Carta a los Efesios Capitulo 1:1-12
"Pablo, apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, a los santos y fieles en Cristo Jesús" (v. 1) .
"Apóstol por la voluntad de Dios". Esto es algo que deberíamos preguntar a tantos que se presentan ante nosotros con la etiqueta de "líder, ministro o sacerdote": ¿Eres, lo que dices, por "voluntad de Dios" o por voluntad de los hombres? Es muy importante saberlo, porque ello lleva implícito que anuncie la revelación de Dios (la Palabra de Dios) o una doctrina de hombres.
Pablo, a cerca del Evangelio que él nos anuncia, dice: "El Evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo" (Gál. 1:12). En esto se basa la autoridad de Pablo para anunciar el Evangelio, en que se lo reveló Cristo mismo. Porque Dios lo llamó por su gracia, para revelar a Su Hijo en él.
Con esta autoridad y con esta revelación se dirige a los "santos y fieles en Cristo Jesús".
La palabra "santo" en el Antiguo Testamento se aplica a alguien que pertenece a otra cate goría. El ejemplo más claro de esto nos lo ofrece el profeta Oseas 11:9, cuando dice el Señor: "Dios soy, y no hombre, el Santo en medio de ti". También llama "santos" a los ciudadanos del pueblo, que el Santo ha elegido, llamado, purificado y hecho su pueblo. Todo esto también lo confirma el apóstol Pedro en su 1ª Carta 2:9, cuando escribe: "Voso tros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios". Pero el nombre de "santos" es un calificativo que Dios les concede, no es una cualidad que tengan en sí mismos, porque sólo Dios es el Santo. Tampoco es una aportación personal de los fieles, sino un regalo del Santo.
Dios nos ha dado el Espíritu como fuerza santificadora, para ser y vivir para Dios, y perte necer totalmente a Él. Un pueblo santo con Dios Santo en medio de ellos: El Reino de Dios.
Pero algunos llaman "santos" sólo a los que por sus aportaciones personales merecen ese título según el beneplácito del Papa de Roma; para presentarlos delante de los fieles, como modelos de virtud y también como objetos de culto idolátrico.
Estos no son para nada los santos, a los que Pablo se refiere, que Dios ha bendecido con toda bendición espiritual, por lo cual Pablo alaba a Dios de esta manera:
"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo" (v.3).
Pablo no se refiere aquí a unos pocos privilegiados, sino a todos los creyentes en Cristo, entre los cuales el apóstol se incluye. La garantía y la causa de toda esa bendición espiritual es Cristo mismo en propia Persona. Allí mana a la diestra del Padre el manantial de toda bendición para nosotros, ya sea que vivamos en el cuerpo sobre esta tierra o que nos llame ante su presencia.
Son tan grandes y tan ricas estas bendiciones que Pablo no duda en decir: "con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los lugares celestiales" (2:6). Pedro lo dice de otra manera: "nos llamó de las tinieblas a Su Luz admirable" (1 Pe. 2:9). Estas bendiciones no sólo son un hecho de futuro celestial, sino una realidad de presente que nos alumbra Su Luz admirable al sacarnos de las tinieblas. Además, esa bendición en los lugares celestiales también ataña a nuestro propio cuerpo porque nos resucitó con Cristo. Y también tiene lugar para nosotros en la casa del Padre, donde nos hará sentar con Él.
"Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él" (v.4).
Aquí nos muestra con total claridad que el punto central sobre el que se fundamenta esta elección es Cristo, no los elegidos. Pues esa elección fue hecha antes de la fundación del mundo, para que la gloria de Cristo resplandezca en los elegidos. Esto también lo confirma la oración del Señor, cuando dice: "quiero que donde Yo estoy, también ellos estén conmi go, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fun dación del mundo" (Jn. 17:24). El apóstol Pedro también hace referencia a ese plan de Dios en Cristo, "ya destinado desde antes de la fundación del mundo" (1 Pe. 1:20). Esta obra es de Dios y no del hombre; es el plan de Dios hecho realidad en Cristo para el hombre, "para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él". Pero ese ser "santos y sin mancha" no es un acto de nuestro esfuerzo personal, sino un fruto de la reconciliación por la muerte de Cristo, "para presentarnos santos y sin mancha e irreprensibles delante de Él" (Col. 1:22). Este fruto sólo se hace realidad en nosotros si permanecemos "fundados y firmes en la fe".
"En amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad" (v.5).
Esta adopción no se fundamenta en algo o en alguien, sino en la sola voluntad soberana de Dios. Tampoco hay otro mediador, ni en el cielo ni en la tierra, que intervenga en esta adopción, sino sólo Jesucristo. Por medio de Él somos adoptados por hijos de Dios. Y sólo aquellos que reciben a Jesucristo, es decir, los que creen en Él, Dios también les recibe por hijos (Jn. 1:12). Esto también es una de las grandes bendiciones espirituales con las que Dios nos ha bendecido en Cristo. Teniendo como motivo el "puro afecto de la voluntad de Dios", y nada que nosotros hubiéramos hecho, sino lo que hemos aceptado de Cristo por medio de la fe como un regalo inmenso de Dios, el Padre. Y todo esto lo hizo "para alabanza de la gloria de Su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado" (v.6) . El fundamento de esta gracia es el amor del Padre hacia el Hijo. Dios mismo es el que nos hace aceptos en Su Hijo, y jamás nosotros mismos nos podemos hacer aceptos a Dios por nuestras pro pias obras o virtudes. Dios sólo nos acepta en el Amado:
"En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligen cia" (vs. 7,8).
Nuestra redención tiene su fundamento inamovible en la sangre de Cristo. Este es el precio que Él ha tenido que pagar por nuestro rescate: "para rescatarnos de nuestra vana manera de vivir" (1 Pe. 1:18); y así librarnos del pecado, de la culpa, de la maldición, del castigo, de la perdición y de la esclavitud del diablo. Ese rescate, que tiene como precio la sangre de Cristo, lo avalan las riquezas de la gracia de Dios, por lo cual es total y absoluto. Nuestra cuenta personal con Dios ha sido totalmente saldada por Su sobreabundante gracia, que nos regala en Su Amado Hijo. No hay sabiduría ni inteligencia humana que pueda penetrar en este misterio. Pero nuestro Padre ha querido darnos sabiduría e inteligencia por Su Espíritu, "para que sepamos lo que Dios nos ha concedido" (1 Cor. 2:12).
"Dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en Sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos como las que están en la tierra" (vs. 9,10).
El Padre nos da a conocer su plan final de reunir todas las cosas en Cristo. El Señor ha esta blecido que el punto central de ese plan sea Cristo. Él ha querido revelarnos ese plan para que vivamos atentos, como sabios que beben de la fuente de la revelación de Dios, y no como necios que se alimentan de "los argumentos de la falsamente llamada ciencia". Su voluntad solo se conoce si nos la revela, por eso es un misterio hasta que nos la da a cono cer. A partir de ese momento es una fuente de información para alimentar nuestra fe y ca minar con esperanza viva por el camino nuevo y vivo que Cristo nos abrió.
Dios establece los tiempos según su beneplácito, por eso no estará demás recordar lo que se dice en la carta a los Romanos 13:12: "Conociendo el tiempo, que ya es hora de levan tarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada, se acerca el día"; el momento en que el cielo y la tierra sean totalmente nuevos; y el punto de unión de todas las cosas sea Cristo.
Pero no olvidemos que de esta unión están excluidos todos los que entran por la puerta an cha que lleva a la perdición; y niegan a Cristo que dice: "Yo soy la puerta, el que por Mí entrare, será salvo" (Jn. 10:9).
Hoy, sin embargo, muchos nos dicen que cualquier puerta es válida para ser salvo. Ante tal actitud lo mejor es recurrir a lo que está escrito: "Nadie os engañe en ninguna manera, por que no vendrá (el Señor) sin que antes venga la apostasía" (2 Tes. 2:3).
El plan de Dios camina a su fin de reunir todas las cosas en Cristo. La apostasía es una se ñal de su proximidad, así lo debemos entender para no dejarnos distraer por los cantores ecumenistas y por los devotos de la oración en común de la religiones. Si Cristo no es el centro vivo de unión en nuestras reuniones y oración, somos simples profetas de la aposta sía. Estemos atentos, pues, a las señales de los tiempos, porque "la noche está avanzada, se acerca el día".
"A fin de que seamos para alabanza de su gloria, nosotros los que primeramente espe rábamos en Cristo" (v.12).
Los creyentes están puestos para "alabanza de Su gloria", no para alabanza de ninguna re ligión. Y sólo el que está en Cristo puede tener esta esperanza viva como heredero de todas estas bendiciones y promesas, porque esa es la propuesta de Dios con nosotros "según el designio de Su voluntad" en Cristo.
Todo lo que hasta ahora hemos comentado en este capítulo lo resume Pablo en una frase a su amigo Timoteo:
"Quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos"
(2 Tim. 1:9).
Fco. Rodríguez
http://www.epos.nl/ecr/
"Pablo, apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, a los santos y fieles en Cristo Jesús" (v. 1) .
"Apóstol por la voluntad de Dios". Esto es algo que deberíamos preguntar a tantos que se presentan ante nosotros con la etiqueta de "líder, ministro o sacerdote": ¿Eres, lo que dices, por "voluntad de Dios" o por voluntad de los hombres? Es muy importante saberlo, porque ello lleva implícito que anuncie la revelación de Dios (la Palabra de Dios) o una doctrina de hombres.
Pablo, a cerca del Evangelio que él nos anuncia, dice: "El Evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo" (Gál. 1:12). En esto se basa la autoridad de Pablo para anunciar el Evangelio, en que se lo reveló Cristo mismo. Porque Dios lo llamó por su gracia, para revelar a Su Hijo en él.
Con esta autoridad y con esta revelación se dirige a los "santos y fieles en Cristo Jesús".
La palabra "santo" en el Antiguo Testamento se aplica a alguien que pertenece a otra cate goría. El ejemplo más claro de esto nos lo ofrece el profeta Oseas 11:9, cuando dice el Señor: "Dios soy, y no hombre, el Santo en medio de ti". También llama "santos" a los ciudadanos del pueblo, que el Santo ha elegido, llamado, purificado y hecho su pueblo. Todo esto también lo confirma el apóstol Pedro en su 1ª Carta 2:9, cuando escribe: "Voso tros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios". Pero el nombre de "santos" es un calificativo que Dios les concede, no es una cualidad que tengan en sí mismos, porque sólo Dios es el Santo. Tampoco es una aportación personal de los fieles, sino un regalo del Santo.
Dios nos ha dado el Espíritu como fuerza santificadora, para ser y vivir para Dios, y perte necer totalmente a Él. Un pueblo santo con Dios Santo en medio de ellos: El Reino de Dios.
Pero algunos llaman "santos" sólo a los que por sus aportaciones personales merecen ese título según el beneplácito del Papa de Roma; para presentarlos delante de los fieles, como modelos de virtud y también como objetos de culto idolátrico.
Estos no son para nada los santos, a los que Pablo se refiere, que Dios ha bendecido con toda bendición espiritual, por lo cual Pablo alaba a Dios de esta manera:
"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo" (v.3).
Pablo no se refiere aquí a unos pocos privilegiados, sino a todos los creyentes en Cristo, entre los cuales el apóstol se incluye. La garantía y la causa de toda esa bendición espiritual es Cristo mismo en propia Persona. Allí mana a la diestra del Padre el manantial de toda bendición para nosotros, ya sea que vivamos en el cuerpo sobre esta tierra o que nos llame ante su presencia.
Son tan grandes y tan ricas estas bendiciones que Pablo no duda en decir: "con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los lugares celestiales" (2:6). Pedro lo dice de otra manera: "nos llamó de las tinieblas a Su Luz admirable" (1 Pe. 2:9). Estas bendiciones no sólo son un hecho de futuro celestial, sino una realidad de presente que nos alumbra Su Luz admirable al sacarnos de las tinieblas. Además, esa bendición en los lugares celestiales también ataña a nuestro propio cuerpo porque nos resucitó con Cristo. Y también tiene lugar para nosotros en la casa del Padre, donde nos hará sentar con Él.
"Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él" (v.4).
Aquí nos muestra con total claridad que el punto central sobre el que se fundamenta esta elección es Cristo, no los elegidos. Pues esa elección fue hecha antes de la fundación del mundo, para que la gloria de Cristo resplandezca en los elegidos. Esto también lo confirma la oración del Señor, cuando dice: "quiero que donde Yo estoy, también ellos estén conmi go, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fun dación del mundo" (Jn. 17:24). El apóstol Pedro también hace referencia a ese plan de Dios en Cristo, "ya destinado desde antes de la fundación del mundo" (1 Pe. 1:20). Esta obra es de Dios y no del hombre; es el plan de Dios hecho realidad en Cristo para el hombre, "para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él". Pero ese ser "santos y sin mancha" no es un acto de nuestro esfuerzo personal, sino un fruto de la reconciliación por la muerte de Cristo, "para presentarnos santos y sin mancha e irreprensibles delante de Él" (Col. 1:22). Este fruto sólo se hace realidad en nosotros si permanecemos "fundados y firmes en la fe".
"En amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad" (v.5).
Esta adopción no se fundamenta en algo o en alguien, sino en la sola voluntad soberana de Dios. Tampoco hay otro mediador, ni en el cielo ni en la tierra, que intervenga en esta adopción, sino sólo Jesucristo. Por medio de Él somos adoptados por hijos de Dios. Y sólo aquellos que reciben a Jesucristo, es decir, los que creen en Él, Dios también les recibe por hijos (Jn. 1:12). Esto también es una de las grandes bendiciones espirituales con las que Dios nos ha bendecido en Cristo. Teniendo como motivo el "puro afecto de la voluntad de Dios", y nada que nosotros hubiéramos hecho, sino lo que hemos aceptado de Cristo por medio de la fe como un regalo inmenso de Dios, el Padre. Y todo esto lo hizo "para alabanza de la gloria de Su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado" (v.6) . El fundamento de esta gracia es el amor del Padre hacia el Hijo. Dios mismo es el que nos hace aceptos en Su Hijo, y jamás nosotros mismos nos podemos hacer aceptos a Dios por nuestras pro pias obras o virtudes. Dios sólo nos acepta en el Amado:
"En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligen cia" (vs. 7,8).
Nuestra redención tiene su fundamento inamovible en la sangre de Cristo. Este es el precio que Él ha tenido que pagar por nuestro rescate: "para rescatarnos de nuestra vana manera de vivir" (1 Pe. 1:18); y así librarnos del pecado, de la culpa, de la maldición, del castigo, de la perdición y de la esclavitud del diablo. Ese rescate, que tiene como precio la sangre de Cristo, lo avalan las riquezas de la gracia de Dios, por lo cual es total y absoluto. Nuestra cuenta personal con Dios ha sido totalmente saldada por Su sobreabundante gracia, que nos regala en Su Amado Hijo. No hay sabiduría ni inteligencia humana que pueda penetrar en este misterio. Pero nuestro Padre ha querido darnos sabiduría e inteligencia por Su Espíritu, "para que sepamos lo que Dios nos ha concedido" (1 Cor. 2:12).
"Dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en Sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos como las que están en la tierra" (vs. 9,10).
El Padre nos da a conocer su plan final de reunir todas las cosas en Cristo. El Señor ha esta blecido que el punto central de ese plan sea Cristo. Él ha querido revelarnos ese plan para que vivamos atentos, como sabios que beben de la fuente de la revelación de Dios, y no como necios que se alimentan de "los argumentos de la falsamente llamada ciencia". Su voluntad solo se conoce si nos la revela, por eso es un misterio hasta que nos la da a cono cer. A partir de ese momento es una fuente de información para alimentar nuestra fe y ca minar con esperanza viva por el camino nuevo y vivo que Cristo nos abrió.
Dios establece los tiempos según su beneplácito, por eso no estará demás recordar lo que se dice en la carta a los Romanos 13:12: "Conociendo el tiempo, que ya es hora de levan tarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada, se acerca el día"; el momento en que el cielo y la tierra sean totalmente nuevos; y el punto de unión de todas las cosas sea Cristo.
Pero no olvidemos que de esta unión están excluidos todos los que entran por la puerta an cha que lleva a la perdición; y niegan a Cristo que dice: "Yo soy la puerta, el que por Mí entrare, será salvo" (Jn. 10:9).
Hoy, sin embargo, muchos nos dicen que cualquier puerta es válida para ser salvo. Ante tal actitud lo mejor es recurrir a lo que está escrito: "Nadie os engañe en ninguna manera, por que no vendrá (el Señor) sin que antes venga la apostasía" (2 Tes. 2:3).
El plan de Dios camina a su fin de reunir todas las cosas en Cristo. La apostasía es una se ñal de su proximidad, así lo debemos entender para no dejarnos distraer por los cantores ecumenistas y por los devotos de la oración en común de la religiones. Si Cristo no es el centro vivo de unión en nuestras reuniones y oración, somos simples profetas de la aposta sía. Estemos atentos, pues, a las señales de los tiempos, porque "la noche está avanzada, se acerca el día".
"A fin de que seamos para alabanza de su gloria, nosotros los que primeramente espe rábamos en Cristo" (v.12).
Los creyentes están puestos para "alabanza de Su gloria", no para alabanza de ninguna re ligión. Y sólo el que está en Cristo puede tener esta esperanza viva como heredero de todas estas bendiciones y promesas, porque esa es la propuesta de Dios con nosotros "según el designio de Su voluntad" en Cristo.
Todo lo que hasta ahora hemos comentado en este capítulo lo resume Pablo en una frase a su amigo Timoteo:
"Quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos"
(2 Tim. 1:9).
Fco. Rodríguez
http://www.epos.nl/ecr/