La mayor parte de las veces, la historia se encargó de llevar las dicotomías más enraizadas al terreno del recuerdo. En el caso de la relación entre cristianismo y ciencia, la tensión no parece superarse con el paso de los siglos: con mayor o menor virulencia, los chispazos se mantuvieron a la orden del día y el diálogo pasó por períodos de fanatismo, conciliación, terror y apertura. Me parece una lectura interesante para el fin de semana, que tengan uno muy bueno a propósito y saludos.
En la siguiente nota, el físico y epistemólogo Guillermo Boido (*) da muestra de las disputas y posiciones más significativas en la historia de esta complicada relación con sus resonancias actuales.
Ciencia y Religión
No es sencillo resumir los vaivenes de la relación entre ciencia y religión cristiana –una historia que ha transcurrido a lo largo de dos milenios– pues la actitud de la Iglesia ante la investigación científica de la naturaleza, en ese período, tuvo matices muy dispares. En los primeros siglos de nuestra era, el pensamiento cristiano fue hostil a la filosofía natural, identificada con el paganismo de los antiguos, como lo prueba la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, a fines del siglo IV, por orden del obispo Teófilo. En el siglo II, Tertuliano, apólogo del cristianismo, había expuesto con claridad el fundamento doctrinal del rechazo a la filosofía antigua, afirmando que "toda curiosidad termina en Jesús y toda investigación en el Evangelio; debemos tener fe y no desear nada más". El más importante de los padres de la Iglesia, San Agustín, quien vivió entre los siglos IV y V, conocía bien la obra de los filósofos naturales grecolatinos, pero consideraba que sería pernicioso para un buen cristiano ocupar su tiempo en asuntos ajenos a la búsqueda de la salvación personal.
Sin embargo, a partir del siglo X, en una Europa ideológicamente hegemonizada por el cristianismo, una parte del clero adquirió para sí el privilegio del ocio necesario para interesarse en cuestiones naturales y volver a discutir acerca de ellas. De hecho, el estudio y la reelaboración del fondo documental antiguo que reingresara a Europa a partir del siglo XI (proveniente del mundo árabe) estuvo a cargo de eruditos frecuentemente vinculados a la Iglesia, la cual dio su apoyo, en particular, al surgimiento de las universidades medievales. La Universidad de París, por caso, se conformó alrededor de diversas escuelas vinculadas a la catedral de Notre Dame bajo la tutela del obispo de esa ciudad. La síntesis del pensamiento aristotélico y la teología cristiana, llevada a cabo en el siglo XIII por Santo Tomás de Aquino, puede servir de ejemplo de esta nueva etapa en las relaciones entre ciencia y religión. Además, expresa el respeto que inspiraban a los teólogos los sistemas filosóficos y cosmológicos de la antigüedad, a condición de que fuesen asimilados al pensamiento doctrinal hegemónico. Puede decirse que, entre los siglos XI y XVI, con pocas excepciones, el cristianismo tuvo el monopolio de los estudios filosóficos y científicos.
Pero esta aceptación y promoción de la ciencia por la Iglesia acabó abruptamente a mediados del siglo XVI, poco después de la muerte de Copérnico, cuando los cismas religiosos (la Reforma) amenazaron la hegemonía de la Iglesia de Roma. Ante la enorme difusión de los credos protestantes, el catolicismo respondió enérgicamente para recuperar el terreno perdido. El Concilio de Trento (1545-1563), finalizado veinte años después de la muerte de Copérnico y un año antes del nacimiento de Galileo, precisó al máximo los aspectos doctrinales y estableció los procedimientos a seguir para la restauración católica, dando lugar a lo que se llamó la Contrarreforma. Al determinar las fuentes de la revelación, las reglas de interpretación a las que debía ajustarse la Escritura y la doctrina de los sacramentos, el Concilio atacó los fundamentos mismos del protestantismo.
La Compañía de Jesús había ya sido creada en 1540. Los jesuitas, con su organización de carácter casi militar y su férrea disciplina, se consideraron a sí mismos "soldados de Cristo" y asumieron el compromiso de llevar a cabo la recuperación contrarreformista, en particular en lo catequístico. La nueva Congregación de la Suprema y Universal Inquisición o del Santo Oficio, heredera de la antigua Inquisición existente ya desde el siglo XIII, comenzó a actuar a modo de policía intelectual y de represión en defensa de la ortodoxia tridentina. En 1570 se creó también la Congregación del Indice, destinada a confeccionar listas de libros prohibidos, considerados heréticos o filoheréticos, y cuya lectura hacía pasible al infractor de ser entregado a los tribunales inquisitoriales.
En el ámbito católico, como consecuencia de la Contrarreforma, las novedades científicas y las doctrinas filosóficas o teológicas que manifestaran presuntas desviaciones de los dogmas establecidos fueron censuradas y condenadas, lo cual se manifestó en numerosos episodios de crueldad tales como la prisión durante décadas y la brutal tortura del místico Tommasso Campanella, la muerte en la hoguera de Giordano Bruno (1600) y el proceso a Galileo (1633). La farsa jurídica que significó este célebre proceso acabó por destruir transitoriamente la ciencia en Italia pero no pudo impedir su acelerado desarrollo en la segunda mitad del siglo XVII en los países desvinculados de la autoridad romana, especialmente en Holanda e Inglaterra. No es por azar que, en el preámbulo a los estatutos de la Royal Society, redactados por Robert Hooke en 1663, se afirme que el objetivo de la institución ha de ser la promoción de los estudios científicos y técnicos con exclusión de consideraciones teológicas.
La ciencia encuentra un nuevo espacio
El desenlace del proceso a Galileo, episodio clave en la historia de las relaciones entre ciencia y religión, fue considerado insensato por todos aquellos que, en el campo eclesiástico y fuera de él, confiaban en erigir una Iglesia renovada capaz de coprotagonizar sin antagonismos la construcción de una nueva época. El propio Galileo había concebido, en la segunda década del siglo XVII, una serie de tesis hermenéuticas que permitirían la coexistencia armónica de la ciencia y el dogma cristiano, fundadas en una interpretación no literal de la Biblia, pero los teólogos contrarreformistas de entonces rechazaron la propuesta. Como afirma tardíamente hoy Juan Pablo II, "Galileo, creyente sincero, se mostró en este punto más perspicaz que sus adversarios teólogos". Luego, a partir del siglo XVIII, la ciencia se volvió una empresa secular, pues lograba desembarazarse de sus componentes religiosos originales. Nuevos ámbitos del mundo natural quedaban subsumidos bajo la explicación científica y la teología se refugiaba en aquellos dominios en los que la ciencia, hasta ese momento, había sido incapaz de acceder. De ese modo, el territorio en el cual la teología parecía insustituible se volvió paulatinamente cada vez más estrecho. Para decirlo de algún modo, cada avance científico obligaba a los teólogos a buscar a Dios en otra parte. Ello ocurrió, por caso, ante la evidencia científica de que la edad de la Tierra no es compatible con una creación divina relativamente reciente, como se desprende de una interpretación literal de la Escritura, o con el evolucionismo biológico, opuesto al bíblico fijismo de las especies.
El iluminismo del siglo XVIII y en particular el positivismo, el marxismo y otras corrientes filosóficas e ideológicas del siglo XIX presentaron la cuestión ciencia-religión como una opción de hierro, en la cual, desde luego, era necesario tomar partido por la ciencia. En cierto modo, se advierte que ambas partes en litigio aceptaban tácitamente una suerte de maniqueísmo encubridor de las complejidades de la historia y se negaban a acordar algún mínimo punto de convergencia o acuerdo. El fundamentalismo teológico llevó la peor parte en la controversia, y su papel se redujo, como afirmaba el historiador Lynn White, a desarrollar acciones de retaguardia con cortinas de humo intelectual para cubrir la retirada.
La mayoría de los historiadores de la ciencia del siglo XIX, de extracción positivista, admitía sin más que la brecha entre ciencia y religión era insalvable, y por ello dicho siglo fue pródigo en manifestaciones de que el avance de la ciencia supone a cada paso una victoria en la declarada "batalla" entre el conocimiento y los dogmas religiosos. A esta tesis se opone actualmente el presupuesto que John H. Brooke, en su libro Science and Religion (1991), llama "la diversidad de la interacción", y que, en suma, sin negar la existencia de conflictos o episodios de intolerancia, incluso trágicos, pretende establecer las múltiples vinculaciones entre el pensamiento judeocristiano y el desarrollo de la ciencia occidental. La tesis según la cual dicho desarrollo ha sido totalmente autónomo y desgajado de factores culturales, metafísicos y aun religiosos, entendidos necesariamente como obstáculos al progreso del conocimiento, es sencillamente falsa, como la historia de la ciencia de tiempos recientes ha puesto en evidencia.
Ciencia, ética y dogma: un nuevo debate
La necesidad de ofrecer un marco regulatorio para el desarrollo de la ciencia en armonía con la fe cristiana ha redundado en una depuración deseable del pensamiento religioso, condición esencial para que éste prosiga formando parte de la mutante cultura de nuestra época. Pues como afirmaba hace tiempo Alfred Whitehead, los principios de la religión pueden ser eternos, pero su expresión humana requiere una reelaboración constante, despojada de simbolismos accidentales que el transcurso del tiempo vuelve inadecuados.
A diferencia de lo que ha ocurrido en gran parte de los dos milenios de existencia del cristianismo, la religión pertenece hoy al dominio de lo personal y no puede cuestionar la autonomía de la ciencia. También resulta improcedente invocar teorías científicas para corroborar esta o aquella afirmación bíblica, entendida literalmente, acerca de cuestiones naturales. El propio papa Pío XII, en una conferencia pronunciada en 1951 ante la Pontificia Academia de las Ciencias, elogiaba la teoría cosmogónica del abate Lemaître (antecesora de la hoy conocida como del Big Bang) por su carácter "probatorio" de la creación del mundo en algún instante del pasado. Lo que no se comprende en estos casos es que, en virtud de la propia dinámica interna de la ciencia, alguna teoría cosmogónica alternativa que pudiese ser formulada en el siglo XXI, más eficaz desde un punto de vista estrictamente científico, podría ser esgrimida, de manera igualmente impertinente, para "probar" lo contrario. Actualmente, Juan Pablo II no se presta a tales malentendidos y, como ha señalado reiteradamente, "el cristianismo tiene en sí mismo la fuente de su justificación y en absoluto espera que la ciencia se convierta en su apologética fundamental".
Pero si en el ámbito de la "ciencia pura" el pensamiento científico y el religioso parecen haber alcanzado una suerte de superación de viejas antinomias, resueltas en una nueva armonía, no ocurre lo mismo cuando nos remitimos al problema de las relaciones entre ciencia y ética. Ya no se trata de que Juan Pablo II invite a los teólogos a no permanecer al margen de las novedades científicas o que proclame que nada hay en la teoría de Darwin que resulte incompatible con el dogma. La cuestión es más grave. A la luz de los desarrollos actuales de la ciencia y de sus aplicaciones, parece impostergable diseñar lo que Pierre Thuillier ha llamado "una componente crítica de una cultura centrada en la ciencia", y abordar desde allí las eventuales implicancias éticosociales a las que remite la investigación científica actual. Mas este espacio de reflexión no puede ser construido, tecnocráticamente, desde la óptica unilateral de un grupo de expertos en tal o cual disciplina; por caso, un comité de biólogos no puede, por sí solo, resolver las cuestiones éticas que suscita la manipulación genética. Juan Pablo II, por el contrario, parece creer que la teología cristiana se basta a sí misma para hacerlo. La amplitud de miras que hoy los teólogos manifiestan hacia la ciencia no está presente en las posiciones fundamentalistas que presiden los discursos del Papa acerca de cuestiones tales como la fecundación in vitro o la clonación.
A propósito del caso Galileo, Juan Pablo II ha dicho que es indispensable distinguir entre "el enfoque científico de los fenómenos naturales" y "la reflexión de orden filosófico sobre la naturaleza", acerca de cuya autonomía recíproca se pronuncia con particular énfasis. Ha afirmado también que los hallazgos científicos actuales amenazan los cimientos de lo humano. A su juicio, hay dos tipos de desarrollo personal. Uno de ellos, que incluye la cultura y la investigación científica, es la dimensión "horizontal" del hombre; el otro corresponde a su transcendencia del mundo, la vuelta hacia el Creador, dimensión "vertical" que otorga sentido al ser y al actuar humanos, pues lo sitúa entre su origen y su fin. Y ambos desarrollos han de ser armónicos. El Papa sugiere que el orbe de la ética se inserta en la dimensión vertical del desarrollo humano, y no deja lugar a dudas acerca del papel primordial que allí habrá de desempeñar su Iglesia. Pero, ¿no se tratará acaso de un papel excluyente? ¿Tendremos entonces que aceptar que el comité de expertos que ha de legislar acerca de estas cuestiones lo es ahora de teólogos asesorados tal vez por científicos católicos? No estamos diciendo que la ética cristiana no pueda ofrecer elementos valiosos como aporte al necesario debate multidisciplinario y pluralista sobre cuestiones en las que se dan cita la ética y la ciencia, pero las condiciones del mismo no se agotan en los presupuestos de un determinado credo religioso. En este punto, las relaciones entre ciencia y religión atraviesan un momento de inquietante ambigüedad.
(*) Profesor de Historia de la ciencia en el CEFIEC, FCEN, y profesor e investigador del Centro de Estudios Avanzados, UBA
En la siguiente nota, el físico y epistemólogo Guillermo Boido (*) da muestra de las disputas y posiciones más significativas en la historia de esta complicada relación con sus resonancias actuales.
Ciencia y Religión
No es sencillo resumir los vaivenes de la relación entre ciencia y religión cristiana –una historia que ha transcurrido a lo largo de dos milenios– pues la actitud de la Iglesia ante la investigación científica de la naturaleza, en ese período, tuvo matices muy dispares. En los primeros siglos de nuestra era, el pensamiento cristiano fue hostil a la filosofía natural, identificada con el paganismo de los antiguos, como lo prueba la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, a fines del siglo IV, por orden del obispo Teófilo. En el siglo II, Tertuliano, apólogo del cristianismo, había expuesto con claridad el fundamento doctrinal del rechazo a la filosofía antigua, afirmando que "toda curiosidad termina en Jesús y toda investigación en el Evangelio; debemos tener fe y no desear nada más". El más importante de los padres de la Iglesia, San Agustín, quien vivió entre los siglos IV y V, conocía bien la obra de los filósofos naturales grecolatinos, pero consideraba que sería pernicioso para un buen cristiano ocupar su tiempo en asuntos ajenos a la búsqueda de la salvación personal.
Sin embargo, a partir del siglo X, en una Europa ideológicamente hegemonizada por el cristianismo, una parte del clero adquirió para sí el privilegio del ocio necesario para interesarse en cuestiones naturales y volver a discutir acerca de ellas. De hecho, el estudio y la reelaboración del fondo documental antiguo que reingresara a Europa a partir del siglo XI (proveniente del mundo árabe) estuvo a cargo de eruditos frecuentemente vinculados a la Iglesia, la cual dio su apoyo, en particular, al surgimiento de las universidades medievales. La Universidad de París, por caso, se conformó alrededor de diversas escuelas vinculadas a la catedral de Notre Dame bajo la tutela del obispo de esa ciudad. La síntesis del pensamiento aristotélico y la teología cristiana, llevada a cabo en el siglo XIII por Santo Tomás de Aquino, puede servir de ejemplo de esta nueva etapa en las relaciones entre ciencia y religión. Además, expresa el respeto que inspiraban a los teólogos los sistemas filosóficos y cosmológicos de la antigüedad, a condición de que fuesen asimilados al pensamiento doctrinal hegemónico. Puede decirse que, entre los siglos XI y XVI, con pocas excepciones, el cristianismo tuvo el monopolio de los estudios filosóficos y científicos.
Pero esta aceptación y promoción de la ciencia por la Iglesia acabó abruptamente a mediados del siglo XVI, poco después de la muerte de Copérnico, cuando los cismas religiosos (la Reforma) amenazaron la hegemonía de la Iglesia de Roma. Ante la enorme difusión de los credos protestantes, el catolicismo respondió enérgicamente para recuperar el terreno perdido. El Concilio de Trento (1545-1563), finalizado veinte años después de la muerte de Copérnico y un año antes del nacimiento de Galileo, precisó al máximo los aspectos doctrinales y estableció los procedimientos a seguir para la restauración católica, dando lugar a lo que se llamó la Contrarreforma. Al determinar las fuentes de la revelación, las reglas de interpretación a las que debía ajustarse la Escritura y la doctrina de los sacramentos, el Concilio atacó los fundamentos mismos del protestantismo.
La Compañía de Jesús había ya sido creada en 1540. Los jesuitas, con su organización de carácter casi militar y su férrea disciplina, se consideraron a sí mismos "soldados de Cristo" y asumieron el compromiso de llevar a cabo la recuperación contrarreformista, en particular en lo catequístico. La nueva Congregación de la Suprema y Universal Inquisición o del Santo Oficio, heredera de la antigua Inquisición existente ya desde el siglo XIII, comenzó a actuar a modo de policía intelectual y de represión en defensa de la ortodoxia tridentina. En 1570 se creó también la Congregación del Indice, destinada a confeccionar listas de libros prohibidos, considerados heréticos o filoheréticos, y cuya lectura hacía pasible al infractor de ser entregado a los tribunales inquisitoriales.
En el ámbito católico, como consecuencia de la Contrarreforma, las novedades científicas y las doctrinas filosóficas o teológicas que manifestaran presuntas desviaciones de los dogmas establecidos fueron censuradas y condenadas, lo cual se manifestó en numerosos episodios de crueldad tales como la prisión durante décadas y la brutal tortura del místico Tommasso Campanella, la muerte en la hoguera de Giordano Bruno (1600) y el proceso a Galileo (1633). La farsa jurídica que significó este célebre proceso acabó por destruir transitoriamente la ciencia en Italia pero no pudo impedir su acelerado desarrollo en la segunda mitad del siglo XVII en los países desvinculados de la autoridad romana, especialmente en Holanda e Inglaterra. No es por azar que, en el preámbulo a los estatutos de la Royal Society, redactados por Robert Hooke en 1663, se afirme que el objetivo de la institución ha de ser la promoción de los estudios científicos y técnicos con exclusión de consideraciones teológicas.
La ciencia encuentra un nuevo espacio
El desenlace del proceso a Galileo, episodio clave en la historia de las relaciones entre ciencia y religión, fue considerado insensato por todos aquellos que, en el campo eclesiástico y fuera de él, confiaban en erigir una Iglesia renovada capaz de coprotagonizar sin antagonismos la construcción de una nueva época. El propio Galileo había concebido, en la segunda década del siglo XVII, una serie de tesis hermenéuticas que permitirían la coexistencia armónica de la ciencia y el dogma cristiano, fundadas en una interpretación no literal de la Biblia, pero los teólogos contrarreformistas de entonces rechazaron la propuesta. Como afirma tardíamente hoy Juan Pablo II, "Galileo, creyente sincero, se mostró en este punto más perspicaz que sus adversarios teólogos". Luego, a partir del siglo XVIII, la ciencia se volvió una empresa secular, pues lograba desembarazarse de sus componentes religiosos originales. Nuevos ámbitos del mundo natural quedaban subsumidos bajo la explicación científica y la teología se refugiaba en aquellos dominios en los que la ciencia, hasta ese momento, había sido incapaz de acceder. De ese modo, el territorio en el cual la teología parecía insustituible se volvió paulatinamente cada vez más estrecho. Para decirlo de algún modo, cada avance científico obligaba a los teólogos a buscar a Dios en otra parte. Ello ocurrió, por caso, ante la evidencia científica de que la edad de la Tierra no es compatible con una creación divina relativamente reciente, como se desprende de una interpretación literal de la Escritura, o con el evolucionismo biológico, opuesto al bíblico fijismo de las especies.
El iluminismo del siglo XVIII y en particular el positivismo, el marxismo y otras corrientes filosóficas e ideológicas del siglo XIX presentaron la cuestión ciencia-religión como una opción de hierro, en la cual, desde luego, era necesario tomar partido por la ciencia. En cierto modo, se advierte que ambas partes en litigio aceptaban tácitamente una suerte de maniqueísmo encubridor de las complejidades de la historia y se negaban a acordar algún mínimo punto de convergencia o acuerdo. El fundamentalismo teológico llevó la peor parte en la controversia, y su papel se redujo, como afirmaba el historiador Lynn White, a desarrollar acciones de retaguardia con cortinas de humo intelectual para cubrir la retirada.
La mayoría de los historiadores de la ciencia del siglo XIX, de extracción positivista, admitía sin más que la brecha entre ciencia y religión era insalvable, y por ello dicho siglo fue pródigo en manifestaciones de que el avance de la ciencia supone a cada paso una victoria en la declarada "batalla" entre el conocimiento y los dogmas religiosos. A esta tesis se opone actualmente el presupuesto que John H. Brooke, en su libro Science and Religion (1991), llama "la diversidad de la interacción", y que, en suma, sin negar la existencia de conflictos o episodios de intolerancia, incluso trágicos, pretende establecer las múltiples vinculaciones entre el pensamiento judeocristiano y el desarrollo de la ciencia occidental. La tesis según la cual dicho desarrollo ha sido totalmente autónomo y desgajado de factores culturales, metafísicos y aun religiosos, entendidos necesariamente como obstáculos al progreso del conocimiento, es sencillamente falsa, como la historia de la ciencia de tiempos recientes ha puesto en evidencia.
Ciencia, ética y dogma: un nuevo debate
La necesidad de ofrecer un marco regulatorio para el desarrollo de la ciencia en armonía con la fe cristiana ha redundado en una depuración deseable del pensamiento religioso, condición esencial para que éste prosiga formando parte de la mutante cultura de nuestra época. Pues como afirmaba hace tiempo Alfred Whitehead, los principios de la religión pueden ser eternos, pero su expresión humana requiere una reelaboración constante, despojada de simbolismos accidentales que el transcurso del tiempo vuelve inadecuados.
A diferencia de lo que ha ocurrido en gran parte de los dos milenios de existencia del cristianismo, la religión pertenece hoy al dominio de lo personal y no puede cuestionar la autonomía de la ciencia. También resulta improcedente invocar teorías científicas para corroborar esta o aquella afirmación bíblica, entendida literalmente, acerca de cuestiones naturales. El propio papa Pío XII, en una conferencia pronunciada en 1951 ante la Pontificia Academia de las Ciencias, elogiaba la teoría cosmogónica del abate Lemaître (antecesora de la hoy conocida como del Big Bang) por su carácter "probatorio" de la creación del mundo en algún instante del pasado. Lo que no se comprende en estos casos es que, en virtud de la propia dinámica interna de la ciencia, alguna teoría cosmogónica alternativa que pudiese ser formulada en el siglo XXI, más eficaz desde un punto de vista estrictamente científico, podría ser esgrimida, de manera igualmente impertinente, para "probar" lo contrario. Actualmente, Juan Pablo II no se presta a tales malentendidos y, como ha señalado reiteradamente, "el cristianismo tiene en sí mismo la fuente de su justificación y en absoluto espera que la ciencia se convierta en su apologética fundamental".
Pero si en el ámbito de la "ciencia pura" el pensamiento científico y el religioso parecen haber alcanzado una suerte de superación de viejas antinomias, resueltas en una nueva armonía, no ocurre lo mismo cuando nos remitimos al problema de las relaciones entre ciencia y ética. Ya no se trata de que Juan Pablo II invite a los teólogos a no permanecer al margen de las novedades científicas o que proclame que nada hay en la teoría de Darwin que resulte incompatible con el dogma. La cuestión es más grave. A la luz de los desarrollos actuales de la ciencia y de sus aplicaciones, parece impostergable diseñar lo que Pierre Thuillier ha llamado "una componente crítica de una cultura centrada en la ciencia", y abordar desde allí las eventuales implicancias éticosociales a las que remite la investigación científica actual. Mas este espacio de reflexión no puede ser construido, tecnocráticamente, desde la óptica unilateral de un grupo de expertos en tal o cual disciplina; por caso, un comité de biólogos no puede, por sí solo, resolver las cuestiones éticas que suscita la manipulación genética. Juan Pablo II, por el contrario, parece creer que la teología cristiana se basta a sí misma para hacerlo. La amplitud de miras que hoy los teólogos manifiestan hacia la ciencia no está presente en las posiciones fundamentalistas que presiden los discursos del Papa acerca de cuestiones tales como la fecundación in vitro o la clonación.
A propósito del caso Galileo, Juan Pablo II ha dicho que es indispensable distinguir entre "el enfoque científico de los fenómenos naturales" y "la reflexión de orden filosófico sobre la naturaleza", acerca de cuya autonomía recíproca se pronuncia con particular énfasis. Ha afirmado también que los hallazgos científicos actuales amenazan los cimientos de lo humano. A su juicio, hay dos tipos de desarrollo personal. Uno de ellos, que incluye la cultura y la investigación científica, es la dimensión "horizontal" del hombre; el otro corresponde a su transcendencia del mundo, la vuelta hacia el Creador, dimensión "vertical" que otorga sentido al ser y al actuar humanos, pues lo sitúa entre su origen y su fin. Y ambos desarrollos han de ser armónicos. El Papa sugiere que el orbe de la ética se inserta en la dimensión vertical del desarrollo humano, y no deja lugar a dudas acerca del papel primordial que allí habrá de desempeñar su Iglesia. Pero, ¿no se tratará acaso de un papel excluyente? ¿Tendremos entonces que aceptar que el comité de expertos que ha de legislar acerca de estas cuestiones lo es ahora de teólogos asesorados tal vez por científicos católicos? No estamos diciendo que la ética cristiana no pueda ofrecer elementos valiosos como aporte al necesario debate multidisciplinario y pluralista sobre cuestiones en las que se dan cita la ética y la ciencia, pero las condiciones del mismo no se agotan en los presupuestos de un determinado credo religioso. En este punto, las relaciones entre ciencia y religión atraviesan un momento de inquietante ambigüedad.
(*) Profesor de Historia de la ciencia en el CEFIEC, FCEN, y profesor e investigador del Centro de Estudios Avanzados, UBA