Cuarenta días: nada ha cambiado.
Cuando de una conmoción mundial como la del 11 de septiembre sólo surge, como única respuesta, la elevación de la tolerancia a la categoría de máximo objetivo personal y social, es que algo marcha mal. Dicho de otra manera: el aviso de las torres gemelas no ha servido para nada.
Porque la tolerancia, queridos nuestros, es muy poquita cosa. Se utiliza como reclamación temporal en un momento de crisis de violencia o de ánimos exaltados, lo que no es el caso, porque si de algo padece esta sociedad es de aburrimiento crónico y atontamiento colectivo.
La tolerancia es como el matorral ante la desertización: sólo el principio del camino, porque conseguir un planeta de matorrales tampoco supone convertir el mundo en un vergel. Tolerar implica no repartir mamporros al que no piensa como tú. No es mala cosa, es buena, pero no se le puede pedir, a tan raquítico principio, que transforme el mundo: no da tanto de sí. En la situación presente, ceñirse a la mera tolerancia es tanto como empeñarse en combatir el cáncer con aspirinas.
40 días después (qué número más redondo), el 11 de septiembre se ha convertido en una guerra localizada en un lejano país llamado Afganistán, donde George Bush, hay que reconocérselo, está intentando hacer una guerra aproximadamente justa. Como no hay guerra totalmente justa, y como la guerra no es más que el último recurso al que acudir ante la falta de acuerdo entre los seres humanos, Bush está cometiendo errores, los llamados efectos colaterales. Intenta, al mismo tiempo, evitar bajas civiles, pero lo consigue sólo en parte, y arriesga la vida de sus soldados, así como su prestigio político, en la actual refriega.
Y todo ello puede ser incluso digno de aplauso, pero esa no es la lección que Occidente debe sacar del aldabonazo de 11 de septiembre. La tolerancia no sólo es insuficiente sino que pueda resultar hasta injusta: ¿Cómo respetar al que no te respeta? ¿Cómo evitar la violencia contra quien te ataca violentamente? El pacifismo de Gandhi ha provocado una historia de violencia en el subcontinente indio, violencia permanente que aún no ha concluido. Gandhi era un tipo heroico, sólo que combatía los efectos, no las causas, de los problemas. Porque la violencia no es el mal en sí mismo, sino la respuesta (generalmente exagerada, de acuerdo, pero respuesta) a una situación de injusticia, donde el fuerte se aprovecha del débil y los países fuertes de los países débiles.
Lo que debiera haber hecho Occidente es aprovechar el 11 de septiembre para convencerse de dos principios: el primero, que la persona es lo primero, antes que la colectividad. Lo segundo, que, en un mundo tan globalizado, o nos salvamos todos o nos condenamos todos.
Y en este doble aspecto, no parece haberse producido ningún cambio de escenario. Por ejemplo, Occidente sigue empeñado en sentirse Dios jugando con las fuentes mismas de la vida humana, y negando todo derecho al nasciturus, es decir, a la persona más débil y más digna de protección. 50 millones de niños son abortados en el mundo, cada año, antes de nacer, y, tras el 11 de septiembre, Occidente, y Oriente, siguen mirando hacia otro lado como si la falta de respeto a las personas por nacer no fuera la misma falta de respeto a la vida humana adulta que sentían los terroristas por los trabajadores de las torres gemelas.
Al mismo tiempo, Occidente no se ha planteado la pregunta que formulaban en una pancarta exhibida por los manifestantes islámicos paquistaníes: Norteamericanos: preguntaros por qué sois odiados en todo el mundo. Naturalmente es falso, y donde se escribía Norteamérica podría cambiarse por todo el área OCDE, o 23 países más ricos del planeta, los que poseen, no sólo el 80% de la producción, sino, lo que no es menos importante, gestionan el 95% de la información.
La reciente Cumbre Asia-Pacífico no ha servido para otra cosa que para vender las habituales recetas neoliberales del “hágalo usted mismo”. Y está muy bien eso de enseñar a pescar en lugar de dar peces, pero corremos el riesgo de que los más miserables del planeta no tengan ni caña que lanzar al río, ni cebo para pescar.
40 días después seguimos igual de aborteros, con todo lo que conlleva, porque el aborto es mucho más que el aborto; e igual de egoístas, con todo lo que conlleva, porque el egoísmo tiene muchas más consecuencias de lo que vemos a primera vista. Por lo que, desgraciadamente, hay que inferir que se producirán otros 11 de septiembre.
@Hispanidad.com
Cuando de una conmoción mundial como la del 11 de septiembre sólo surge, como única respuesta, la elevación de la tolerancia a la categoría de máximo objetivo personal y social, es que algo marcha mal. Dicho de otra manera: el aviso de las torres gemelas no ha servido para nada.
Porque la tolerancia, queridos nuestros, es muy poquita cosa. Se utiliza como reclamación temporal en un momento de crisis de violencia o de ánimos exaltados, lo que no es el caso, porque si de algo padece esta sociedad es de aburrimiento crónico y atontamiento colectivo.
La tolerancia es como el matorral ante la desertización: sólo el principio del camino, porque conseguir un planeta de matorrales tampoco supone convertir el mundo en un vergel. Tolerar implica no repartir mamporros al que no piensa como tú. No es mala cosa, es buena, pero no se le puede pedir, a tan raquítico principio, que transforme el mundo: no da tanto de sí. En la situación presente, ceñirse a la mera tolerancia es tanto como empeñarse en combatir el cáncer con aspirinas.
40 días después (qué número más redondo), el 11 de septiembre se ha convertido en una guerra localizada en un lejano país llamado Afganistán, donde George Bush, hay que reconocérselo, está intentando hacer una guerra aproximadamente justa. Como no hay guerra totalmente justa, y como la guerra no es más que el último recurso al que acudir ante la falta de acuerdo entre los seres humanos, Bush está cometiendo errores, los llamados efectos colaterales. Intenta, al mismo tiempo, evitar bajas civiles, pero lo consigue sólo en parte, y arriesga la vida de sus soldados, así como su prestigio político, en la actual refriega.
Y todo ello puede ser incluso digno de aplauso, pero esa no es la lección que Occidente debe sacar del aldabonazo de 11 de septiembre. La tolerancia no sólo es insuficiente sino que pueda resultar hasta injusta: ¿Cómo respetar al que no te respeta? ¿Cómo evitar la violencia contra quien te ataca violentamente? El pacifismo de Gandhi ha provocado una historia de violencia en el subcontinente indio, violencia permanente que aún no ha concluido. Gandhi era un tipo heroico, sólo que combatía los efectos, no las causas, de los problemas. Porque la violencia no es el mal en sí mismo, sino la respuesta (generalmente exagerada, de acuerdo, pero respuesta) a una situación de injusticia, donde el fuerte se aprovecha del débil y los países fuertes de los países débiles.
Lo que debiera haber hecho Occidente es aprovechar el 11 de septiembre para convencerse de dos principios: el primero, que la persona es lo primero, antes que la colectividad. Lo segundo, que, en un mundo tan globalizado, o nos salvamos todos o nos condenamos todos.
Y en este doble aspecto, no parece haberse producido ningún cambio de escenario. Por ejemplo, Occidente sigue empeñado en sentirse Dios jugando con las fuentes mismas de la vida humana, y negando todo derecho al nasciturus, es decir, a la persona más débil y más digna de protección. 50 millones de niños son abortados en el mundo, cada año, antes de nacer, y, tras el 11 de septiembre, Occidente, y Oriente, siguen mirando hacia otro lado como si la falta de respeto a las personas por nacer no fuera la misma falta de respeto a la vida humana adulta que sentían los terroristas por los trabajadores de las torres gemelas.
Al mismo tiempo, Occidente no se ha planteado la pregunta que formulaban en una pancarta exhibida por los manifestantes islámicos paquistaníes: Norteamericanos: preguntaros por qué sois odiados en todo el mundo. Naturalmente es falso, y donde se escribía Norteamérica podría cambiarse por todo el área OCDE, o 23 países más ricos del planeta, los que poseen, no sólo el 80% de la producción, sino, lo que no es menos importante, gestionan el 95% de la información.
La reciente Cumbre Asia-Pacífico no ha servido para otra cosa que para vender las habituales recetas neoliberales del “hágalo usted mismo”. Y está muy bien eso de enseñar a pescar en lugar de dar peces, pero corremos el riesgo de que los más miserables del planeta no tengan ni caña que lanzar al río, ni cebo para pescar.
40 días después seguimos igual de aborteros, con todo lo que conlleva, porque el aborto es mucho más que el aborto; e igual de egoístas, con todo lo que conlleva, porque el egoísmo tiene muchas más consecuencias de lo que vemos a primera vista. Por lo que, desgraciadamente, hay que inferir que se producirán otros 11 de septiembre.
@Hispanidad.com