

La noche estaba cargada de una calma inquietante, como si el mundo contuviera la respiración.
Todos dormían, salvo uno: Judas Iscariote.

Cada paso resonaba con la certeza de su traición —una traición que ya no podía deshacer—.
Sabía que aquel beso sería el sello de un destino inevitable.

¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré?
Y ellos le asignaron treinta piezas de plata.” — Mateo 26:14-15

Judas avanzó con los soldados, la multitud ajena a su presencia.
Por un instante, pensó si aún podía detener lo que estaba por consumarse.
Pero era tarde… las treinta piezas de plata habían sellado su alma.

Judas sintió un estremecimiento que lo atravesó.
Y aun así, inclinó la cabeza y depositó el beso que marcaría la historia.

y acercándose a Jesús, le dijo: ¡Salve, Maestro! Y le besó.” — Mateo 26:47-49

Las antorchas iluminaron rostros de miedo y confusión.
Judas se quedó atrás, observando cómo su acción desataba la cadena de eventos que terminaría en la cruz


Había visto la bondad en Jesús, y aun así, eligió la traición.

mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado!
Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido.” — Mateo 26:24

Su destino estaba sellado, no por manos ajenas, sino por su propia voluntad.
La traición sería recordada como un eco que atravesaría los siglos:
un acto humano de codicia, debilidad y desesperación frente a la pureza del sacrificio.

Judas Iscariote se convirtió en el símbolo eterno de la traición,
mientras la historia del Mesías se escribía con sangre, perdón y redención.



sino la de un hombre que caminó junto a la Verdad,
y aun así, le dio la espalda por un instante de debilidad.

Jesús aún ofrecía perdón, mostrando un amor que trasciende toda traición humana.






