón, debilitado, sí, pero no destruido, nos muestra más al1á de toda duda la absoluta necesidad de mejoramiento. Por eso es que los creyentes que no tienen profunda convicción de pecado, se ocupan tan poco de la entera santificación. No sienten ninguna inquietud a causa de la falta de ella, ni sienten ningún ardiente deseo de ella. Es necesario que se conozcan mejor a sí mismos, esto es, que se arrepientan en el sentido que ya hemos explicado; es preciso que Dios descorra el velo que cubre la "faz del monstruo, y les muestre el verdadero carácter de su alma.
Sólo entonces sentirán el peso de la carga del pecado, y gemirán implorando ser libres de ella. Sólo entonces, y no antes, clamarán en la agonía de su alma:
"Quebranta el yugo, Señor, de mi pecado interior,
y mi espíritu liberta, completamente;
no hallaré serenidad, más que en esa santidad
de perder mi vida en ti, enteramente."
3. Sólo así podremos entender el verdadero valor de la sangre de la expiación, porque sólo así sentiremos la urgente necesidad que de ella tenemos no sólo en la justificación, sino a cada momento después, para ser limpios de todo pecado. De otra manera, cada momento acumularíamos mayor culpa, lo cual nos expondría a cada momento a mayor condenación. Pero gracias a Dios que podemos cantar con entera certidumbre:
"Tu sangre nunca perderá,
oh Cristo, su poder;
y sólo en ella así podrá
el alma limpia ser."
Este arrepentimiento y esta fe, unidos mutuamente el uno con la otra, es lo que canta aquel himno que dice:
"Reconozco que culpable soy,
mas en ti, Señor, ya salvo estoy;
Cristo, escucha mi clamor:
lávame en tu sangre carmesí,
límpiame de todo mal en mí,
perfeccióname en amor."
4. Sólo así es que podremos tener profunda conciencia de que estamos completamente incapacitados para librarnos a nosotros mismos del mundo de maldad que permanece todavía en nuestro corazón y en nuestra vida. Y sólo así es que entonces podremos vivir en Cristo por la fe teniéndolo de veras como nuestro Rey, engrandeciéndolo en toda nuestra vida, y coronándolo como nuestro Señor. "Coronadle, santos todos, coronadle Rey de Reyes; coronadle, santos todos, coronad al Salvador". Sólo así se cumplirán realmente y profundamente estas nobles palabras, cuando nosotros nos desprendamos de nosotros mismos para ser absorbidos en él, cuando nos sumerjamos en la nada para qué él sea "el todo y en todos" (Colosenses 3:11). Y sólo así es que por su gracia, habiendo él destruido "toda altura que se levanta contra él", él mismo cautiva todo impulso y todo pensamiento, toda palabra y toda obra, "a la obediencia de Cristo" (2 Corintios 10:5), nuestro bendito Salvador.