Me viene a la memoria, aquella hermosa lección que nos regaló Javier, un joven Sacerdote que impartió un curso celebrado en Guadalajara, para ampliar conocimientos sobre el Nuevo Testamento.
La reunión de hoy, por motivo de haber fallecido sus padres en un reciente accidente de tráfico, que puso fin a una vida llena de ilusiones y proyectos inacabados, quiso centrarla, hablando sobre el cuarto Mandamiento, quizás como un homenaje póstumo, a la perdida de sus seres tan queridos.
Ahogando su pena nos decía, que ahora, más que nunca, se acordaba y pensaba en ellos. Se lamentaba, con la tristeza natural del momento emocional, de no haber tenido el tiempo suficiente, dado su juventud, para entregarles más amor, siquiera para poder agradecerles lo mucho que había recibido de ellos.
Creo –comentaba- que siempre he sido un hijo muy mimado por el Señor, pues me dio la vida en el entorno de una familia de creyentes y dentro de una Iglesia, que nos ama y a la que amamos.
Mis padre eran pobres, muy pobres, pero inmensamente felices. Por eso, su muerte me produce una gran serenidad, cuando uno sabe que morir es empezar a vivir, para estar junto al Padre, recordando las palabras del mismo Jesús; “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, no morirá para siempre.
En cualquier caso, Dios, me concedió el privilegio de tenerlos hasta mis treinta años. Sé que ahora están con Dios y desde allí, Él y mis padres me ayudarán a seguir extendiendo su reino en la tierra. Y seguirán siendo, tremendamente felices.
Por eso, hoy más que nunca, Javier el joven Sacerdote, buen conocedor de la Biblia, desea hablar de este cuarto Mandamiento que nos obliga honrar a los padres, por el simple hecho, de que Dios lo manda y porque ellos son merecedores.
Y recuerda con el Eclesiástico, libro hebreo escrito dos siglos antes de Cristo y traducido al griego por un hijo del judío Sirá, para enseñanza de los judíos que vivían fuera de Palestina, que nos dice: “Honrarás, y servirás a tu padre y a tu madre que te dieron la vida, teniendo en cuenta que la gloria de un hombre nace de la fama de su padre y es una deshonra para los hijos, despreciar a su madre. Por éso, quien injuria a Dios, es el que abandona a su padre. Y es maldito del Señor, quien ofende a su madre”.
De igual forma, explica, continua Javier, que el hijo debe cuidar de sus padres en su vejez y mientras vivan no les causarán tristeza. Si observaran que su espíritu sufriera alguna debilidad, deben perdonarlos y no despreciarlos. Y tendrán en cuenta ellos, que están en plena juventud, que el que honra a sus padres, recibirá la alegría de sus propios hijos que le escucharán cuando tengan que rogarles por algún motivo.
Así mismo, leyendo a Marcos (7, 10.13) nos advierte, que no hemos de actuar como los fariseos, cuando tratan de tentar a Jesús, afirmando que un hombre puede decirle a su padre o a su madre: “No puedo ayudarte porque todo lo que tengo, lo consagré a Dios”.
Hipócrita postura, que intenta anular un mandato de Dios, al imponer una tradición que por buena que sea, es cosa de hombres que son incapaces de creer y de amar, atendiendo a una fé auténtica de la que por supuesto, carecen.
Por todo ello, Javier, nos pedía obediencia total y sin límites hacia los autores de nuestros días, con diálogo, comprensión, tolerancia, ternura y sobre todo, como decía San Agustín, dándoles amor, sin medida.
Y nos invitaba, a admirar y seguir el ejemplo, de tantos y tantos hijos, que sufren junto a sus padres, sus enfermedades, sus vehemencias, sus muchos años, ofreciéndoles amor, paciencia y ternura. Cuidándolos con cariño y ayudándoles a recorrer el último tramo de su existencia, llevándoles de la mano, cuanto menos, en memoria de aquellos cuidados que en nuestra niñez, ellos nos prodigaban.
O nos relataba la angustia de aquel amigo, que con amargura le confesaba el distanciamiento que mantenía con sus padres, que le impedía rezar el Padrenuestro; “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos ...”. Y el fuerte abrazo que ambos amigos se dieron, cuando pasado un tiempo, compartieron su alegría, al comunicarle que había rezado junto a sus padre, esta oración.
Finalmente Javier, el joven Sacerdote, nos regaló una frase, que en cierto modo resume este cuarto Mandamiento: “Si saber amar y respetar a tus padres, no necesitarás creer en Dios, LO VERAS.
La reunión de hoy, por motivo de haber fallecido sus padres en un reciente accidente de tráfico, que puso fin a una vida llena de ilusiones y proyectos inacabados, quiso centrarla, hablando sobre el cuarto Mandamiento, quizás como un homenaje póstumo, a la perdida de sus seres tan queridos.
Ahogando su pena nos decía, que ahora, más que nunca, se acordaba y pensaba en ellos. Se lamentaba, con la tristeza natural del momento emocional, de no haber tenido el tiempo suficiente, dado su juventud, para entregarles más amor, siquiera para poder agradecerles lo mucho que había recibido de ellos.
Creo –comentaba- que siempre he sido un hijo muy mimado por el Señor, pues me dio la vida en el entorno de una familia de creyentes y dentro de una Iglesia, que nos ama y a la que amamos.
Mis padre eran pobres, muy pobres, pero inmensamente felices. Por eso, su muerte me produce una gran serenidad, cuando uno sabe que morir es empezar a vivir, para estar junto al Padre, recordando las palabras del mismo Jesús; “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, no morirá para siempre.
En cualquier caso, Dios, me concedió el privilegio de tenerlos hasta mis treinta años. Sé que ahora están con Dios y desde allí, Él y mis padres me ayudarán a seguir extendiendo su reino en la tierra. Y seguirán siendo, tremendamente felices.
Por eso, hoy más que nunca, Javier el joven Sacerdote, buen conocedor de la Biblia, desea hablar de este cuarto Mandamiento que nos obliga honrar a los padres, por el simple hecho, de que Dios lo manda y porque ellos son merecedores.
Y recuerda con el Eclesiástico, libro hebreo escrito dos siglos antes de Cristo y traducido al griego por un hijo del judío Sirá, para enseñanza de los judíos que vivían fuera de Palestina, que nos dice: “Honrarás, y servirás a tu padre y a tu madre que te dieron la vida, teniendo en cuenta que la gloria de un hombre nace de la fama de su padre y es una deshonra para los hijos, despreciar a su madre. Por éso, quien injuria a Dios, es el que abandona a su padre. Y es maldito del Señor, quien ofende a su madre”.
De igual forma, explica, continua Javier, que el hijo debe cuidar de sus padres en su vejez y mientras vivan no les causarán tristeza. Si observaran que su espíritu sufriera alguna debilidad, deben perdonarlos y no despreciarlos. Y tendrán en cuenta ellos, que están en plena juventud, que el que honra a sus padres, recibirá la alegría de sus propios hijos que le escucharán cuando tengan que rogarles por algún motivo.
Así mismo, leyendo a Marcos (7, 10.13) nos advierte, que no hemos de actuar como los fariseos, cuando tratan de tentar a Jesús, afirmando que un hombre puede decirle a su padre o a su madre: “No puedo ayudarte porque todo lo que tengo, lo consagré a Dios”.
Hipócrita postura, que intenta anular un mandato de Dios, al imponer una tradición que por buena que sea, es cosa de hombres que son incapaces de creer y de amar, atendiendo a una fé auténtica de la que por supuesto, carecen.
Por todo ello, Javier, nos pedía obediencia total y sin límites hacia los autores de nuestros días, con diálogo, comprensión, tolerancia, ternura y sobre todo, como decía San Agustín, dándoles amor, sin medida.
Y nos invitaba, a admirar y seguir el ejemplo, de tantos y tantos hijos, que sufren junto a sus padres, sus enfermedades, sus vehemencias, sus muchos años, ofreciéndoles amor, paciencia y ternura. Cuidándolos con cariño y ayudándoles a recorrer el último tramo de su existencia, llevándoles de la mano, cuanto menos, en memoria de aquellos cuidados que en nuestra niñez, ellos nos prodigaban.
O nos relataba la angustia de aquel amigo, que con amargura le confesaba el distanciamiento que mantenía con sus padres, que le impedía rezar el Padrenuestro; “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos ...”. Y el fuerte abrazo que ambos amigos se dieron, cuando pasado un tiempo, compartieron su alegría, al comunicarle que había rezado junto a sus padre, esta oración.
Finalmente Javier, el joven Sacerdote, nos regaló una frase, que en cierto modo resume este cuarto Mandamiento: “Si saber amar y respetar a tus padres, no necesitarás creer en Dios, LO VERAS.