Cuando se van acercando las fechas en las que nos disponemos a celebrar un año más la Semana Santa, uno desea irse preparando para vivir con gran fervor ese acontecimiento tan importante para los creyentes; pasión, muerte y resurrección de Jesús.
Se inicia con el Domingo de Ramos, agitando palmas y ramos de olivo, gritando “hosanna al hijo de David” y culmina con su dolorosa pasión donde al final es condenado a muerte a pesar de ser inocente, mientras gritamos “crucifícalo”.
De este modo, llegan esos días con los mismos espectadores indiferentes que se lavan las manos siempre, con los que afirman no conocer a Cristo y con los verdugos y sus mismos látigos y reglamentos.
Y frente a ellos la misma víctima dolorida, infinitamente paciente y llena de amor y de perdón que dirige a todos su mirada de interrogación, de ternura… de espera.
Así las cosas, uno llega a la conclusión de que la Pasión de Jesús no basta con leer el texto evangélico, sino meditarla, asimilarla y encarnándola en nuestra propia vida, intentar comprenderla.
Por una parte se encuentra Jesús, nacido en un sucio establo. Había desafiado todas las leyes de la vida y murió desafiando todas las leyes de la muerte y sin embargo ningún milagro fue tan inexplicable como su propia vida.
No poseía campos de trigo ni picisfactorías, pero preparó una mesa para cinco mil personas y aún le sobraron panes y peces. No pisó alfombras pero anduvo sobre las aguas y éstas le sostuvieron.
Durante años predicó la buena nueva. No escribió nunca ningún libro, no construyó ningún templo y no tuvo dinero que le respaldara. Sin embargo después de dos mil años, es aún el personaje más importante de la historia de la humanidad, el eje alrededor del cual giran los acontecimientos de todos los tiempos y el único redentor de la raza humana.
Su crucifixión fue el mayor delito de la humanidad pero, desde el punto de vista de Dios, no había otro precio para la redención.
Los que le mataron no temblaron por lo que habían hecho, pero la tierra misma tembló a sus pies y se enrojeció con su sangre.
Por su resurrección tenemos la seguridad de que si creemos en Él, nosotros tendremos vida después de la muerte, como lo entendió el centurión romano que observando a Jesús cara a cara en el momento de expirar el crucificado comentaba convencido “verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”.
Al final lo importante será buscad a ese Jesús crucificado y aceptadle para que nuestra vida cambie, con la seguridad de que le encontraremos en nuestro camino.
Y éste será el momento en el que con todas nuestras fuerzas podremos entonad el “HOSANNA” desechando el “CRUCIFICALO